Este documento define los elementos fundamentales que nos constituyen como espacio político. Nos agrupamos para aportar a la lucha popular y a las tareas de construcción de una herramienta política antimperialista y anticapitalista. Queremos contribuir al desarrollo de un nuevo proyecto emancipatorio y de una filosofía de la praxis que esté a la altura de las luchas sociales actuales. Nos sentimos un afluente dentro del amplio conjunto de compañeras y compañeros trabajadores, militantes sociales y culturales, estudiantes e intelectuales, que aspiramos a construir una alternativa política para la emancipación.
- I HIPÓTESIS ESTRATÉGICAS
Democracia Socialista es una nueva agrupación política y una “comunidad de ideas”. Un colectivo de propaganda e intervención política para la reconstrucción de un proyecto socialista y democrático para nuestro siglo. Reivindicamos las mejores páginas del marxismo revolucionario, ubicando a las figuras de Marx, Engels, Lenin, Trotsky, Rosa Luxemburgo y Gramsci como los fundadores de nuestra tradición. De nuestro continente hacemos propio el legado revolucionario de quienes hicieron del marxismo latinoamericano una “creación heroica” y no la aplicación mecánica de los clásicos, como es el caso de Mariátegui, Mella o el Che Guevara. Procuramos recrear la genuina tradición del marxismo revolucionario para ponerlo a la altura de las condiciones sociales y políticas actualmente existentes, siendo sensibles a las características de nuestro suelo nacional y de las subjetividades populares.
¿Nuestro proyecto? El socialismo libertario y autogestivo. Recuperar las aspiraciones igualitarias y democráticas de las derivas burocráticas que oscurecieron en el pasado los anhelos emancipatorios. Aportar a la reconstrucción de una estrategia anticapitalista a la altura de nuestro tiempo y sus luchas. “He aquí una misión digna de una generación nueva”.
Hacia un nuevo marxismo revolucionario
La situación de “crisis de alternativa” – para utilizar la expresión de Perry Anderson – en la que se encuentra la militancia anticapitalista en todo el mundo – fruto de la derrota histórica que sufrió la clase trabajadora en la última etapa y del fracaso de las experiencias del “socialismo real” – refuerza la necesidad de evitar toda relación dogmática con las propias tradiciones teóricas. Debemos situarnos en el marco de una larga y colectiva tarea de rearme teórico, político y programático que pueda dar lugar a un nuevo marxismo revolucionario. Tenemos a mano, para afrontar esta tarea, lo mejor de los aportes que se han elaborado al calor de más de un siglo de lucha de clases, incluso por fuera de la tradición marxista. Debemos apostar a una sana vocación de síntesis entre diferentes expresiones teórico-políticas, lejos de cualquier eclecticismo. Las tradiciones del consejismo, el trotskismo, las diferentes corrientes libertarias y anti-estalinistas, la nueva izquierda de los sesenta, el guevarismo, son afluentes fundamentales de nuestro acervo estratégico, pero todas ellas insuficientes para dar cuenta de las luchas sociales actuales. Junto a las elaboraciones teóricas del marxismo durante el último siglo, lo mejor del feminismo socialista, de la ecología anticapitalista, de la teoría social crítica, también son eslabones fundamentales en la construcción de una nueva constelación teórica que pueda convertirse en fuerza material al enraizarse en las masas.
El compromiso con un horizonte de rearme teórico nos exige encarar un balance serio de las experiencias revolucionarias del siglo pasado y de nuestra historia más reciente. Debemos empezar por dar cuenta del devenir opresivo de la mayor tentativa emancipatoria de la modernidad y de los peligros que acechan desde adentro a las aspiraciones revolucionarias. Rechazamos las explicaciones convencionales, tanto las críticas vulgares liberales – que se despachan contra la supuesta voluntad autoritaria a la base de toda pretensión de transformación social radical – como también la caracterización de las formaciones sociales post-revolucionarias como “estados obreros burocráticamente degenerados”. Esta última explicación se revela como un obstáculo teórico y político en tanto subestima la complejidad de los fenómenos de burocratización y su vinculación no solo con aspectos objetivos – como la miseria, la escasez, la desmoralización y desgaste de la vanguardia – sino también con una base subjetiva, relacionada con las opciones estratégicas y las formas organizativas puestas en juego. No creemos que la “forma-partido” como tal sea responsable de la burocratización de las experiencias revolucionarias, ni observamos una continuidad entre la revolución bolchevique y la contrarrevolución burocrática que llevó el nombre de estalinismo. La burocratización responde, por empezar, a fenómenos de largo alcance histórico, como la división social del trabajo y la creciente complejidad de las sociedades modernas. Pero sí consideramos que, lejos de toda idealización, debemos balancear críticamente varias medidas y formas organizativas que impulsaron los bolcheviques en circunstancias de “emergencia”, reconociendo que subestimaron los “peligros profesionales del poder” y facilitaron la deformación burocrática posterior.
Lejos de un simple debate teórico, histórico o académico, en el balance de estas experiencias históricas se anudan y sintetizan algunos de los grandes dilemas para la reconstrucción de una estrategia socialista.
