1.
Pienso que la izquierda ha sido en su gran mayoría una izquierda kantiana, y en eso radica tanto su fortaleza como su debilidad. Su esencia es pensarse como potencia universal. La alabanza al universalismo fue plasmado con gran belleza en las páginas del Manifiesto, en el cual Marx pinta la carrera del productivismo y la globalización, donde todo lo sólido se desvanece en el aire. La izquierda anticapitalista llevó siempre el sello de la modernidad, porque el mismo comunismo realizado no es más que el reino de la abundancia superado el límite de la productividad capitalista. En esto continúa la tradición liberal democrática. Los derechos universales del hombre, la libertad, la igualdad ¡¡y Bentham!! Este es el componente kantiano del ideario de la izquierda, incluso de la izquierda marxista. Es el gran aporte de la izquierda a las luchas por la emancipación. Sin el ideario universalista de una sociedad sin explotadores ni explotados, no existiría un horizonte de emancipación humana. Pero la izquierda es kantiana también porque es unilateralmente Moralitat y no Sittlichkeit, exige transformar la realidad desde la raíz, arrasar con el pasado, las significaciones y el orden simbólico ordinario, una conciencia moral que considera que el mundo es desarmonía y construye uno propio desde el poder de su pensamiento. Lo universal como demanda imposible posee un potencial subversivo fundamental. Sin esa negatividad radical, ese loco frenesí lleno de estruendo y furia, no habría suelo para la emergencia de la positividad institucional. Por eso, aunque el universalismo abstracto de la conciencia moral revolucionaria se coloca por fuera de una sociedad a la que desprecia por estar corrompida, que abjura de las costumbres y la tradición según el ethos aristotélico y que reivindica Hegel como fundamento de una comunidad, ese universalismo unilateral y abstracto, puro deber ser más que realidad, sin anclaje en la historia y la tradición nacional es, sin embargo, un momento decisivo de la historia. Como dice Žižek, hay que desgarrar implacablemente las coacciones de la universalidad concreta orgánica premoderna, y afirmar plenamente el derecho infinito de la subjetividad en su negatividad abstracta. A pesar de que el terror revolucionario era un callejón sin salida, había que pasar por él para llegar al Estado moderno. Hace bien entonces la izquierda en sospechar del Estado como aquella “bella unidad orgánica” de Novalis y otros románticos o de la habermasiana capacidad ética de la acción comunicativa y su política del acuerdo. Pero los peligros del universalismo han sido demasiado patentes para no tomar esta exigencia como un objetivo que debe ser mediado por la tradición y la cultura popular. El poder negativo de la razón no deja de ser solo un momento de la histórica ético-política. Al socialismo le ha pasado lo mismo que a la razón cuando en la Fenomenología del Espíritu ella fue capaz de derrotar a la fe: coronó su victoria con el asombro de que al final ¡la fe seguía existiendo! El socialismo, habiendo asumido el carácter universal de la clase obrera no pudo más que rendirse ante la evidencia: la tradición cultural, los mitos nacionales, la religión, los fantasmas del pasado evocados por el nacionalismo y el romanticismo ¡existen y hasta son agitados como un principio esperanza para afrontar los desafíos del futuro! El socialismo entonces, igual que la ilustración, se dio también sus propios mitos, como el progreso indefinido o la ciencia del socialismo científico, en que las potencias de la historia, a pesar de todo, siempre trabajan a nuestro favor. El sesgo del universalismo abstracto transformó al socialismo en una receta de cocina, lo desertificó, dejándolo sin nutrientes teóricos y sin un suelo nacional. Desde los estudios de la historia ética política de Italia realizados por Antonio Gramsci sabemos que la política nacional no es una simple refracción internacional sino un complejo y abigarrado proceso, condicionado sí, pero irreductible a cualquier lógica trascendente. El socialismo latinoamericano sufrió como nadie el cosmpolitismo. Por eso las filosofías del comunismo como revelación, de la aparición oscura, por ejemplo en Badiou, sustraído al tejido de evidencias, prejuicios y experiencias cotidianas, apartado de la doxa popular y no-representativa parecen multiplicar, en vez de enderezar, las carencias del materialismo althusseriano. O el comunismo inmanentista de Negri, donde la política como tal es impensable. Hoy el proceso de mundialización del capital implica una nueva escala móvil de espacios estratégicos, mundial, regional, nacional. Pero la dimensión nacional-popular es el punto de partida del verdadero universalismo, desde el cual se podría evitar el populismo del sentido común y el iluminismo elitista, sin dejar de hundirse en el barro de la experiencia popular pero sin abandonar la crítica radical de todo lo establecido. Una última cuestión, que la tribuna del revisionismo histórico y el romanticismo político suelen olvidar, y es que la tradición universalista está presente en la tradición nacional, en la cultura popular por lo menos desde la independencia, cuando Moreno traducía, desde La Gazeta de Buenos Aires, a Rousseau, y se continuó con toda la tradición radical de Castelli y Monteagudo, para mencionar sólo a los más destacados jacobinos de mayo.
