1.
Para comenzar por el presente, ese “escenario llamado posmoderno”. La cultura de izquierda, en sus distintas vertientes, fue sensible a las transformaciones técnicas del mundo simbólico. Hoy eso significa captar las novedades del espacio cultural que se intersecta y se sobreimprime con el político.
Hace tres décadas el tema de algunos sectores de izquierda fue el de los “nuevos” sujetos. Si se lo piensa en la perspectiva actual, y sobre todo en la futura, esos nuevos sujetos se constituyen en la cruza con las nuevas tecnologías. No se trata solamente de una “esfera publica electrónica”, como se llamó a la televisión en el pasado, sino de la dinámica de una esfera pública virtual, horizontalizada y que discute permanentemente sus jerarquías.
Los últimos dos siglos han mostrado que grandes giros ideológico-políticos se producen en relación y a veces fusionados con giros comunicativos y tecnológicos. Las políticas de izquierda (tendientes al discursivismo argumentativo y marcadas por su etapa de nacimiento: la del giro libresco de la cultura) definirán una parte de sus objetivos y seguramente muchas de las cualidades de sus sujetos dentro de las configuraciones de una nueva cultura. Así como la cultura de izquierda tradicional era inseparable de la idea del “periódico” (comunistas, socialistas, anarquistas compartieron la certidumbre sobre la capacidad ilimitada de este instrumento), las nuevas culturas de izquierda necesitan seguir la transformación que las impulsa hacia el horizonte técnico de la nueva era. Eso implica grandes desafíos que no pueden resumirse en la oposición iluminismo-historicismo romántico.
En cuanto a “la reafirmación crítica de una tradición histórica de izquierda”, tengo mis dudas, si se examina la historia de la izquierda argentina posperonista. Salvo las estructuras partidarias que durante mucho tiempo permanecieron idénticas a sí mismas (un ejemplo para entendernos: el Partido Socialista Democrático, que tuvo escasas cualidades de izquierda, para decirlo atenuadamente), casi todas las agrupaciones de la izquierda y muchos de los intelectuales que aceptaron esa nebulosa denominación, trataron de hacer cuentas con el “iluminismo”. Ya sea, primero, por la adhesión a la revolución cubana: voluntarista, plebiscitaria, mesiánica cuando encaró diversas experiencias guerrilleras; a la revolución china: una traducción localizada y llena de color local de tesis muy elementales del hegelo-marxismo y del stalinismo; a los regímenes populistas, explicándolos en términos que disolvían los lastres iluministas y los reencuadraban en perspectivas historicistas.
Los argentinos conocemos extraordinariamente bien estas mezclas, donde Althusser podía alojarse en el guevarismo de Cristianismo y Revolución. Así se buscó, desde hace cincuenta años, una interpretación de los movimientos populares que sostuviera algún tipo de síntesis teórica, histórica y, naturalmente, política. Los efectos de lenguaje son importantes: iluminismo tiene casi exclusivamente connotaciones peyorativas. Quien eventualmente acepta la denominación dentro de la izquierda intelectual, lo hace como desafío polémico. No sucede eso con el historicismo.
2.
No sé si puede hablarse de una “cultura de izquierdas”. Prefiero pensar en dos direcciones.
La primera es la del pensamiento crítico. No existe ninguna posibilidad de una cultura de izquierda que no lo tenga como disciplina intelectual. Diría más: el pensamiento crítico es la forma mentis de la cultura de izquierda. Más todavía: la izquierda podría definirse como la instancia crítica sistemática de una sociedad.
La segunda es la de las líneas temáticas que se cruzan en un espacio que podría llamarse, para usar la denominación histórica, “de izquierda”, pero que no excluye a otras manifestaciones ideológicas. Tal el caso del ambientalismo: si bien es condición actual de un campo de izquierda, es mucho más inclusivo que la definición de ese campo virtual. Los “nuevos derechos”: identidad de género, reconocimiento legal de las opciones identitarias, etc. plantean otras cuestiones, todavía más difíciles de encarar conservando un eje en la izquierda. Podrían convertirse en exitosos administradores y organizadores de la política de izquierda si desplazaran la centralidad que tiene la desigualdad económica, social y política.
Sólo con los “nuevos temas” la izquierda deviene un fenómeno cultural. Por otra parte, las políticas identitarias son, en última instancia, particularistas. La izquierda tiene que incorporarlas porque no hacerlo equivaldría a ignorar que se vive en una esfera pública hecha de particularismos. Pero la desigualdad no es solamente cultural ni identitaria sino de base socio-económica. Si la izquierda se retira de este territorio, no hay culturalismo progresista que pueda salvarla, ni volverla significativa para la mayoría, que no se define solo por una identidad cultural sino en relación a las desigualdades económicas, laborales, educativas, urbanas y territoriales.
Finalmente, vivimos en Argentina. La izquierda tiene el tema democrático-institucional como uno de sus campos obligados. No es aconsejable una transacción entre derechos, que implique que la sensibilidad por las desigualdades materiales sostenga, al mismo tiempo, una negación de las desigualdades políticas, la arbitrariedad institucional, el acceso diferenciado al aparato del Estado y el control de los recursos por minorías que no responden por sus actos.