1.

Una perspectiva de recepción crítica del legado ilustrado debería comenzar por diferenciar dicha tradición de ciertas corrientes particulares, como el positivismo y el racionalismo, con las que, posmodernismos varios mediante, se la ha tendido a identificar. En el mismo sentido, es necesario revisar por abusivos y simplistas los análisis críticos que tienden a convertir a la “razón ilustrada” en una entidad efectivamente operante en la historia, responsabilizándola del grueso de los males de la modernidad capitalista, subordinando explicaciones causales socio-económicas más adecuadas. Del mismo modo en que resultaría improcedente recuperar  en bloque el legado iluminista, y pretender, por ejemplo, retornar a una idea ilustrada de Razón, también debe asumirse la necesidad de una praxis dialógica con otras tradiciones culturales de la modernidad (romanticismo, historicismo, etc.). La construcción de una nueva hegemonía cultural y moral, por ejemplo, no puede prescindir del recurso al mito, como bien señalara Mariátegui.

Sin embargo,  todo esto es demasiado general. Es necesario precisar, entonces, que la discusión sobre la recepción crítica del legado cultural ilustrado pone en juego consideraciones, en primer lugar, epistemológicas y recién de un modo indirecto tiene consecuencias sobre la práctica política. Esta consideración, aunque obvia, es necesaria contra un exceso filosofista del que adolece buena parte del pensamiento crítico contemporáneo, por el cual tiende a identificarse ciertos planos discursivos (como el epistemológico o el ontológico) con el terreno estrictamente político. Con arreglo a nuestro tema, esto significa que es limitado el alcance de la filosofía política sobre el romanticismo, el mito o el historicismo. Es necesario tener un mito político efectivo, por ejemplo, que convoque  a la evaluación crítica y teórica. Y como el actual proceso político es lo que suscita esta interrogación, es necesaria cierta contundencia al respecto: en la actual etapa, el mito político del peronismo (incluso cierta recuperación gubernamental del setentismo revolucionario) es más un vehículo de legitimación de la hegemonía política de un gobierno bonapartista antes que un instrumento con potencialidad crítica o disruptiva. Se trata de un dispositivo simbólico, hoy denominado relato, del que hay que reconocer su eficacia en manos de la intelectualidad oficialista, considerando el halo épico con el que se recubrió un “modelo” de expectativas populares bien modestas y de fuerte compromiso con lo peor de la realpolitik.

Reconocer como una posibilidad efectiva la transformación de las condiciones presentes, abrir el futuro hacia expectativas de emancipación y justicia, requiere no sólo de los escrutinios críticos de la razón sino también, y de un modo fundamental, del recurso  a los mitos y símbolos donde  anidan los anhelos  populares de una vida mejor. La reconstrucción de una perspectiva socialista para nuestro tiempo tiene poco por recuperar  del mito de la “comunidad organizada entre el capital y el trabajo” y mucho del momento utópico que recorre  los momentos de auto-actividad y auto-organización popular.  Momentos donde  el pueblo, convertido en “fuerza beligerante”, concretiza la utopía y expande el presente al proyectar, aquí y ahora, la posibilidad de cambiar la vida y transformar la sociedad.
 