El socialismo de nuestro tiempo
Nos pronunciamos decididamente por un marxismo que parta del reconocimiento de que la emancipación de las y los trabajadores “será obra de los trabajadores mismos”. Un marxismo que recupere el “hilo rojo” del socialismo desde abajo, que defienda la independencia política de las clases subalternas en incesante disputa con cualquier proyecto de conciliación de clases, ya sea en sus variantes reformistas o populistas. Para el desarrollo de una perspectiva socialista y democrática será vital que la clase trabajadora asuma un rol central y hegemónico capaz de organizar una fuerza social emancipatoria que agrupe a un conjunto de fuerzas populares y sectores sociales. Esta centralidad de la clase trabajadora la entendemos por fuera de cualquier concepción apriorista o esencialista del sujeto social. La hegemonía que emana de la lógica de producción y reproducción del capital no ha dejado de ser vertebrante de nuestro ser social, si bien no explica la totalidad de las relaciones de poder que atraviesan a los múltiples sujetos sociales. Es así que partimos de reconocer que resulta insustituible el protagonismo de la clase trabajadora y su auto-emancipación en la lucha contra el capitalismo. Los conflictos en torno a las cuestiones de género, ambientales, de identidades sexuales, étnicas o nacionales precisan, por su parte, de una vocación militante regida por objetivos y prioridades particulares, pues no son reductibles, no se superponen ni se subsumen en la contradicción capital-trabajo, pero a la vez están íntimamente vinculados y funcionalizados por los mecanismos actuales de apropiación del capital y explotación del trabajo. Una perspectiva emancipatoria debe colocar en un lugar central la lucha contra la opresión de la mujer. El patriarcado es un sistema de dominación que atraviesa los diferentes modos de producción a lo largo de la historia y no se reduce, por tanto, a mera manifestación particular de la contradicción de clase. Pero el capitalismo no se limita a reproducir una opresión milenaria sino que la resignifica de acuerdo a sus propias necesidades, dándole un tono particular. Necesitamos construir un feminismo socialista y complejo, que pueda articularse con la lucha anticapitalista sin indistinguirse, que pueda dar un combate a fondo contra el patriarcado en todas sus manifestaciones, sin aislarse ni sectarizarse.
Partimos del reconocimiento del rol ineludiblemente protagónico de las masas, de su cultura y de sus propias instituciones en todo proceso de transformación social. Concebimos al socialismo no como un proyecto de iluminados jacobinos sino como la construcción democrática del auto-gobierno popular y al proceso revolucionario como un acontecimiento que se comunica con los mejores momentos de la historia nacional de las clases subalternas. Entendemos la política como construcción de hegemonía, es decir, como el proceso en el cual las clases subalternas van construyendo colectivamente una nueva constelación cultural y moral, en donde vertebrar y prefigurar una nueva sociabilidad en base a sus propios valores, prácticas e instituciones, en disputa con las actualmente hegemónicas.
No podemos seguir entendiendo a la “toma del poder” como la precondición absoluta de toda transformación social. A diferencia del pasaje del feudalismo al capitalismo, donde la burguesía pudo desarrollar su poder económico en paralelo a la sociedad feudal, la transición al socialismo no puede gozar de esa ventaja. Las limitaciones estructurales que impone el capitalismo a la expectativa de construir una sociedad comunista en su propio seno, ya fueron señaladas por Marx en su famosa discusión con los cooperativistas [1]. A diferencia de los procesos sociales precedentes, la superación de la sociedad burguesa no puede consistir en una mera revolución política que corone una transformación social y económica previamente desarrollada. Esto da lugar al dilema fundamental de la lucha anticapitalista: el carácter constitutivamente inmaduro de la transición al socialismo en base a la asimetría fundamental entre el carácter “político” de la revolución y la profundidad de las aspiraciones sociales, cultural, productivas y subjetivas de la transformación. Por ende, la ruptura revolucionaria es un peligroso salto hacia adelante del que siempre pueden sacar provecho las direcciones burocráticas, que se favorecen de la inmadurez subjetiva y organizativa de las clases subalternas. No podemos saltar de un solo golpe sin tomar impulso. Esto nos pone frente a la exigencia de tomar en toda su radicalidad las “tareas preparatorias”. Sin la pretensión ingenua de construir “islas de comunismo” en el seno de la sociedad burguesa, apostamos a que nuestras construcciones prefiguren la sociedad que anhelamos, en la línea del Marx que consideraba a los sindicatos como “escuelas de socialismo”. Es decir, desarrollar experiencias de anticipación social y política en tanto momentos del empoderamiento de las clases subalternas, de transformación subjetiva y organizativa de las mismas, de visibilización material de las posibilidades de organizar sobre nuevas bases los diferentes aspectos de la producción y reproducción de la vida social. El desarrollo de una cultura socialista, las prácticas moleculares anti-burocráticas, la politización de la vida cotidiana son la condición y el reaseguro para las luchas estrictamente políticas, no su reemplazo.
