La izquierda es una heredera crítica del proyecto de la Ilustración, crítica pero heredera al fin. Karl Marx, el más influyente de los fundadores teórico-politicos de la principal familia de las izquierdas (el socialismo y sus descendientes, los comunismos del siglo XX, con todas sus variantes), no sólo suscribió sino que radicalizó el programa de la Ilustración. Hizo suya, colocándola en el corazón mismo de su sistema teórico, la idea matriz iluminista de que el mundo, tanto el físico-natural como el humano, debía ser concebido como una totalidad estructurada cuya intrínseca racionalidad y cuyas leyes de movimiento podían ser aprehendidas conforme a un método (o un conjunto de métodos) adecuado(s) (llámese método científico o dialéctica). Esa capacidad humana de descifrar no sólo los secretos del mundo físico-natural sino también, y sobre todo, los jeroglíficos de la actividad humana estaba, en el núcleo teórico del pensamiento marxiano, intrínsecamente vinculada a la capacidad de transformarlos. La transformación revolucionaria de la sociedad era posible porque ésta era cognoscible. Pero, añade Marx, y éste es sin duda el meollo de la “filosofía de la praxis” de raíz hegeliana, ésta es cognoscible en la medida en que es transformable. El conocimiento es concebido aquí no como pasiva contemplación o reflejo de lo real en la mente humana, sino como praxis humana transformadora, inherente a la acción del trabajo sobre la naturaleza y a la acción política sobre la sociedad.
La confianza de Marx en la razón —ciertamente, una razón dialéctica, inmanente al proceso histórico—, en las ciencias, en el progreso —en cuyo altar se sacrificaban milenarias tradiciones, creencias y culturas—; y, en definitiva, en la intrínseca unidad, universalidad y potencial autoemancipación del género humano, no eran meras creencias decimonónicas, adherencias suceptibles de ser extirpadas quirúrgicamente de su sistema de pensamiento. El proyecto del socialismo como sistema universal, susceptible de exceder y transcender al capitalismo, heredando y potenciando más allá de los estrechos límites nacionales de las burguesías y sus Estados valores universales, prometiendo no sólo la emancipación social (de clase), o la emancipación de la mujer, o la de los jóvenes, o la de las minorías oprimidas, sino la emancipación humana misma, se fundaba en esas ideas matrices de la Ilustración.
Asistimos, en las últimas décadas, al fracaso de este proyecto colosal, tanto en sus versiones socialdemócratas como comunistas, sean ésta la soviética o la china, la yugoslava o la vietnamita. Aunque estos proyectos estaban agotados desde mucho tiempo antes que 1989, puede afirmarse que no existe hoy, más allá de focos puntuales de resistencia social emancipatoria (o reaccionarios, como los fundamentalismos religiosos), un proyecto global alternativo a la arrasadora globalización capitalista.
Con este fracaso, asistimos pues al impúdico triunfo mundial del único proyecto universalista que quedó en pie: la globalización del capital. Mientras las izquierdas no logren refundar un proyecto alternativo, digamos una alterglobalización, ciertas resistencias a la misma van a nutrirse del pensamiento reaccionario de la anti-Ilustración, sea en una u otra de sus vertientes.
El movimiento anti-ilustrado, que de modo emergente cuestionaba ya con Vico la existencia de leyes universales y afirmaba la unicidad de cada una de las culturas, alcanzó su primer umbral con Hamann, el teólogo alemán que sostenía que la verdad no podía ser universal sino particular, pues la razón era un pobre instrumento humano exterior a las cosas mismas y por lo tanto incapaz de descifrar los designios de Dios al crear el mundo, las plantas y los animales. Fue su discípulo Herder —y sigo aquí el hilo del conocido ensayo de Isaiah Berlin, “La contra-ilustración”— quien atacó el carácter abstracto y totalizante de la razón ilustrada en nombre de un conocimiento fundado en la individualidad y el “sentir dentro”. No hay, pues, criterios racionales y universales que permitan fundar idea alguna de Progreso, pues cada cultura o totalidad orgánica tiene su propio “centro de gravedad”. Si bien Herder no fue nacionalista, los nacionalismos culturales y políticos se sirvieron a gusto de su obra. Por su parte, al famoso ataque de Burke contra los principios revolucionarios franceses en nombre de los “miles de hilos”, invisibles a la razón ilustrada, que atan a los seres humanos dentro de un todo históricamente sagrado, se sumaron las influyentes y sombrías doctrinas de Joseph de Maistre: no es posible fundar un orden social en la razón, pues esta es controvertible y por lo tanto destructible; el único modo de someter la naturaleza agresiva del hombre es bajo la autoridad inapelable de una iglesia, un Estado o una élite aristrocrática. La razón conduce, pues, a la discusión y finalmente a la rebelión; siendo la “irracionalidad” la efectiva garantía de la paz, el orden y la seguridad.