2.
Comencemos por la explicación convencional. Ella parte de que el clivaje político fundamental en Argentina nunca ha sido el de izquierda y derecha, salvo quizá un pequeño período a principios del siglo XX con el anarquismo y el socialismo. Radicales y conservadores o peronistas y anti-peronistas han sido las verdaderas fracturas de la política argentina, es decir, los antagonismos por donde pasaron las verdaderas luchas de poder y no la confrontación de ideas, siempre restringidas a pequeños círculos intelectuales. El resultado ha sido la marginalidad de la izquierda política en contraste con su fecundo aporte cultural. El resto de la explicación la conocemos: el carácter trágico del divorcio entre los sujetos interpelados por la izquierda y la izquierda misma, la ausencia de realismo político, la pérdida de un lenguaje popular, el síndrome del alma bella. Esta explicación se hace extensiva incluso a toda América latina donde, salvo algunas excepciones como Chile, se dice, predominaron los movimientos nacionalpopulares y no los partidos clasistas. ¡Y hasta se ha sostenido la desaparición misma del antagonismo derecha e izquierda! El resultado es o una izquierda melancólica y nocturna o un puñado de mesiánicos fuera de quicio. Pero ¿qué pasaría si de pronto comprendiéramos que ese carácter trágico y discordante es en realidad la figura del propio peronismo? Pongamos como ejemplo su crítica dependencia de las ideas y los movimientos políticos de la izquierda. Aunque como ideología no pueda más que combatir la lucha de clases, de ella dependió y depende dramáticamente. Para conquistar los corazones proletarios tuvo que derrotar al socialismo y al comunismo, aunque debió asumir su programa de reforma social y laboral. Su regreso en el 73 solo se efectivizó gracias al ascenso popular y la radicalización de izquierdas que con epicentro en el Cordobazo liquidó a la dictadura. ¿Cómo entender el tercer peronismo sin la revolución cubana y el ascenso continental protagonizado por movimientos y partidos que enarbolaron las banderas del socialismo? El peronismo, que forjó su doctrina en oposición al marxismo, que la combatió en los sindicatos, en las universidades, en los colegios y fábricas, no hizo más que, como decía Borges hablando de los espejos, reproducirla de manera infinita y abominable. Esa trágica existencia la sobrellevó más que ningún otro el mejor de los peronistas: John W. Cooke. Los comunistas en Argentina somos nosotros, dijo Cooke mientras su declive se hizo inexorable a medida que se acercó a la revolución cubana y la contemplaba como la culminación de toda revolución nacional. ¡El delegado de Perón! Su fatalidad personal, su alejamiento del General, su perenne aislamiento, ¡pero qué drama digno de un izquierdista! ¡Cuánta bella y sublime tragedia hay en el peronismo! Es que para Cooke como para esa colección exótica de izquierdistas peronistas, el socialismo era la etapa superior del peronismo. A secas el peronismo era sólo una promesa, un sujeto sin verbo, un atolladero. La verdad del peronismo como movimiento popular residió en el potencial igualitarista que la izquierda ofreció como identidad y anhelo durante más de un siglo y medio. El peronismo no se concibe sin combatir a la izquierda, pero es inconcebible sin ella. Esta contradicción viviente es la expresión del carácter transformista del peronismo, es decir, de su capacidad para hacer suyas las demandas populares que la izquierda asume como arietes anticapitalistas, y normalizarlas como actos cotidianos de gobierno. Lo paradójico de su existencia es tender a la autonomía estatal sin poder alcanzarla