Movimiento social y herramienta política
Es fundamental reconocer la multiplicidad y la complementariedad de las organizaciones de las clases subalternas. En nuestra etapa consideramos importante tanto la construcción de una organización política de cuadros, de la cual DS solo apunta a ser un modesto afluente, como un amplio movimiento social y político anti-capitalista. Un movimiento que prefigure instancias autónomas y políticamente unitarias de las clases subalternas, donde su misma existencia sea embrionariamente portadora de una “nueva dialéctica” entre lo político y lo social. Un frente anticapitalista donde puedan convivir democráticamente una multiplicidad de tendencias políticas, fracciones, círculos y corrientes de opinión. La disputa de tendencias dentro de un movimiento socialista es el mecanismo que posee una organización anticapitalista para asimilar sus errores y exponer a la experiencia de la práctica social los diferentes planteos y perspectivas. Es también un mecanismo que evita el fraccionalismo propio de las concepciones que sostienen que una organización revolucionaria debe tener posiciones uniformes.
Partiendo del reconocimiento de la pluridimensionalidad organizativa de las clases subalternas, la organización política de cuadros (llámese partido, núcleo o corriente) aunque no es el único protagonista de la lucha social, de ningún modo es prescindible como dictan los prejuicios espontaneístas y anti-partido recurrentes en los últimos años. Avanzar hacia nuevas formas partidarias, que puedan reconstruir creativamente formas democráticas de centralización, que reconozcan la autonomía de los movimientos sociales, que aporten a la politización de las clases subalternas sin reproducir lógicas verticales ni autoritarias, es una tarea estratégica y de largo aliento.
Contra los prejuicios dogmáticos, estos métodos organizativos no son un invento actual sino, por el contrario, constituyen capítulos fundamentales de la historia organizativa de las clases subalternas, ya sea bajo la forma de partidos, movimientos o frentes. La articulación de un momento unitario, de centralización y homogeneidad ideológica, junto al desarrollo de movimientos de masas amplios, animó la construcción de los partidos socialdemócratas del siglo XIX (en el Partido Socialdemócrata alemán cohabitaron en disputa durante años Rosa Luxemburgo y Berstein en el seno de una construcción político, social y cultural que involucraba a millones de trabajadores). También es un ejemplo de esto el mismo Partido Bolchevique, caracterizado por una rica e intensa vida interna, protagonizada por múltiples corrientes de opinión y facciones. El POUM español y la breve experiencia del FAS en nuestro país son otras referencias político-organizativas marcadas por la articulación inteligente de centralismo y movimientismo [2]. En la actualidad los partidos anticapitalistas amplios de la izquierda radical europea recuperan parte de esta tradición organizativa. Y en nuestro país, los variados procesos de estructuración de organizaciones sociales en diversas formas de corrientes políticas también expresan parcialmente una lógica similar.
Existen también valiosos antecedentes teóricos de nuestro planteo de articular organizaciones de cuadros y movimientos político-sociales amplios. Los encontramos en las incipientes posiciones de Marx, que consideraba al “partido comunista” como una tendencia entre otras – la más decidida, la más consecuente, la de mirada más estratégica – interior a las instancias de auto-organización política de la clase obrera. En la concepción luxemburguiana del partido-proceso, es decir de la organización política como un instrumento flexible, provisorio y cambiante al servicio del movimiento obrero. También en las reflexiones gramscianas sobre la hegemonía y el “intelectual colectivo” y en la crítica de Hal Draper a la “forma-secta”. Más allá del balance fuertemente crítico de ciertos excesos centralistas y sustituistas, reivindicamos abiertamente el aporte irreductible de Lenin, su reconocimiento del momento insoslayable de la lucha política y la crítica al “inmanentismo” social por el cual se presume una continuidad espontanea entre las posiciones de clase y la conciencia socialista, con la consecuente prescindencia de la herramienta política.
Etapa, programa y reformas
No consideramos que el capitalismo esté en una etapa declinante definitiva, ni que las fuerzas productivas hayan “cesado de crecer”, ni adherimos a las caracterizaciones “catastrofistas” sobre la crisis capitalista. De esto se desprende que no consideramos una táctica adecuada la agitación exclusiva de las consignas “transicionales” formuladas por Trostky ante la crisis capitalista y la inminencia de la guerra mundial en los años treinta. El Programa de Transición de 1938 cobraba su sentido, actualidad y vigencia en un contexto de ofensiva de masas y estancamiento terminal del capitalismo, como el que Trostky proyectó para la posguerra y que no fue verificado en ningún sentido. Afirmar que los socialistas deben articular orgánicamente toda reivindicación mínima con alguna transicional, en una situación no revolucionaria, es condenarlos a metodologías sectarias, que en lugar de profundizar su inserción en las masas y desarrollar su conciencia, los aíslan. De esto se desprende que en etapas de dominio estable de la burguesía no se puede descartar las reivindicaciones inmediatas del programa mínimo, independientemente de cualquier “escalera transicional”, sin que eso signifique una resignación en el reformismo. La conquista de reformas producto de la lucha, que redunden en beneficios materiales y subjetivos para las masas, cumplen el objetivo de reforzar la confianza en la propia fuerza por parte de las clases subalternas y sirven de plataforma para proyectarlas hacia sus objetivos estratégicos.