Siguiendo estas líneas necesariamente generales, señalemos que fueron los nacionalismos anti-ilustrados europeos los que nutrieron el pensamiento nacional-populista latinoamericano. Contra la idea de una línea civilizatoria de origen europeo o norteamericano, levantaron formas alternativas de desarrollo nacional, regional y local a la expansión del capitalismo en sus territorios. El clásico e influyente ensayo de Fermín Chávez, Civilización y barbarie en la historia de la cultura argentina (1956), se fundaba precisamente en una serie de dualismos que remitían a la confrontación Ilustración / Anti-Ilustración: Civilización (europea) / Barbarie (americana); Liberalismo (europeo) / Nacionalismo (argentino, latinoamericano); constitución formal / constitución real/material (fundada en las costumbres, tradiciones, suelo…); Buenos Aires / Provincias; élites letradas (doctores, intelectuales) / Pueblo (trabajadores + ejército); Progreso / Soberanía; ideas “espúreas”, “postizas”, “ficticias”, producto de “infusión”, “transplante”, “importación” / cultura “raigal”, “endógena”, “originaria”; “saber libresco” / “saber popular”.
Ciertamente, el triunfo del programa anti-ilustrado alimentando las culturas de resistencia al proyecto civilizatorio del capitalismo no sucedió repentinamente en 1989. Los nacionalismos primero y los populismos enseguida después desafiaron con éxito el universalismo y el racionalismo de las izquierdas clásicas, ya desde los años 1940. De nada sirvieron las críticas de aquellos que, como Borges, mostraron las paradojas del origen “foráneo” del nacionalismo, o del anti-intelectualismo que profesaban los propios intelectuales nacionalistas. Numerosos estudios han señalado el repliegue del programa izquierdista de raíz ilustrada y la progresiva adopción de las ideas y valores del programa anti-ilustrado por parte de lo que dio en llamarse la “nueva izquierda” en América Latina. Claudia Gilman mostró en su libro de referencia el efecto desarmante que tuvo para las izquierdas clásicas y sus intelectuales, esto es, para cualquier programa basado en ideas, programas, proyectos, la inesperada irrupción en enero de 1959 de una “revolución sin teoría”; acto seguido, una ola de anti-intelectualismo culposo cundió en la segunda mitad de los años sesenta entre los propios escritores cuando la pluma del intelectual aparecía como ineficaz frente al fusil del guerrillero y un privilegio frente a la herramienta manual del pueblo trabajador.
Lo mostró Carlos Altamirano en el libro que se cita en la pregunta bajo la forma de autoculpabilización de las clases medias, así como también Oscar Terán había revelado en Nuestros años sesentas cómo el “proceso al liberalismo” que postulaba un nazionalista como García Mellid, por citar un título emblemático de los años 1950, fue progresivamente asumido por la intelectualidad de izquierda, que se peroniza masivamente entre fines de la década de 1960 e inicios de la siguiente.
El proceso kirchnerista en curso, aprovechando no solo el “viento de cola” del alza de los precios de las commodities sino también el de la crisis de la modernidad, atrajo buena parte de lo que quedaba de la intelectualidad de izquierdas. Aunque nadie se atreva a afirmar que se trata de una revolución, bien puede afirmarse que el kirchnerismo aparece como un proceso de de transformaciones sociales y políticas significativas que no fueron jamás anunciadas en programa alguno ni debatidas en ninguna instancia colectiva. Los intelectuales ilustrados de los ‘60 sucumbieron a los encantos anti-intelectualistas de una “revolución sin teoría”; hoy, otra franja intelectual izquierdista, sucumbe ante el encanto irresistible de la reforma sin programa. Estos intelectuales parecen haber sacado la conclusión que la función clásica con la que estaban comprometidos (cuestionar las prácticas políticas, sociales y culturales conforme a cierto entramado de valores y razones universalistas, llámese “socialismo”, “anarquismo”, etc.) los mantenía confinados en la marginalidad. Es así que buena parte de los últimos izquierdistas ilustrados asumieron no sin torsiones la impotencia de la razón crítica y pasaron a ser los legitimadores de las transformaciones prácticas; cansados de buscar en vano la realización de la razón, se convirtieron en racionalizadores de lo real, del rol de ilustrados pasaron al papel de ilustradores.
