Muchos elementos que hacen a lo que genéricamente podemos llamar cultura de izquierda están presentes en innumerables experiencias sociales, culturales y políticas de la actualidad. Señalo sólo uno de esos elementos, quizás el más expresivo de la ola de movilización social que siguió a la crisis de 2001: el de la autoorganización. Movimientos sociales, empresas recuperadas por sus trabajadores, colectivos de arte, espacios socioculturales, editoriales independientes, asambleas  ciudadanas, grupos  ambientalistas, iniciativas de educación popular, medios de comunicación comunitarios, y un largo etcétera, continúan surgiendo y desarrollándose en todo el país. Al mismo tiempo, si su mera existencia es poco o nada conocida, y su labor se lleva a cabo casi imperceptiblemente para el resto de la sociedad, es porque  con pocas excepciones esas experiencias comparten un doble déficit caro a la cultura autogestiva que se expandió desde  el 2001: el de construirse a partir de disposiciones culturales demasiado autocentradas, poco propensas a abrirse al contacto y la mezcla, de un lado; y el de carecer de una expresión política capaz de articularlas, potenciarlas, y darles visibilidad, de otro. No en vano la cuestión del pasaje de lo social a lo político, o, si se prefiere, de construcción de un segundo nivel de lo político (aceptada la inherente politicidad de cada una de las prácticas de ese tejido social), permanece como uno de los más acuciantes problemas ya no sólo de resolución, sino siquiera de planteamiento, para las experiencias de “nueva nueva izquierda” que emergieron en Argentina y en el mundo  con posterioridad a la caída del Muro de Berlín. Añadamos de paso, ya en perspectiva histórica, que la debilidad de la izquierda en la Argentina de mitad del siglo XX en adelante debe bastante a esa tendencia a la subcultura y a las dificultades de hacerse permeable a los lenguajes y preocupaciones de la sociedad más vasta (y no me refiero con ello a los desencuentros con los motivos movilizados por el peronismo desde su emergencia, sino a una más genérica y amplia dificultad de penetrar la pluralidad de manifestaciones de la vida social y cultural de las clases medias y populares,  incluidas sus formas de consumo, sus prácticas y sus estéticas, sus aspiraciones y ansiedades, etc.).

Pero en la actual coyuntura, y en aras de una respuesta acotada, no quiero extenderme mucho más en las limitaciones de las izquierdas. Ocurre que con frecuencia esas y otras limitaciones han sido motivo de escarnio y aun de autoflagelo. En cambio, no sucede algo semejante con la tradición peronista, que ha sabido construir figuras ideológicas y argumentos retóricos que suelen inmunizar y tornar aceptables sus aristas más controvertidas. Atraídos inicialmente por el arco de políticas progresistas del gobierno, y en ese camino imantados por la populistización de la cultura y la política e incluso por el humor  antiizquierdista de buena parte del kirchnerismo, muchos intelectuales y figuras provenientes de la izquierda se muestran indulgentes y realizan concesiones impensadas años atrás a aquella tradición. De allí que, a contrapelo de esa tendencia, en la actual querella  entre peronismo y cultura de izquierda me interesa tomar un camino diverso al tanto más transitado del examen de las deficiencias, sin duda existentes, de las izquierdas. En lo que sigue, ensayaré  desmontar críticamente tres argumentos contiguos provenientes del primer polo (el peronismo) que tienen notable eficacia en el combate cultural y el concomitante debilitamiento del segundo  (la cultura de izquierdas). Se trata de construcciones ideológicas que datan de antiguo en la historia de los imaginarios políticos en Argentina, pero que han conocido una notable y pregnante reactivación en los últimos años:
 