Pero el restablecimiento con pleno derecho de las reivindicaciones del programa mínimo no conduce a la conclusión de que la única tarea para vincular las luchas actuales con el objetivo final por el socialismo sea la propaganda, aunque ésta sea una labor necesaria para la construcción de una ideología de masas alternativa a la dominante. Si una ventaja tenía el viejo Programa de Transición era el de apostar a una concepción práctica de la construcción de conciencia entre las clases subalternas. Para nosotros sigue siendo necesario articular el trabajo reivindicativo que puede conquistarse en el marco del capitalismo con nuestro programa estratégico, es decir, enlazar orgánicamente las preocupaciones inmediatas de las masas con el socialismo, pero de un modo acorde a las condiciones sociales y políticas actuales. Un posible “programa de transición” para nuestro tiempo debe reconocer que una lucha reivindicativa no solo conduce a eventuales resultados “materiales” sino que también confiere un poder propio de la acción común de las clases subalternas en lucha. Poder sobre la organización del trabajo, sobre las condiciones laborales y organizacionales, sobre la capacidad de restringir la lógica de gestión capitalista. Poder en base al desarrollo de relaciones sociales, políticas y productivas alternativas a las dominantes. Un poder, también, propio de la organización cooperativa y democrática que se desarrolla en la lucha. Estos poderes obreros y populares, esa ampliación de la soberanía política de las clases subalternas, tal como puede encontrarse en la consigna clásica del “control obrero”, cumplen un papel prefigurativo de la sociedad que anhelamos. Estas medidas y consignas deben también considerarse transicionales y resultarían complementarias a las luchas propias del programa mínimo, en un nuevo programa de transición, coherente con la coyuntura y las luchas actuales.
Democracia socialista y nueva cultura política
Empezando por nuestras propias organizaciones y construcciones debemos reconocer que la más amplia democracia es el fundamento de cualquier proyecto de emancipación. Lejos de todo fetichismo metodológico, debemos forjar mecánicas organizativas y prácticas políticas que superen los rasgos sectarios, burocráticos y facciosos característicos de la izquierda tradicional. Aspirar a la construcción de formas democráticas de socialismo exige ir avanzando en la construcción unitaria entre diferentes tendencias políticas en el seno de frentes y organismos de masas, lejos de la lógica propia del partido único. Debemos comenzar por prefigurar una cultura militante y una convivencia política que pueda metabolizar la necesaria lucha ideológica sin sacrificar las instancias unitarias, democráticas y de masas. Para no repetir experiencias frustrantes, las emergentes organizaciones de la izquierda solo pueden fundarse sobre una nueva cultura política, donde los sujetos se formen en el estado de alerta permanente frente a los riesgos perpetuos del micro-clima sectario, la sacralización dogmática del saber y las cristalizaciones de poder burocrático. Si no apostamos con todas nuestras fuerzas a renovar los métodos y la cultura política de nuestras organizaciones difícilmente podamos resolver el fenómeno histórico de la creciente fragmentación de la izquierda anticapitalista y, menos aún, superar la incapacidad para desarrollar una inserción genuina en el movimiento de masas.
Hoy sabemos que la “toma del poder” no es hacerse de una herramienta ni el simple asalto a los aparatos estatales sino transformar las relaciones de poder y propiedad durante un largo proceso histórico. No alcanza con la conquista de los resortes fundamentales del Estado para iniciar un proceso de transición al socialismo, sino que es necesario destruir ese aparato para construir nuevas formaciones institucionales basadas en organismos de poder obrero y popular. Lejos de la concepción de “dictadura del partido” que actúa “en nombre de la clase”, entendemos la democracia socialista como la más ilimitada materialización de los derechos y las libertades democráticas para los sectores populares. Un régimen político que articule virtuosamente las más amplias instancias de auto-organización y participación directa (lo que la historia ha denominado consejos o soviets), con las necesarias instancias representativas, el sufragio universal y el multipartidismo, tal como lo pretendió el primer experimento social de nuestra tradición, la Comuna de París. La democracia socialista no significa necesariamente la supresión de las instituciones republicanas surgidas al calor de las luchas populares contra las monarquías, sino su radical “realización”, el desarrollo máximo de su potencial democrático y anti-autoritario, contra la mera formalidad a la que la reduce la sociedad capitalista. La nueva institucionalidad va a asentarse y profundizar aquella “emancipación política” que Marx, sin desdén, consideraba un paso adelante fundamental, pese a sus limitaciones. Una futura situación de dualidad de poderes no puede concebirse en total exterioridad respecto a las instituciones pre-existentes, y abandonarse a la expectativa de la irrupción generalizada de la democracia directa. Esto no significa que pensemos – como han sostenido ciertas tesis austro-marxistas, “eurocomunistas” o “reformistas de izquierda”– que se pueda conquistar el poder combinando “poder popular” y “conquista gradual de una mayoría revolucionaria en el viejo parlamento”. La ruptura revolucionaria necesita desembarazarse de las viejas instituciones y construir otras nuevas. Pero el proceso de constitución de un nuevo poder no es exterior a las instituciones de la democracia burguesa, sobre todo en los países con consolidadas tradiciones parlamentarias. Por tanto hay que promover, desde ahora, la democratización desde abajo de las instituciones existentes, apuntalando los elementos que estimulan el protagonismo popular en ellas, construyendo embriones de “democracia obrera” en el seno de la institucionalidad vigente.
