1.
Los marxismos han tenido una relación compleja, productiva, desafiante con la llamada “cuestión nacional” desde hace mucho tiempo. Cuando hoy se escucha a partidos de izquierda afirmar que toman en cuenta la cuestión nacional porque su programa y sus consignas son antiimperialistas, se constata un gran empobrecimiento del debate. Las tareas vinculadas a fortalecer todo proceso de autodeterminación son una condición necesaria, pero absolutamente insuficientes para abordar “la cuestión nacional”. Específicamente, en Argentina la cuestión nacional radica en comprender que no se trata ni de un país europeo ni un epifenómeno de Europa (al menos de Europa tal como la hemos imaginado). El peronismo, desde el 17 de octubre, reveló eso de modo contundente. Desde ese momento podría afirmarse que la “cuestión nacional” es en buena medida el peronismo.
No es posible una política de izquierda que no comprenda los sentimientos de humillación y orgullo de los trabajadores y sectores excluidos. Al mismo tiempo, la dificultad se presenta cuando se constata que esos sentimientos en determinadas coyunturas abren un espacio para que sectores políticos actúen en contra de los sectores sociales que los apoyan, como de modo patente sucedió con la Triple A y con el menemismo, pero no sólo en estos casos.
Un sinnúmero de términos e ideas propios e irrenunciables para la izquierda, paradigmáticamente la cuestión de la igualdad, provienen de la tradición de la revolución francesa. Eso no implica, en absoluto, que la tradición ilustrada pueda sostenerse como una totalidad ajena a los procesos históricos. En primer lugar, porque una parte decisiva de los marxismos del siglo XX se edificaron sobre la base de postulados teleológicos. Esos postulados no sólo podían prefigurar el futuro de la humanidad, sino que tenían implicancias políticas prácticas. Toda identificación política, todo sentimiento, todo movimiento que no estuviera previsto en aquellos relatos era analizado a partir de potentes ideas sobre la verdadera y la falsa conciencia, de partido, vanguardia y una noción muy precisa de “revolución”. Podía medirse la distancia entre las identidades políticas realmente existentes y las identidades políticas de la deontología.
La historia otorgó un mentís a esos relatos y a las políticas derivados de ellos, no sólo porque dichas revoluciones no fueron lo esperado, sino porque no se produjeron en contextos de democracia capitalista y, además, porque a veces las clases trabajadoras lograron cambios sociales efectivos, menores o mayores, desde otras identificaciones y visiones políticas. En ese sentido, la “política científica” y las teleologías resultaron perniciosas para las luchas por una igualdad radical en las condiciones sociales y en los derechos.
Así, una gran parte de la izquierda ha considerado al nacionalismo, en el mejor de los casos, como un momento útil para despertar una conciencia internacionalista que se consideraba necesaria e inexorable. O, en el peor de los casos, como un obstáculo a enfrentar para alcanzar la conciencia de clase.
Observando los procesos históricos resulta claro el modo en que se concibió la “conciencia de clase”. Es decir como una completa abstracción. Se adjudicaron a la clase trabajadora o a otros sujetos sociales características potenciales o propiedades políticas que, en los hechos, sólo existieron en la imaginación de quienes realizaban los pronósticos. Sin embargo, es no sólo posible sino necesario mantener y reinventar las nociones radicalizadas de justicia, igualdad, democracia participativa, reconocimientos a la diferencia sin por ello desconocer las contradicciones y complejidades de los procesos sociales. Para afirmarse a ideas absolutas de justicia no es una condición creer que realmente serán alcanzadas, como si hubiera una afuera del proceso histórico de tonos variados. Complementariamente, tampoco es necesario creer que esa justicia es lo contrario absoluto de la injusticia actual, como si toda realidad, inexorablemente, también estuviera exenta de todos los matices.