1-. La izquierda es utópica, abstracta e idealista. Sólo el peronismo “muerde lo real”.
Mucho se puede discutir acerca de la eficacia de los ideales y principios considerados utópicos dentro de la cultura de izquierdas. Digamos solamente una cosa: la productividad de esos ideales, así como de las irrupciones que sin cristalizar en transformaciones sociales o institucionales producen  cisuras en los modos de pensar  la política, no debe medirse con arreglo a sus concreciones inmediatas y tangibles. Es propio de esos  fenómenos inaugurar horizontes que darán lugar a inscripciones y reapropiaciones a veces muy distantes en tiempos y espacios, y por ende difíciles de mensurar.  El enunciado “Proletarios del mundo, uníos!”, pronunciado en 1848, cuando la clase obrera  era una realidad no sólo inexistente en la mayor parte de los países del globo  sino de  muy  reducida presencia en  la propia Inglaterra, perfectamente podría haber sido tachado de utópico e idealista por los populistas de los siglos XX y XXI. Y sólo neciamente podrían negarse  las innumerables materializaciones y los poderosos efectos políticos que ese predicado tuvo en su posteridad. Quizás es más difícil todavía medir la eficacia del Mayo Francés, para muchos poco más que un happening que se evaporó rápidamente sin dejar secuelas  en lo real. Sin embargo, y aunque no resulte posible trazar relaciones lineales, no deberían despreciarse sus efectos en la afectación de subjetividades que pudieron incidir en la transformación de las relaciones sociales existentes.
Pero no me interesa tanto discutir eso, sino una operación ideológica crucial del discurso populista argentino. Tomo un ejemplo de muchos otros que circulan entre nosotros. En una nota a propósito de las manifestaciones opositoras al gobierno, el periodista oficialista Luis Bruschtein escribió que el odio “tiene raíces históricas en la Argentina donde la supuesta ilustración siempre apareció enfrentada al progresismo real de las masas”. Y a continuación reforzaba  la idea con una referencia a Jauretche (L. Bruschtein, “Odiólar”, Página/12, 22 de septiembre de 2012; agradezco la referencia a Pablo Hupert). Aunque esa indicación tenía como fin ofrecer una explicación de los masivos cacerolazos  antigubernamentales hegemonizados por la derecha, a menudo se escuchan asertos que se deslizan en dirección similar dedicados a los críticos de izquierda. De la frase de Bruschtein me interesa el sintagma “progresismo real de las masas”. Es indudable que el peronismo histórico, y en menor medida el kirchnerismo, produjeron significativas mejoras  materiales en la población. Pero la historia de las reformas sociales y culturales progresivas en Argentina —tanto las que tuvieron amplio alcance como las que tuvieron impactos focales, tanto las desarrolladas desde el Estado como aquellas impulsadas por la propia sociedad civil—, está lejos de reducirse a la historia del peronismo. El problema es que “progresismo real de las masas” para el gobierno es sólo aquello que se aviene a encolumnarse e identificarse en bloque  con él. La palabra “real” quiere decir eso. Todo otro progresismo, todo otro que no se encolumna, es declarado irreal. Y esa es una de las operaciones ideológicas básicas del populismo. Dicho de otro modo: no es que sólo los movimientos populistas “muerden lo real”, como se sugiere repetidamente en un subtexto interminable. Es que el populismo es una enorme descarga ideológica, y de gran efectividad, que proclama la irrealidad de todos los progresismos alternativos a su esfera. El populismo es el movimiento perpetuo que declara poseer  el monopolio de los progresismos de masas. Todo lo demás es marginal, utópico e, incluso, funcional a la derecha.
El populismo construye así un núcleo central de su acervo ideológico en su proclamada  distinción respecto a las ilusiones abstractas de las izquierdas. Una y otra vez declara correr con ventaja porque de veras entiende y se confunde con lo real, a diferencia de la exterioridad constitutiva del izquierdismo. Ese es quizás el más poderoso mito de origen del peronismo, cultivado a partir del venturoso encuentro inicial de Perón con el pueblo al que aspiraba la izquierda. Luego, además de todas las invectivas ramplonas de la literatura nacampopiana de los años ´50 en adelante, las referencias a figuras como el alma bella hegeliana o las manos sucias sartreanas dieron lustre intelectual a esa distinción. Pero esa renuncia del “realismo populista” a la dimensión utópica de la política frecuentemente retorna como elemento conservador. Así, nos dicen hoy muchos  amigos kirchneristas, no es posible una política sin gobernadores e intendentes patrimonialistas y clientelistas, no es posible un sindicalismo ajeno a prácticas mafiosas y corruptas, no es posible un modelo económico alternativo a la minería extractivista y a la sojización. Al renunciar siquiera a investir como problemas esas y otras varias rocas duras de lo real, los propios kirchneristas colocan una tapia a las posibilidades de transformación de su movimiento. He allí entonces la esencia del conservadurismo populista: muy a menudo,  en su pretendido amor por lo real el populismo acaba por confirmar a lo real en aquello que ya es.
Claro que se cometería una injusticia mayúscula si se atribuyese esa propensión a la realpolitik al conjunto de sectores que se reconocen  en la tradición peronista. Algunos pocos pero significativos espacios, que se cuentan no casualmente entre aquellos que buscan producir una zona de conjunción entre el peronismo y la cultura de  izquierda, se colocan  en una  posición diferente. Y mucho más importante: los momentos estelares de la historia peronista, aquellos que proyectaron a Perón y a Néstor y Cristina Kirchner como grandes líderes, han sido momentos de invención, de producción de novedades respecto a lo real existente. De allí que pueda decirse que, frente a las poderosas pinzas que sujetan y restan sustancia a las democracias occidentales en Europa y Estados Unidos, y que parecían también tener atenazada a la Argentina a comienzos de siglo, el decisionismo de los Kirchner constituye quizás el dato político más relevante de la última década en el país. En cambio, y sobre todo en los últimos años de batalla cultural y “ceguera nacional-popular” (la expresión, tomada de un debate puntual de hace un par de años, es de Ricardo Forster), el grueso  de los militantes que siguen a la presidenta, y entre ellos destacadamente los jóvenes, parecen haberse acomodado al realismo populista. Y es que pareciera que el peronismo extravía sus momentos de imaginación allí cuando deja de ser política para transformarse en ideología.
 