Nuevo periodo, nueva estrategia
Un aspecto característico de la actual etapa a nivel internacional es la evidente consolidación de las democracias capitalistas en el mundo. Esto significa que los escenarios de la lucha política actual son cualitativamente distintos al que enfrentaron todas las revoluciones triunfantes del siglo XX (Rusia, China, Cuba, el sandinismo, etc.). Esta característica de la etapa, junto al escaso desarrollo subjetivo de las masas y las pronunciadas diferencias de la situación social y política a nivel internacional, conducen a pensar que si se relanzaran procesos de transición al socialismo en el futuro es poco probable que presenten analogías muy directas con las experiencias que se desarrollaron en Rusia, China, Vietnam o Cuba. Las situaciones de agudas crisis social y política que se desenvuelven en varios lugares del mundo, especialmente en América Latina, pero sin lograr romper con las instituciones capitalistas, nos enfrenta a la recurrente posibilidad de la emergencia de fenómenos gubernamentales complejos, “intermedios”, irreductibles a la categorización clásica del “bonapartismo”. La rápida articulación de las tareas democráticas con las socialistas propia del proceso cubano parece ser más la excepción que la norma en nuestra región. Los casos de Venezuela y Bolivia, así como un posible “gobierno de izquierdas” encabezado por Syriza en Grecia, sirven de ejemplo de procesos de auge de masas que son hegemonizados por direcciones reformistas que – en lugar de desviar y restaurar la gobernabilidad capitalista a golpe de concesiones como dictaría la categorización clásica – sirven en mayor o menor medida para apuntalar los crecientes conflictos de clase y la politización y participación popular. Se trata de gobiernos nacionalistas o reformistas de izquierda que instauran una ruptura, aunque parcial, con el imperialismo. Trotsky había dado algunas indicaciones al respecto a propósito del gobierno de Lázaro Cárdenas en México en los años 30 o del gobierno del APRA en Perú. Estos gobiernos que se oponían al imperialismo debían ser apoyados en esa lucha, guardando a la vez una estricta independencia política. Independencia, puesto que se da una lucha en el campo “anti-imperialista” entre revolucionarios, reformistas, nacionalistas, etc. Entonces, lucha política y apoyo al proceso constituyen las coordenadas fundamentales para una intervención en ese tipo de fenómenos políticos. Sin embargo, estas consideraciones generales no agotan el complejo debate táctico ni soslayan las limitaciones teóricas de las que adolece la izquierda anticapitalista para enfrentar este tipo de fenómenos políticos. La incipiente teorización gramsciana sobre el “cesarismo progresivo”, los análisis del último Trotsky sobre el “bonapartismo sui generis” latinoamericano y la táctica de “gobierno obrero”[3] de la III internacional son el punto de partida para una necesaria reelaboración compleja y sistemática sobre este tipo de procesos políticos.
- II. LOS DESAFÍOS DE NUESTRA ESCENA CONTEMPORANEA: POR UNA NUEVA IZQUIERDA ANTICAPITALISTA
Hacia un nuevo comienzo
Luego del brutal retroceso para las clases subalternas que se inició con el impacto del genocidio perpetrado durante la última dictadura, y en el contexto del desarme ideológico marcado por el fracaso y derrumbe del “socialismo real”, las clases dominantes lograron romper la continuidad y la “memoria histórica” del socialismo entre las masas. No sólo no existe ninguna vanguardia obrera “fiel a la revolución”, sino que se interrumpieron las tradiciones de lucha y organización más elementales. La tarea hoy no es, evidentemente, organizar la insurrección ni construir una alternativa electoral de gobierno, sino aportar a la recomposición en curso del movimiento social, iniciar la reconstrucción política del movimiento socialista, relegitimar ante las masas un horizonte de transformación social y estimular el desarrollo de experiencias clasistas en los sindicatos.
Un rasgo característico de la nueva izquierda ha sido la delimitación frente a los diagnósticos catastrofistas de la crisis capitalista, propios de buena parte de la izquierda tradicional. El “catastrofismo” conduce a una lógica de corto plazo que cree encontrarse siempre ante oportunidades y coyunturas decisivas y, por tanto, pretende de modo persistente acelerar infructuosamente los procesos. Al mismo tiempo, la supuesta inminencia de la crisis lleva a colocar la prioridad política en la acumulación partidaria y en la “lucha por la dirección” antes que en la consolidación de las organizaciones populares, de los frentes de masas, de las conquistas reivindicativas parciales, etc. En cambio, definir la etapa como de acumulación de fuerzas y recomposición del movimiento popular, conduce a resignificar el universo de cuestiones fundamentales de la estrategia de la izquierda tradicional. Se invierten o minimizan ciertas jerarquías, como la prioridad de las disputas de coyuntura por sobre el trabajo de base, la exacerbación competitiva de la “lucha entre tendencias” antes que la confluencia unitaria, la prioridad de la organización política sobre el frente de masas, o la sobreexigencia acerca de cuestiones programáticas antes que el lento avance en materia reivindicativa, ideológica y organizativa del movimiento real. A su vez, se vuelven prioritarias y adquieren un valor estratégico cuestiones “metodológicas” relativas a las formas de construcción y prácticas políticas. El trabajo de base, la puesta en tensión de la distinción entre dirigentes y ejecutantes, la lucha contra la burocratización de las organizaciones políticas y gremiales, la interpelación al conjunto social como necesario protagonista de un tentativo proceso de cambio, son algunas de las tareas que se vuelven fundamentales.