nunca. Su triunfo es al mismo tiempo su disolución. Ahora podemos ver, desde un ángulo distinto, la resurrección del clivaje izquierda derecha. En realidad atravesó toda la vida política durante la historia del siglo XX dentro y fuera del peronismo. Sin comprender el peso decisivo que la izquierda tuvo en la vida política nacional, dentro y fuera de los grandes partidos nacionales, la explicación de los procesos populares se nos vuelve un jeroglífico. El énfasis sobre el carácter trágico de la izquierda induce a pensar la actuación y eficacia de la izquierda únicamente como partido de vanguardia partisano e independiente, un error que le quita a la propia izquierda una visión más amplia y fecunda de su propio derrotero, con sus aportes, aciertos y equivocaciones, con sus agrupamientos, literatura y su expansión capilar por todo el tejido de la sociedad argentina. Tampoco se debería separar tajantemente la esfera cultural de la política, como si la batalla por las ideas que en los años 60 de desarrolló en el campo intelectual y cultural, no hubiese sido un factor de primer orden para moldear la percepción de amplísimos estratos populares sobre lo que era y lo que debía ser la Argentina como país y sociedad. E implica deshistorizar la lucha de clases, pues los procesos reales nunca se dan a priori con el molde ideológico y organizativo que esperamos los intelectuales sino mediante formas complejas y contradictorias, y el peronismo ha sido su máxima expresión, como lo ha retratado muy bien desde el punto de vista de la conciencia obrera Daniel James en su consagrado libro.
Y esto nos lleva al punto central y contemporáneo de la discusión sobre el peronismo y la izquierda, me refiero naturalmente al concepto de hegemonía acuñado por Gramsci. No encuentro un concepto más adecuado para definir la tarea política e intelectual que tenemos por delante el amplio y heterogéneo mundo de la izquierda. En mi opinión el concepto de hegemonía es crucial para la política de izquierda justamente cuando se dan fenómenos híbridos y transformistas, porque no busca tanto el evento de crisis total y ruptura dramática que pueden darse contra dictaduras o gobiernos antipopulares como en los 90, sino que encuentra el momento de escisión en la capacidad de superar dicha experiencia en un sentido anticapitalista partiendo del “buen sentido” popular, es decir, de los antagonismos existentes y las herramientas reales y efectivas con que cuentan las clases subalternas en un momento dado. No intenta imponer su visión exclusiva y apriorística sino que articula visiones, sentidos y significados que están en disputa. No se contenta con la democracia radical ni abandona la perspectiva clasista, al revés, la sumerge en el proceso histórico real y la coloca sobre cualquier visión esencialista y sociológica de la clase. Exige una teoría de la política y del Estado que abandone el economicismo y el instrumentalismo, y entienda el conflicto tanto contra como en el Estado, en las altas esferas del poder como en la epidermis de las relaciones cotidianas, en el conflicto entre el capital y el trabajo como en los múltiples conflictos sociales, articula la exigencia de soberanía nacional y la defensa del medio ambiente con una perspectiva socialista y democrática de la economía y las relaciones de poder. No hay una receta para el éxito, pero entender que la izquierda ha sido y sigue siendo un actor fundamental en la arena política argentina permite ser menos melodramáticos y más autoafirmativos, a condición de no reducir el mundo de la izquierda y comprenderla en toda su variada, amplia y rica tradición.