Comprender la dinámica de los procesos históricos en los que estamos inmersos implica también comprender las pequeñas transformaciones y los significados que ellas tienen en las vidas reales de los seres humanos sojuzgados, explotados, humillados. Juzgar los procesos a partir de ideas absolutas nos permite alimentar nuestro inconformismo (lo cual es necesario) pero no hacer política (lo cual es decisivo). Juzgar los procesos renunciando a los horizontes utópicos nos permitirá adherir y participar de los cambios progresivos (lo cual es imprescindible) pero abdicando de tensionarlos en una dirección igualitaria contrarrestando a otras fuerzas existentes (lo cual es mero seguidismo). Por ello, hay principios pero no hay teleología, hay ideas absolutas pero no hay política que intervenga que se reduzca al principismo.
2.
La pregunta que debemos hacernos es por qué cada vez que llega el mesías en lugar de construir el socialismo mundial reconfigura la hegemonía capitalista. La crisis europea y mundial actual indicaría que otra vez la Gran Crisis está entre nosotros. Pero sabemos, por la experiencia histórica y por las características de la coyuntura, que de esta gran crisis no surgirá la sociedad que hemos soñado, sino una nueva articulación hegemónica capitalista. Esa diferencia es decisiva porque mientras que el mesianismo está a la espera y celebra los síntomas de toda crisis estructural, eso expresa nuevamente la distancia entre esa supuesta “vanguardia” y las clases que pretenden representar. Estas últimas no pueden más que lamentar profundamente esta crisis, ya que saben que están hoy perdiendo conquistas, beneficios y derechos. En ese sentido, uno de los problemas de la izquierda ha sido no tener políticas simples: cuando los sectores más postergados logran una vida mejor se celebra y se defiende, cuando tienen una vida peor se critica y se enfrenta.
Esto se conecta profundamente con la relación entre izquierda y peronismo en la Argentina. La disyuntiva, el parteaguas, se planteó entre la peronización de la izquierda y la búsqueda de desperonización del pueblo. A mi juicio, un balance exhaustivo de estas opciones debe ser realizado y debatido. Que ninguna fórmula conocida nos ha llevado a lograr lo que la izquierda pretendía, resulta claro. Sin embargo, creo que la pretensión y el anuncio reiterado del “fin del peronismo” ha revelado que condena inexorablemente a la izquierda a la marginalidad. Para permanecer fieles a dicha ilusión no sólo es necesario ser terco, sino también estar dispuestos a amarrarse a modelos de análisis muy poco permeables al contraste con los procesos reales.
En ese sentido, respondo claramente a la pregunta: en todo proceso hegemónico es factible que la izquierda construya poder social y político. Cuando existen procesos redistributivos, por más parciales y modestos que sean, la izquierda no podrá construirse a partir del denuncialismo de aquello que los sectores populares perciben como algo que los favorece. Si se plantea una coyuntura económica, incluso basada en actividades extractivas, donde se verifican procesos que sectores de trabajadores perciben como mejoras y conquistas, la izquierda no podrá edificarse sin tornarse comprensible por los sectores que desea defender y representar.
Debe entenderse que las tradiciones de la izquierda y las tradiciones populistas se encuentran de modos muy distintos arraigados en nuestra cultura política nacional. Pretender el “fin de peronismo” es vivir fuera de la realidad, así como pretender cualquier fin del pensamiento y la cultura de izquierda es una pedantería ignorante y autoritaria. Cuando la izquierda se disfraza de peronismo no sólo no le cabe el sayo, sino que termina apoyando medidas que van en contra de sus más básicas concepciones.
Finalmente, puede parecer que propongo un imposible: no desperonizar al pueblo, no peronizar a la izquierda. Permítanme decir que en realidad sí es necesario soñar con construir utopías populares, así como buscar que la izquierda esté inserta en las lógicas populares. Sucede que, a mi juicio, la pregunta de la izquierda durante el siglo XX ha sido cómo se convierte en la dirección política del proletariado para conducirlo a su destino. Creo que hoy la pregunta de la izquierda es cómo puede contribuir en cada espacio laboral, social, cultural y político a fortalecer las tendencias que apunten a una fuerte redistribución económica y simbólica, contrarrestando todas las tendencias a la concentración económica y política. No es lo mismo. En la perspectiva del siglo XX la cuestión es cómo y cuándo la izquierda se reuniría con su papel histórico. Necesitamos constatar que la historia se está haciendo y que nuestros papeles serán los que podamos construir en los hechos.