2.
El kirchnerismo, surgido en una etapa marcada  por la crisis de hegemonía de 2001, supo articular algunos elementos que lo proyectaron como una experiencia política de largo alcance: ha trabado compromisos estratégicos con el desarrollo del agro-negocio y de un modelo extractivo (aunque desviando parte de la renta agraria para el estímulo de algunas industrias de ensamble local), a la vez que ha otorgado ciertas concesiones sociales y democráticas a los sectores populares.  Un fenómeno político de esta naturaleza, populista o nacionalista, portador de ciertas dosis de reformismo social, significó siempre un importante desafío para la izquierda anticapitalista, como lo atestigua la experiencia del peronismo y el desencuentro histórico de la clase trabajadora con la cultura y las organizaciones de la izquierda marxista.
La izquierda tradicional, y su estrategia de “espera mesiánica de la Gran Crisis”, se encuentra desarmada para intervenir en una coyuntura de estas características, expresando una impotencia estratégica general. Reconstruyamos someramente los fundamentos teóricos de este “mesianismo”. En la izquierda trotskista —para tomar el ejemplo paradigmático— la sexagenaria  caracterización de la etapa del capitalismo como de estancamiento crónico (derivada de la célebre tesis de Trotsky respecto a que las fuerzas productivas “han cesado de crecer”) conduce a una estrategia política de ofensiva permanente, según la presunción de que las rebeliones espontáneas de los sectores populares,  la irrupción del movimiento obrero y el desprestigio de los gobiernos burgueses serían más o menos inevitables e inminentes, compungidas las masas por la crisis capitalista que arrojaría a los trabajadores a la lucha, generando el caldo de cultivo para el desarrollo de la organización de vanguardia. Por tanto, la actividad política se reduce en lo fundamental a la agitación (para favorecer la rebelión de las masas) y la propaganda (para ganar a los mejores  elementos de la vanguardia). El trotskismo, decía Sartre, es el “arte de la espera”.
Saludablemente, la izquierda militante de nuestro país desde hace tiempo no se reduce a las organizaciones partidarias tradicionales. Desde hace más de una década asistimos a un lento y molecular  proceso  de recomposición política de las clases subalternas que tiene su mejor expresión en un conjunto de experiencias organizativas que están comenzando a refundar el “anticapitalismo militante”. Para nosotros, varios elementos fundamentan la expectativa de que la militancia social desarrollada durante los últimos años constituya el embrión de una nueva izquierda en nuestro país. En primer lugar, el compromiso con el desarrollo de una nueva cultura política y el afán de superar los marcados  rasgos  aparatistas, sectarios y burocráticos de la izquierda tradicional, así como sus tendencias auto-proclamatorias que inhiben la confluencia sana entre diferentes corrientes políticas. En segundo lugar, una perspectiva estratégica que tiende a concebir la lucha política como construcción de hegemonía, es decir, como el progresivo despliegue de una nueva constelación intelectual, moral y cultural, con sus propios valores y prácticas, instituciones políticas y relaciones sociales. Estos momentos de anticipación social y política de una nueva sociedad no constituyen “islas de comunismo” como quería el mal envejecido autonomismo (desconociendo las limitaciones estructurales que impone el capitalismo a la expectativa de construir una sociedad comunista en su propio seno, tal como ya lo señalara Marx en su discusión con los cooperativistas). Se trata más bien de experiencias de empoderamiento de las clases subalternas, de transformación subjetiva y organizativa de las mismas, de visibilización material de las posibilidades de organizar bajo nuevas bases los diferentes aspectos de la producción y reproducción de la vida social. La constitución de una cultura socialista, la politización de la vida cotidiana, las experiencias moleculares anti-burocráticas, son la condición y el reaseguro para las disputas propiamente políticas, no su reemplazo.
En alguna medida, podemos  pensar que la situación de “crisis de alternativa” en la que está inmersa la militancia anticapitalista, fruto de la dura “derrota histórica” que sufrió la izquierda como señalara Perry Anderson, nos ubica en una etapa similar a los orígenes del movimiento socialista. Las estrategias a desarrollar pueden encontrar, entonces, algunos  paralelos.  La creación de una contracultura socialista y la construcción de relaciones sociales solidarias en el marco de experiencias organizativas populares es una tarea de primer orden  (como antaño promovían los viejos anarquistas y socialistas en bibliotecas populares y cooperativas, y hoy lo hacen los movimientos sociales, en bachilleratos populares y emprendimientos productivos). Este tipo de intervenciones tienen un énfasis “defensivo”, propio de una etapa que tiene por objeto desandar  décadas de retrocesos materiales y subjetivos de las clases subalternas, pero también un alcance estratégico. Si algo podemos  concluir del hecho de que las tentativas revolucionarias del pasado hayan concluido en nuevas relaciones de opresión y dominación es que las tareas relativas al desarrollo de la auto-actividad y la auto-organización de las clases subalternas adquieren un valor fundamental.
Actualmente, existen condiciones para proyectar la confluencia de estas experiencias organizativas en una herramienta política de nuevo tipo. Abandonadas  las concepciones micro-políticas  ingenuas, que  eliminaban el  momento específico de  la articulación política, se abre la posibilidad para avanzar teórica y prácticamente en la tarea de repensar la cuestión de la organización (para lo que disponemos de los significativos debates sobre la materia que atravesaron a la larga tradición del movimiento socialista, opacados  por la insuperable atracción que ejerció el “modelo bolchevique”). Es necesario, en esta perspectiva, superar las lógicas sectarias y ensimismadas del “mini-partido”, para utilizar la expresión de Hal Draper, y concebir la constitución de una herramienta política en términos procesuales, donde la izquierda socialista y anti-burocrática se constituya en tendencia dispuesta a auto-organizarse políticamente en conjunto con otras experiencias populares y corrientes políticas tendencialmente anti-capitalistas. En el horizonte de refundar  la izquierda revolucionaria en nuestro país ésta empieza a ser la tarea fundamental de nuestra coyuntura.