Entre ellos, mentar la tradición ilustrada de la izquierda es, como dice el refrán, mencionar la soga en la casa del ahorcado. Cualquier estudiante de filosofía política podría señalar frente a estas dos grandes tradiciones de la modernidad, la ilustrada y la anti-ilustrada, innumerables ejemplos de claroscuros, tensiones, préstamos. Todos sabemos que Rousseau fue romántico al mismo tiempo ilustrado, que Hegel y Goethe ensayaron síntesis entre el pensamiento ilustrado y el romanticismo, que Herder admiraba a Diderot y que a su modo intentó concebir una Idea de Humanidad que articulase la suma de las culturas, que fue el joven Marx —influido por Rousseau— el que ensayó la crítica más acerba a la ideología de los derechos del hombre; que el último Marx reconsideró su juicio despectivo acerca de los populistas rusos; que Horkheimer y Adorno mostraron que la lógica de los totalitarismos modernos no era otra que la razón instrumental; y que la historia del socialismo, de William Morris a E.P. Thompson, y de Pierre Leroux a Michael Löwy pasando por Benjamin, se vio atravesada por el pensamiento del ala revolucionaria del romanticismo.
Todo esto es bien conocido. Pero lo que me interesa remarcar es la vigencia fundante y matricial de estas dos grandes líneas, la ilustrada y la anti-ilustrada, en la conformación de las ideologías contemporáneas, en la medida en que estas grandes líneas continúan alimentando las culturas políticas del presente. Las grandes figuras políticas e intelectuales de la época contemporánea —el jacobino y sus herederos, los izquierdistas, por una parte; y el anti-ilustrado y sus herederos, los nacionalistas y los populistas, por otra— serían incomprensibles sin acudir a ellas. Se me dirá que en las izquierdas reales y en las culturas políticas realmente existentes estas figuras existen confundidas. Ciertamente. Pero insisto: todas las políticas que buscan fundarse en ideas, proyectos, programas, remiten en última instancia a la tradición ilustrada y jacobina. Y todas las políticas que reniegan de esos fríos instrumentos exteriores y buscan fundar su legitimidad en la bondad y la sabiduría intrínsecas de la cultura, la religión y la tradición de un pueblo, remiten en última instancia a la tradición historicista y nacionalista anti-ilustrada.
Generalizo, desde ya. Pero es para remarcar la dificultad con la que se encuentran amplias franjas de la izquierda intelectual para discernir entre estas dos grandes tradiciones más allá de sus préstamos y sus cruces, para aceptar incluso su existencia histórica. La izquierda ilustrada —un Habermas, por citar un caso emblemático dentro de la izquierda moderada— no duda en asumir críticamente la herencia de la Ilustración. En el otro extremo, el populismo (que siempre fue anti-ilustrado) tampoco vacila en asumir su herencia. El problema se plantea para el arco de intelectuales izquierdistas que, proveniendo de la izquierda ilustrada, viene haciendo suyo el programa de la anti-ilustración (ya sea por la vía del posmodernismo, ya sea por la del populismo, o por una yuxtaposición entre ambas): el reconocimiento mismo de estas dos vertientes históricamente rivales y antagónicas lo sume en una franca incomodidad. Producto de esa mala conciencia, viene llevando a cabo las más forzadas operaciones de inscripción en la tradición anti-ilustrada a esos herederos críticos de la Ilustración que fueron Gramsci, Benjamin y Mariátegui, los tres y a su modo cabalmente socialistas e internacionalistas, los tres enemigos de los nacionalismos.
Sin embargo, la izquierda no tiene nada para ganar y tiene todo para perder si se subsume o se hibrida con el nacional-populismo. Las experiencias históricas de izquierdas sobrdinadas a (o integradas en) los nacionalismos terminaron no solo en penosas asimilaciones, sino en verdaderas catástrofes (desde los comunistas turcos masacrados tras su integración en el seno del nacionalismo de Mustafá Kemal, pasando por los comunistas chinos asesinados en 1927 en el marco del apoyo de la Komintern al nacionalismo de Chian Kai-Shek, hasta llegar a los Montoneros en el peronismo de los años 1970).