En alguna medida, podemos pensar que la situación de “crisis de alternativa”, en la que está inmersa la militancia anticapitalista, nos ubica en una etapa similar a los orígenes del movimiento socialista. Las estrategias a desarrollar pueden encontrar, entonces, algunos paralelos. La creación de una contracultura socialista y la construcción de relaciones sociales solidarias en el marco de experiencias organizativas populares es una tarea de primer orden (como antaño promovían los viejos anarquistas y socialistas en bibliotecas populares y cooperativas, y hoy lo hacen los movimientos sociales, en bachilleratos populares y emprendimientos productivos). Este tipo de intervenciones tiene un énfasis “defensivo”, propio de la etapa, pero también un alcance estratégico. Si algo podemos concluir del hecho de que las tentativas revolucionarias del pasado hayan degenerado en nuevas relaciones de opresión y dominación es que las tareas relativas al desarrollo de la auto-actividad y la auto-organización de las clases subalternas adquieren un valor fundamental.
Crisis económica internacional y coyuntura nacional. ¿Agotamiento del ciclo kirchnerista?
Asistimos a la crisis capitalista internacional más importante desde los años treinta, lo cual determina las coordenadas fundamentales del periodo. Surgida en la esfera financiera de los créditos hipotecarios que inflaron artificialmente la demanda, en EEUU y España particularmente, la crisis se ha traslado a la economía real internacional.
La actual situación se explica, en primer lugar, por las tendencias profundas del capitalismo a las crisis recurrentes y el agotamiento del largo ciclo neoliberal iniciado en los años setenta. Aunque diferenciamos estas tendencias a la crisis de los análisis “catastrofistas”, basándonos en las posibles recuperaciones cíclicas del capital, las crisis recurrentes son un elemento fundamental en el análisis crítico del capitalismo. No obstante, las recesiones industriales y las bancarrotas financieras, con los costos humanos y sociales que implican, deberán pasar por la toma de conciencia de los explotados, y por diversas crisis políticas de conjunto, para poder transformarse en una amenaza efectiva a la hegemonía de la dominación capitalista sobre las clases subalternas. Pero el caso es que esta recesión prolongada encuentra un movimiento obrero mundial debilitado y que, debido a sus crisis de alternativa social y de construcción política, no puede aprovechar globalmente esta situación en lo inmediato para producir un giro radical en las relaciones de fuerzas. Aun así, las movilizaciones anti-austeridad en el primer mundo, la emergencia de Syriza en Grecia, la crisis de los gobiernos conservadores o social-liberales en Europa, hablan de una etapa de conflictividad internacional que recién comienza.
Nuestro país se encuentra frente a un impacto relativamente reducido de la crisis internacional, pero también frente a un tendencial agotamiento del ciclo de acumulación pos-convertibilidad. Surgido en una etapa marcada por la crisis de hegemonía de 2001, el kirchnerismo supo articular algunos elementos que lo proyectaron como una experiencia política de largo alcance: ha trabado compromisos estratégicos con el desarrollo del agro-negocio y de un modelo extractivo (aunque desviando parte de la renta agraria para el estímulo de algunas industrias de ensamble local beneficiadas por la devaluación), a la vez que ha otorgado ciertas concesiones sociales y democráticas a los sectores populares. Medidas, estas últimas, con rasgos objetivamente progresivos que consiguieron cautivar a vastos sectores de la población, de las organizaciones populares y las sensibilidades de izquierda. Un fenómeno político de esta naturaleza, populista o nacionalista, portador de ciertas dosis de reformismo social, significó siempre un importante desafío para la izquierda anticapitalista, como lo atestigua la experiencia del peronismo y el desencuentro histórico de la clase trabajadora con la cultura y las organizaciones de la izquierda marxista.
Una cabal comprensión del fenómeno del kirchnerismo exige, en primer lugar, dimensionarlo a la luz del contexto histórico en el que emerge. El Gobierno ha encarnado el papel, simbólico y material, de recomponer el poder de las clases dominantes sobre nuevas bases. Esta reconstrucción de la hegemonía estuvo sostenida, fundamentalmente, por modificaciones en la política económica que permitieron recomponer las ganancias de las distintas fracciones de la burguesía, mientras que una serie de concesiones a los sectores populares logró disminuir los niveles de conflictividad social.
