1.
Es difícil responder a esta pregunta por fuera de las dinámicas reales de las izquierdas y de los sujetos que deberían renovar la “tradición de izquierda”. En mi opinión, no es posible pensar una actualización tout court de los amplios debates y discusiones que Altamirano trata en el libro en las condiciones del mundo actual. La propia idea de pueblo es hoy problemática —al menos en el sentido de los años 50, 60 ó 70—. Aunque sigue habiendo obreros y sindicatos, la clásica interpelación obrera parece arar en el desierto (y creo que decir que ahora hay una pluralidad de sujetos no resuelve mucho las cosas). Así, el propio clivaje izquierda/derecha encuentra cada vez más problemas. No creo que tenga sentido seguir pensando qué hacer con el peronismo, a menudo ello conduce a “hacerse peronista” (o kirchnerista), a veces a partir de tardíos “descubrimientos” del peronismo.
Aunque creo que sigue siendo políticamente productivo, la vigencia del término izquierda no se relaciona en mi opinión con su capacidad para armar un “gran clivaje” izquierda/derecha. Su potencialidad se vincula a objetivos más limitados pero no menos potentes: una agenda de izquierda puede poner en debate temas que ni el nacionalismo ni el indigenismo van a propiciar, en pos de una democratización radical de la sociedad. Además de una agenda anticonservadora en el terreno ético-moral, la izquierda debería reponer lecturas socioeconómicas del conflicto social que las visiones binarias del nacionalismo sólo lee en términos organicistas. Lo mismo vale para discusiones sobre posibles articulaciones Estado/mercado que indigenistas y poscoloniales intentan resolver con cuestionamientos genéricos a la civilización occidental y los nacionalistas mediante lecturas politicistas (empresarios “patriotas” o “antipatriotas”, por ejemplo) o ilusiones desarrollistas de matriz “cincuentista”. La anulación de la pertinencia de la vigencia del término “izquierda” suele generar, a menudo, un silencio sobre esa agenda que es neurálgica a la hora de pensar el cambio político, social y cultural.
Creo que la luz de los actuales procesos latinoamericanos, no se trata de reclamar el privilegio ontológico de la izquierda sobre otras matrices y tradiciones, sino de pensar una posible articulación entre izquierda, nacionalismo popular y democrático e indianismo/decolonización para pensar un proyecto emancipatorio que dé cuenta y luche contra una pluralidad de opresiones. Esto no tiene nada de particularmente nuevo; lo nuevo, en todo caso, es que ya no se trata sólo de un debate teórico en un auditorio universitario, sino de una discusión que define tomas de posición concretas frente a los gobiernos “populares” realmente existentes. Pero esas articulaciones están llenas de puentes y precipicios.
2.
Creo que el problema es que lo que podríamos llamar la “cultura de izquierda” se ha debilitado al extremo, al menos si hablamos de una cultura asentada en cierto tipo de instituciones (partidos, sindicatos, espacios culturales…). Por otro lado, pervive — e incluso se ha expandido— un sentido común o sensibilidad que en general pivotea en el nacionalismo de izquierda, el latinoamericanismo, etc. Pero el debilitamiento de la “cultura de izquierda” es un fenómeno más general. Es notable que en el ámbito latinoamericano, en los que suelen ser llamados gobiernos radicales (Venezuela, Bolivia, Ecuador) sus fuentes de radicalidad no provienen tanto de la izquierda como del nacionalismo (clivaje patria/antipatria, estatizaciones, antiimperialismo, etc). En estos países, izquierdas más bien débiles y dispersas encontraron en el nacionalismo (y el indigenismo) tablas de salvación para revivir. Entretanto, las izquierdas que alcanzaron el gobierno (Brasil, Uruguay y en parte el Partido Socialista chileno) sufrieron en mayor medida los impactos de las crisis ideológicas de la socialdemocracia y del marxismo, y evolucionaron hacia una centroizquierda que hizo que aunque se mantiene “la cultura” de izquierda, sus posiciones carecen de un horizonte de transformaciones en el que insertar las reformas en marcha y son rehenes de un posibilismo a menudo bastante extremo (eso no quita que en las alas izquierdas de estos partidos se siga hablando incluso de socialismo pero ello está desarticulado de proyectos de transición efectivos y viables).
En el caso argentino, lo que en el libro Altamirano llama las “izquierdas tradicionales” o están casi en vías de disolución (el Partido Comunista) o hace tiempo que es difícil calificarlas como de izquierda (el Partido Socialista). Por otro lado, están los grupos trotskistas que mantienen un peso más bien testimonial o acotado a ciertos espacios no generan culturas políticas ni irradiaciones ideológicas significativas: es notable que pese a la cantidad de dirigentes intelectuales que militan en forma profesional estos grupos no hayan podido (o querido) producir una obra significativa sobre la historia, la economía o la política argentina. Notablemente, el maoísmo (Partido Comunista Revolucionario) muestra una fuerte ductilidad para participar en frentes de masas: universidades, la Corriente Clasista y Combativa, Plataforma 2012, con posiciones generalmente nacionalistas. Pero en todos estos casos creo que se trata de culturas de izquierda residuales —y a menudo desacopladas de los “estilos de vida” de los propios militantes— e incapaces de dar cuenta de muchos de los fenómenos del mundo actual.
Finalmente hay una variedad de agrupamientos que suelen combinar ciertas visiones “populistas” sobre el pueblo con influencias más nuevas como Antonio Negri, el zapatismo e ideas sobre la construcción de poder popular territorializado (como el Frente Darío Santillán, algunas agrupaciones piqueteras y universitarias, etc.). Quizás sean estos los que han renovado en parte la cultura militante, aunque en general tienen muchas dificultades para crecer más allá de ciertos espacios específicos y suelen afrontar diversos tipos de crisis.