2-. Sólo el peronismo es capaz de encarar transformaciones sociales; incluso más, sólo el peronismo sabe y puede gobernar.
Esta proposición se sustenta en el hecho de que en la sinuosa historia de la democracia liberal argentina, le ha correspondido al peronismo en el poder buena parte de los cambios sociales progresivos, mientras que la mayoría de los otros gobiernos elegidos por el voto secreto y universal no ha podido culminar sus mandatos. Este dato proveniente del pasado histórico es indubitable. Pero lo que me preocupa  es su actual uso ideológico. En efecto, en el debate público se escucha  con frecuencia, incluso desde voces no kirchneristas o antikirchneristas, la atribución al peronismo de poderes  cuasi mágicos. Un curioso gen alojado en aquellos  que se consideran peronistas les aseguraría facultades para gobernar; por contraste, ese gen sería del todo ajeno a cualquiera que no se proclame peronista. Lo que se ha terminado de conformar  en los tiempos kirchneristas, a modo de una supuesta ley de hierro politológica o sociológica, es la noción de que sólo a los peronistas les es dado gobernar.
De esa creencia, no me interesa ahora tanto su justeza respecto al pasado, ni tampoco sus capacidades descriptivas del presente. Dada su silenciosa irradiación, prefiero llamar la atención sobre  sus potenciales poderes  performativos en el futuro. Esto es, que con arreglo  a aquello  que se afirma, la carga ideológica de ese predicado sancione a todo no-peronista con aspiraciones como inherentemente incapacitado para gobernar  o para encarar políticas efectivas de transformación. Que se trate de un ingrediente eficaz cuyas premisas colaboren  en la producción de la verdad que se viene a postular. Y que, a través de ese procedimiento veladamente tautológico, se opere  contra la dimensión contingente de la política, reduciendo el espacio de emergencia de posibilidades alternativas.
En suma, pareciera que incluso algunos escépticos lectores del Laclau de La razón populista acuerdan  ahora con él en que sólo hay política allí donde hay populismo. Pero la propia historia de los movimientos populistas latinoamericanos ofrece ejemplos que desmienten ese aserto.  Si hay voces seguramente alarmadas en exceso que aluden a una cierta tendencia a la priistización de la Argentina (esto es, a la perpetuación del peronismo en el poder y a la virtual absorción en su seno de todo el sistema político), y hay también los kirchneristas que siguiendo inconfesadamente un anhelo semejante prefieren ver a Scioli o a algún gobernador del interior a la cabeza del gobierno en el 2015 antes que a cualquier no-peronista de izquierda o centroizquierda, un espejo distinto y quizás más cercano que el del PRI mexicano lo ofrece el varguismo brasilero. Numerosos estudios de diferentes ópticas y concebidos en momentos y climas muy diversos han trazado puntos de comparación entre el peronismo y el movimiento prohijado por Getulio Vargas. Es sabido que ambas experiencias tienen muchos puntos en común, pero también muchas diferencias. Lo que aquí me interesa resaltar es simplemente que el Brasil ofrece un caso en el que la izquierda derrotó al populismo. Sin dudas, fue el golpe militar de 1964, y la larga dictadura que le siguió, quienes impactaron más directamente en el varguismo. Pero su última encarnación  de peso, el Partido Democrático Trabalhista (PDT) del caudillo Leonel Brizola, comenzó a deshilacharse recién luego de la sorpresiva victoria que le propinara el joven Partido de los Trabajadores  (por ese entonces una fuerza mayoritariamente marxista, auspiciada por una suerte de federación de movimientos sociales) en la primera vuelta de las elecciones presidenciales de 1989. Mientras el partido liderado por Lula arribaba así sorpresivamente al segundo turno, donde estuvo a punto de vencer al favorito Fernando  Collor de Mello, el PDT comenzaba un lento declive que vino a significar la sepultura final de los herederos del populismo clásico en el Brasil. Cierto que para finalmente llegar al poder el PT acabó abandonando buena parte de su fisonomía inicial, esa que lo había situado en el lugar del partido de izquierda más importante y a la vez renovador  del mundo en los albores  de la caída del Muro de Berlín. Pero la referencia viene simplemente a cuento de que la historia es más abierta e incierta de lo que a menudo  imaginamos. El del Brasil nos muestra un caso en el que un país dominado a mediados de los años ´50 por un movimiento populista, unas décadas después  pudo estarlo por una fuerza política proveniente de la cultura de izquierda.