En función de ello, es necesario precisar la novedad política que significó el kirchnerismo. A través de la recuperación de reclamos democráticos y la defensa de la acción estatal sobre los resortes sociales y económicos, el kirchnerismo supo instalar un modo del antagonismo político en el centro de la escena y a su proyecto como el polo en el cual se anudarían los intereses populares en juego. De este modo desarrolló sus confrontaciones tácticas con ciertos elementos del PJ, los lineamientos ortodoxos del FMI, las patronales rurales, el Grupo Clarín y Papel Prensa, la corporación judicial, etc. Esta táctica singular del kirchnerismo puso en el centro de la escena política una estrategia conservadora pero mediada por un nervio de inestabilidad: el develamiento explícito de algunos de los juegos de intereses y los engranajes de poder a gran escala, así como la reivindicación de la política como plano de disputa y confrontación. En escala histórica, el kirchnerismo cumple el rol de ser el gobierno que para superar la conflictividad social, absorbió el conflicto al interior del régimen político. Después de largas décadas de neoliberalismo, la novedad del gobierno pasó por recuperar un rol de árbitro “bonapartista” que solo el peronismo histórico pudo desarrollar cabalmente en nuestro país, aunque con un movimiento obrero desarticulado, y alcanzando un nivel de recomposición social muy menor. Al estar el antagonismo subordinado a la lucha por la hegemonía política de un gobierno que no supera los marcos del “nacionalismo burgués” dependiente, la disputa entre kirchnerismo y la oposición política o empresarial engaña no pocas veces sobre el proyecto que las distintas fracciones tienen en común (modelo extractivo, criminalización de la protesta, techos salariales, pago a acreedores, negocios inmobiliarios, sojización de la tierra, etc.). Una nueva izquierda debe evitar todo encierro sectario e intervenir decisivamente en los procesos de politización y polarización social suscitados por la confrontación gubernamental, para intentar abrir paso a otro camino en el escenario nacional, con independencia política y sin sectarismos.
Este modelo de acumulación política sin embargo empieza a mostrar sus grietas ante las limitaciones del modelo de acumulación económica. La innegable desaceleración en curso pone en evidencias las debilidades profundas del crecimiento que hubo desde 2002. El marco económico que facilitó el surgimiento del kirchnerismo se ha ido desdibujando. El estancamiento del PBI, el freno en la creación de empleo y la aceleración de la inflación ilustran más los límites del modelo que las adversidades internacionales. Estas contradicciones explican la reaparición de tendencias al ajuste, que el oficialismo presenta como simples correctivos de sintonía fina. Las jubilaciones continúan postergadas y resurge el propósito de fijar estrictos techos a los aumentos salariales.
Posiblemente estemos asistiendo a los últimos momentos de una etapa, tal vez la más larga de la historia nacional moderna, caracterizada por un alto crecimiento económico y una dosis no insignificante de concesiones sociales y democráticas. Más allá de que es altamente probable que el Gobierno sea sucedido por sectores provenientes de su mismo espacio político (Scioli-Massa) y aun cuando no está planteado un regreso a políticas de ajuste neoliberal clásicas, posiblemente las características más arriesgadas e independientes del kirchnerismo – que le permitieron restablecer y conservar la gobernabilidad capitalista – se vayan progresivamente apagando. Estos límites del neo-desarrollismo, que se evidencian progresivamente, ensanchan el campo para el crecimiento de una izquierda socialista de nuevo tipo.
La lenta emergencia de una nueva izquierda anticapitalista
En el marco del proceso de recomposición del movimiento popular, las experiencias organizativas más interesantes empezaron a surgir a fines de los noventa desde el seno de la militancia social, y no desde las organizaciones tradicionales de la izquierda política. Así, fueron desarrollándose, parcial y fragmentariamente, un conjunto de iniciativas en diferentes frentes: militantes y colectivos que se adentraban en los barrios populares para aportar a reconstruir una cultura de lucha y organización en el contexto de la pobreza creciente y la desocupación, el nacimiento del movimiento de desocupados más importante del mundo, agrupamientos estudiantiles de izquierda que planteaban formas novedosas de organización, editoriales y revistas universitarias que ponían en circulación autores desconocidos para los cánones de la izquierda local, y los inicios de algunas experiencias sindicales clasistas. Estos procesos silenciosos y moleculares fueron constituyendo, en palabras de Gramsci, una “reforma moral e intelectual” al interior de la izquierda y el activismo, que permitió la emergencia posterior de nuevos movimientos con mayor impacto y visibilidad, sobre todo a partir de 2001.
El retorno de la “cuestión política”
La prefiguración del socialismo, la búsqueda de nuevas formas organizativas que puedan articular eficacia política con las más amplia democracia, la aspiración a una política de masas, la centralidad de la lucha cultural y contrahegemónica, la crítica al izquierdismo maximalista y la revalorización de las conquistas reivindicativas parciales, constituyen las coordenadas políticas básicas de ese campo político emergente que denominamos, un tanto equívocamente, “nueva izquierda”. Sin embargo, si efectivamente han perdido validez las estrategias tradicionales de la izquierda, por parte de nuestro espacio político recién estamos en las etapas iniciales de la construcción de un proyecto global alternativo que dé sentido a las luchas particulares y encauce los esfuerzos parciales.
Como afirma Daniel Bensaïd, a partir de los años ochenta se fue desvaneciendo la dimensión político-estratégica dentro de los movimientos sociales, como correlato de las derrotas históricas de la clase trabajadora y el fracaso de las experiencias del “socialismo real”. La última forma en que se expresó la ausencia de la “cuestión política” fue la “ilusión social”, es decir, el intento de disolver la especificidad de lo político en la sociedad civil, la pretensión de autosuficiencia de los movimientos sociales y la desaparición de la cuestión del poder de la perspectiva anticapitalista[4]. Esta etapa estuvo hegemonizada, a nivel internacional, por los Foros Sociales impulsados en Porto Alegre, el movimiento anti-globalización y anti-guerra europeo y las distintas corrientes autonomistas inspiradas en Negri, Hardt y Holloway, que tanta influencia tuvieron en nuestro país. Las experiencias militantes que expresaron esa “ilusión social” se correspondieron con una primera fase de las luchas sociales a finales de los años noventa. Por lo tanto, tuvieron el mérito, pese a todo, de comenzar la reconstrucción del movimiento popular y produjeron algunas de las experiencias organizativas más interesantes y radicales del periodo.
