La corrupción estatal (y la privada) es uno de los cuatro desafíos más cruciales del gobierno de Nicolás Maduro. Pero no porque lo diga Transparencia Internacional: resulta de una lógica económica de Estado, que de no ser superada podría conducir a una catástrofe. Aunque el problema es una herencia antigua, se convierte en el desafío más complicado para el joven presidente.
Los polos de poder que representan el Estado y la propiedad privada dan lugar al dolo público y lo que se conoce popularmente como corrupción. Existe una relación determinada entre la imposibilidad de controlar por completo las funciones públicas, la vida económica jerarquizada en pocas manos y sin regulación social y la llamada corrupción.
Ítzvan Mészáros, uno de los estudiosos actuales de la relación entre la dinámica económica mundial y la organización de la vida social, señala en Más allá del capital: “La corrupción es una derivación sistémica del sistema metabólico del capital”. La cháchara periodística sobre las instituciones y los funcionarios corruptos resulta una ecuación: la propiedad y su falta de control social. Esto incluye a la institución estatal.
Es difícil encontrar en el sistema mundial de Estados mejores administradores que los noruegos, los suecos o los suizos. En el primer caso, sus empresas petroleras han estado involucradas en 17 escándalos de corrupción entre 2001 y 2007, sólo en América latina. “Petrogate es la denominación que dio la prensa del Perú al caso de corrupción de lotes petroleros, donde están implicadas las empresas mineras Discover Petroleum, de Noruega, y Petroperú, destape ocurrido el 5 de octubre de 2008 durante el segundo gobierno de Alan García” (WikiLeaks, 2011). Lo mismo ocurrió en 2008 con la empresa sueca Skanka, tanto en Perú como en Argentina, Brasil, Nicaragua, México y El Salvador. En los juzgados de España reposan 325 expedientes contra funcionarios del reino, acusados de malversación de fondos públicos y privados o por truculencias internacionales que comprometen al fisco estatal. El caso más sonado en el centro de los Estados que mantienen a Transparencia Internacional es el de Bernard Madoff en Estados Unidos y Gran Bretaña.
Los helvéticos, exactos y discretos, sostienen sus finanzas privadas y públicas –y su alto nivel de vida– sobre el sistema nacional financiero más corrupto del planeta, criticado por el keynesiano John Kenneth Galbraith en La era de la incertidumbre.
Transparencia Internacional, encargada de hacer mediciones por cuenta propia sobre niveles de corrupción en 190 países, cada año, resalta los casos o escándalos en países de “la periferia”, minimizando u ocultando la acción de las multinacionales. Lo curioso del caso –que convierte a Transparencia en poco transparente– es que en el 89% de los 124 casos reseñados como “alto nivel de corrupción” entre 2001 y 2012, en 56 países de América latina, África y el sudeste asiático, nunca aparecen las empresas multinacionales, consultoras de inversión, o bancos, colocados detrás del negocio truculento. La petrolera noruega es una de ellos.
La tentación petrolera. Venezuela no escapó a esa endemia de tentaciones perversas. El sobredimensionamiento físico que se nota en su caso sólo se debe al alto grado de ingresos públicos y privados que provee el petróleo, la materia prima más cara entre las más usadas por la sociedad mundial.
Durante los tres gobiernos sucesivos de la era chavista, con casi catorce años de duración, excluyendo el tiempo de Nicolás Maduro, se verificaron 438 casos de corruptela, registrados en la Contraloría General de la República. José Vicente Rangel advirtió desde el año 2001 que éste “es el principal flagelo de nuestra revolución”. Tiene razón.
En contraste, según una investigación del Centro Gumilla, una organización jesuita venezolana de izquierda, entre 1973 y 1989 aparecieron 2.128 denuncias y casos probados de malversación y robo de fondos estatales. Este total, dividido entre los cinco gobiernos anteriores al chavismo, da como resultado una cantidad cinco veces mayor a todos los casos descubiertos durante la era del chavismo. O lo que es lo mismo, existe una suma similar de casos de corrupción (430 hechos revelados) en cada uno de los períodos gubernamentales entre 1973 y 2011.
El detalle a favor del chavismo, sólo en términos cuantitativos, es que los últimos trece años fueron gobernados por un mismo presidente. Esta cuenta no exculpa al chavismo de este flagelo ni convierte en más corruptos a los corruptos anteriores. Corrupción es corrupción, vístase como se vista. La diferencia está en dos aspectos clave del asunto, inadvertidos entre los críticos moralistas y superficiales de la “corrupción institucional”.
Primero, la cantidad de procesados y presos por corrupción en cada gobierno. Segundo, y lo más importante: la capacidad social de regulación y contraloría sobre los funcionarios.
Actualmente existen procesos activos. De los 438 casos de la era chavista, un total de 111 fueron denunciados en la Asamblea Nacional, 44 por diputados del chavismo y el resto por los de la oposición. En la pantalla del diario web Aporrea se registran 224 denuncias, o sea, un poco más del doble que en las dos instituciones anteriores. Todos fueron señalados con detalles suficientes para nutrir expedientes judiciales en artículos y notas de opinión de militantes chavistas y bolivarianos. En casi todos los casos reseñados paraMiradas al Sur, el autor o autora escribió su identidad personal y cédula de identidad, y en muchos de ellos, también el lugar de militancia y organismo funcional.
Además de la diferencia en cantidad –que no es un criterio óptimo de valor cuando se habla de corrupción–, este grado de democratización de la denuncia desde abajo y por fuera de las instituciones, que representa un nivel inicial de la contraloría social, diferencia al tratamiento del flagelo en el régimen de Hugo Chávez respecto de todos los precedentes.
En la Venezuela actual, a nadie en su sano juicio le cabe duda de que la corrupción es uno de los tres o cuatros desafíos más cruciales para Nicolás Maduro en términos de gobernabilidad y de la sustentabilidad histórica de lo que conocemos como revolución bolivariana.
La bestia de dos cabezas. Hace dos semanas, en un acto público en el Oriente del país, y en otro en el Zulia, al Occidente, el nuevo presidente llamó a combatir la corrupción y pidió a los movimientos del poder popular que lo ayuden en la tarea.
Sólo falta un detalle: que los actuales personeros corruptos instalados en las estructuras de mando de las corporaciones de la economía estatal y en la diplomacia sean apartados por orden ejecutiva. Una acción de esta escala provocará una reacción proporcional, lo que obliga a sostenerla con la movilización masiva del poder popular en las calles y los ministerios.
Maduro dijo, con razón, que quienes roben al Estado o con el Estado (en el caso de los privados) “están traicionando la memoria del Comandante”. Esta verdad, corroborada por la incorruptibilidad de Hugo Chávez al frente de un Estado tan rico, no encuentra correspondencia con la ocupación de cargos ejecutivos de personeros señalados en Venezuela como “corruptos” o “burgueses endógenos”.
Existe una relación orgánica demostrada entre las acciones corruptas de los funcionarios que se han tentado, con lo que en Venezuela se denomina burocracia, esa capa de administradores altos y medios, cuya función se elitizó tanto que ya pertenece a su propio mundo, con sus propias reglas y su lógica del poder. Se independizaron de la sociedad y sus posibles controles como ocurrió en la ex Unión Soviética. Esa es la bestia bicéfala que amenaza a la revolución bolivariana: “Mata votos”, como la define el genial Luis Brito García en sus sátiras.