3-. En Argentina, la cultura popular es mayoritariamente peronista.

 En este caso, se trata de un juicio menos  explícito, pero que a menudo funciona como un sobreentendido a partir del dato obvio de la actual hegemonía electoral y política del kirchnerismo, muy especialmente en los estratos populares. Sin dudas, quien se proponga establecer su veracidad  se topará ante un problema  de muy difícil resolución, que puede ser encarado  en diversos tipos de investigaciones específicas sin necesariamente arribar a una conclusión definitiva. Aquí simplemente me gustaría trazar algunas conjeturas tendientes a problematizar ciertos deslizamientos de sentido que se observan  usualmente. Señalo una anécdota a modo de ejemplo: hace un par de años, en charla informal de sobremesa con amigos mayoritariamente simpatizantes del gobierno se señaló que el fenómeno asociado a Los Redonditos de Ricota pertenece a la cultura nacional-popular. Si por esa noción entendemos una referencia a la cultura popular producida en Argentina, es obvio que estamos ante una expresión que le pertenece plenamente. Pero lo que en verdad se sugería en esa ocasión es que la cultura del rock vinculada a Los Redondos es peronista.

Mi impresión en cambio es que, a diferencia de lo que pudo ocurrir durante el peronismo clásico, la vinculación entre el kirchnerismo y el mundo popular es mucho más indirecta e inestable. Luego de la crisis de la versión argentina del Estado de Bienestar, y de la crisis de representación política que tuvo lugar en el 2001 (que, según algunas visiones, no ha sido suturada por completo), el voto parece asumirse de un modo mucho más episódico e instrumental. Más allá de los sostenidos esfuerzos del kirchnerismo por encontrar cauces organizativos, el 54% por ciento de los sufragios obtenidos por la presidenta no suelen  traducirse en otras expresiones visibles que no sean las del momento electoral. Así, como sugiriera recientemente Pablo Stefanoni en un análisis de las masivas movilizaciones opositoras del año pasado, pareciera que luego de las conmemoraciones del Bicentenario estamos ante el curioso caso de un populismo que ha perdido la batalla de las calles (al menos transitoriamente). Pero incluso la propia noción de la existencia de una cultura nacional-popular completamente autocontenida, de dudosa existencia en el pasado, hoy resulta todavía más ilusoria. Desde las primeras décadas del siglo XX, sino antes, nos hemos visto cotidianamente atravesados  por el sinnúmero de estímulos de lo que el antropólogo brasilero Renato Ortiz denominó cultura internacional-popular. El rock, por caso, en sus múltiples variantes, es una de sus más fecundas y extendidas expresiones.

Pero si el que acabo de mencionar es un consabido rasgo constitutivo de las sociedades modernas,  también es bien conocido que en las últimas décadas las identidades unanimistas han experimentado poderosos embates. En la Argentina, en diálogo implícito con las perspectivas que contemporáneamente desarrollaba Zygmunt Bauman, fue Ignacio Lewkowicz a comienzos de los años 2000 el que emprendió con mayor sistematicidad un camino exploratorio de los elementos de la “sociedad de la fluidez”. La yuxtaposición de la hegemonía mercantil, la precarización y la polivalencia laboral, y el advenimiento de las nuevas tecnologías digitales, habrían dispuesto un escenario dispersivo de fragmentos sociales diseminados e identidades astilladas. El kirchnerismo representa sin dudas  una afanosa  reacción ante esa nueva situación. Pero se trata de una respuesta estructurada en dos momentos claramente diferenciables: si en el primero de ellos el kirchnerismo de la transversalidad puede pensarse como un intento de construcción de una política en homología formal con esa sociedad fragmentaria —un ensayo  por enhebrar parte de ese conjunto diverso de identidades sin violentarlas en exceso en sus respectivas singularidades—, desde  el año 2008 aproximadamente asistimos a una cada vez más decidida tentativa por volver a construir un pueblo-Uno allí donde reina lo múltiple. La así llamada “batalla cultural”, con episodios estelares como las celebraciones del Bicentenario y el revival de la cuestión Malvinas, pero con una miríada de iniciativas adicionales de descarga ideológica sobre la sociedad provenientes desde agencias del gobierno y grupos afines, ha estado dirigida a ese cometido. Como también  la búsqueda por construir una cultura popular hegemónica y duraderamente peronista. El tiempo nos dirá del éxito del kirchnerismo en esa iniciativa.