La izquierda no puede desconocer la penetrante crítica foucaultiana de la modernidad, pero tampoco puede olvidar que el autor de Qué es la Ilustración apoyó de modo entusiasta la llamada Revolución Islamista del Ayatolah Komeini: una verdadera contra-revolución teocrática que, por otra parte, ni siquiera se privó de actualizar las viejas tecnologías religiosas de dominación con otras más modernas de propaganda, vigilancia y guerra. Entonces, si cuestionamos desde la izquierda “las ilusiones del Progreso”, debemos saber también que si renunciamos de antemano a establecer colectivamente (políticamente) cualquier criterio de valoración y elección entre dos culturas, dos etapas o dos regímenes, el desarme teórico es fatal. Ya no sería posible, siquiera, hablar de revoluciones o contrarrevoluciones, términos que no harían más que delatar megarrelatos de inspiración teleológica… Los significativos avances que, con respecto al ciclo neolibe-
ral, representan los nuevos gobiernos nacional-populistas latinoamericanos —quienes, con sus enormes variantes, expresan la emergencia todavía insegura de un nuevo ciclo neo-desarrolista en el continente— deberían ser un punto de reconocimiento y de partida para la izquierda. Su tarea, precisamente, no nace de su eventual fracaso: al contrario, comienza más allá del keynesianismo. La izquierda dogmática, sin embargo, los tiene que negar, pues hace años que viene anunciando apocalípticamente el Fin del capitalismo y, por lo tanto, la inviabilidad de cualquier retorno neokeynesianismo (mucho más en la periferia capitalista). Para el Partido Obrero (PO), el Partido de los Trabajadores Socialistas (PTS) o el Partido Comunista Revolucionario (PCR), el kirchnerismo es lisa y llanamente inconcebible. Otro sector de la izquierda asistió atónito al acontecimiento que fue incapaz de concebir: entonces arrojó lejos los trastos de la teoría y se prosternó ante los hechos. Tampoco puede pensar el kirchnerismo, solo puede racionalizarlo.
Entre la izquierda dogmática, por un lado, y la pragmática, por otro, ha quedado un margen estrecho, pero sin embargo es posible vislumbrar que una izquierda virtual habita allí: no tiene expresiones políticas, pero está presente y activa en espacios sociales, culturales e intelectuales muy diversos. La apuesta política potencial de ese sector, ante la eficacia de los populismos realmente existentes, generadores de cambios sociales (no revolucionarios pero significativos) y verdaderas maquinarias de construcción y reproducción de poder, es, pues, difícil, pero no imposible. Por lo pronto, no tendría por qué pagar el costo de negar la realidad, ni tampoco el de mimetizarse con ella.
Entonces, si ha de haber un movimiento socialista en el siglo XXI digno de ese nombre, o que recupere la dignidad que una vez tuvo ese nombre, será sobre la base de renovar, reactualizando y reformulando la promesa emancipatoria, universalista e internacionalista del siglo XIX, por lejana que nos parezca hoy. La izquierda de raíz ilustrada, en sus vertientes más ricas (de Lukács a Gramsci pasando por Benjamin y Adorno) hace casi un siglo que viene poniendo en cuestión el racionalismo abstracto, el determinismo tecnológico y la teleología con que se informó buena parte del proyecto socialista del siglo XX. Sin embargo, hay algo del proyecto ilustrado al que la izquierda no puede renunciar, a riesgo de dejar de ser sencillamente izquierda: a postular un programa que imagine, que anticipe, por así decirlo, la realidad, proyecto concebido conforme a los postulados de la razón, por más historizada, consensuada, anti-instrumental y deseante que hoy concibamos a dicha razón.
El enorme desafío, entonces, consiste en articular un nuevo proyecto civilizatorio pluricultural que logre exceder los marcos nacionales y estatales de las burguesías locales, capaz de construir vínculos e instituciones más allá de las relaciones mercantiles, que pueda imaginar y ensayar formas de organización y gestión colectivas de la economía, las comunicaciones, los transportes y el conjunto de la vida social y política más allá de la oposición irreductible entre nacionalismo e imperialismo, Plan y Mercado, control central total y “mano invisible”; sin que quedemos atrapados en el chantaje de tener que escoger entre el burócrata y el capitalista, entre las “manos sucias” del Comisario y la “pureza” del Alma bella.
Ciertamente, es un proyecto que está lejos de las prácticas políticas de la izquierda dogmática que domina el presente, un proyecto que podría nutrirse de Gorz, del ecosocialismo y demás utopías posindustriales, de la voluntad de exceder la sociedad salarial a través de la extensión de las asignaciones universales y de la esfera del trabajo no asalariado, así como de los “modelos de socialismo” postulados por autores como Robin Blackburn, Diane Elson, Jon Roemer o Erik Olin Wright, basados no en la negación imaginaria y burocrática de un mercado abolido por decreto el Día Después de la Revolución, sino en su progresiva socialización. Proyecto de discusión colectiva, de reelaboración y refundación de mediano y largo aliento, que no espera cosechar éxitos políticos inmediatos, sino que necesita —como postulaba Perry Anderson una década atrás— una combinación de realismo crudo en el diagnóstico, intransigencia frente a los poderes dominantes y crítica radical de los mitos que atan a los oprimidos a su pasado: “Hoy en día, es el espíritu de la Ilustración, antes que los evangelios, lo que más nos hace falta”.
Un proyecto, pues, que dé cabida a los anhelos libertarios, internacionalistas, solidarios y universalistas de todos aquellos que aspiramos a un mundo distinto del que nos ofrecen, por una parte, el capitalismo globalizado, y por otra, como premio consuelo a las desdichas de la izquierda, los nacional-populismos realmente existentes.