Hoy día asistimos, tendencialmente, a un proceso de retorno de la “cuestión política” a nivel internacional, como lo atestiguan la emergencia de la “izquierda radical” europea, (el NPA y el Front de Gauche francés, la coalición griega Syriza, la convocatoria a crear un “partido de izquierda” hecha por Ken Loach en Gran Bretaña, entre otros casos de desarrollo incipiente); las victorias electorales en Venezuela y Bolivia, más allá de las limitaciones de las direcciones de esos procesos; y la creciente centralidad en los debates ideológicos de la cuestión sobre la construcción de una alternativa anticapitalista en las condiciones actuales. Es decir, crecientemente vuelve a resurgir el reconocimiento del carácter específico e irreductible de la lucha política, la necesidad de la reflexión en términos estratégicos y la imposibilidad de evitar el esforzado tránsito de la lucha por el poder para una perspectiva emancipatoria.
Esta nueva etapa de la lucha social, da lugar a nuevas tensiones y diferentes posiciones de cara a las tareas que vamos enfrentando. En su aspecto esencial, el debate ideológico se dirime alrededor de una alternativa fundamental: o bien la militancia social sirve efectivamente de embrión para la constitución de una nueva izquierda anticapitalista o se embarca en la repetición de las cíclicas construcciones centroizquierdistas que, con la pretensión de abreviar la larga marcha por alcanzar una inserción genuina en el movimiento de masas, diluye su orientación detrás de un liderazgo o construcción política reformista o nacionalista. Hay que estar atentos a que la crítica al sectarismo de la izquierda tradicional no conduzca al error simétrico de disipar las aspiraciones anticapitalistas a los fines de insertarse en los sectores populares. Esto no quita que una alternativa política de masas, para ser tal, deba tener la capacidad de atraer a sectores reformistas, nacionalistas y socialdemócratas de distinto tipo. Por eso el “arte de la política” no pasa por conformar simplemente un selecto y compacto núcleo político homogéneo sino por articular en una voluntad colectiva anticapitalista a un conjunto de fuerzas populares y sectores sociales, evitando tanto el sectarismo como el oportunismo.
El viejo topo sigue cavando
Sintomáticamente, el progresivo retorno de la dimensión “político-estratégica” va de la mano de la reaparición de la “cuestión obrera”. Durante años, la centralidad esencialista que la dogmática “marxista” le adjudico al movimiento obrero quiso encontrarse en alguna de las nuevas figuras de la lucha social: los jóvenes, los estudiantes, los negros, los piqueteros, etc. Luego de años de papers académicos anunciando su desaparición, subestimando su centralidad y su reemplazo por los nuevos movimiento sociales, hoy vuelve a advertirse ampliamente la importancia de la organización obrera y sus luchas, para cualquier aspiración anticapitalista. Esto no supone retornar a una definición reduccionista u obrerista, ni incurrir en una concepción esencialista del sujeto social, ni desconocer la autonomía de las diferentes luchas contra la opresión que se desarrollan en nuestra sociedad (empezando por la lucha contra el patriarcado, pero también la cuestión ecológica, de minorías sexuales, nacionales o étnicas, etc.). No hay ninguna contradicción cuya superación conlleve, por sí misma, la liberación de la humanidad en su conjunto, ni la superación de toda alienación humana. No hay ningún “enigma resuelto de la historia” que se anude en el proletariado. Sin embargo, todo esto no quita lo obvio: mientras vivamos en la época de la burguesía, en una sociedad basada en la explotación del trabajo humano, la auto-organización de la clase obrera ocupa un lugar estratégico para toda perspectiva de emancipación.
En nuestro país, la penetración de la ideología de la conciliación de clase no se da a través de alguna forma de “reformismo obrero”, como es el caso de la mayoría de los países europeos a partir de la influencia de la socialdemocracia o el estalinismo, sino a partir de la supervivencia de la identidad populista en la clase trabajadora. El fenómeno político del kirchnerismo reactivó la memoria del viejo peronismo histórico en la clase obrera, a la vez que empalmó con las aspiraciones democráticas y progresistas de la juventud y los sectores medios. Tal vez, el mayor favor que el gobierno actual le ofreció a los sectores dominantes fue reconstruir, enmarcada en un proyecto económico neodesarrollista, la identidad obrera peronista que se encontraba herida luego de la década menemista y de un cada vez más lejano recuerdo del “Estado de bienestar” argentino. Sin embargo, la construcción de una nueva experiencia clasista en el movimiento obrero y la superación de la tendencia a la conciliación propia del populismo, no puede pretender construirse embistiendo de frente contra las tradiciones e identidades de la clase trabajadora. Se trata, más bien, de integrar y radicalizar los momentos progresivos del “sentido común” presentes en el movimiento obrero. La cuestión nacional, la crítica a la oligarquía, la importancia del mundo del trabajo, el cuestionamiento a la avaricia patronal, son elementos presentes contradictoriamente en el universo cultural de nuestro movimiento obrero y deben recuperarse y radicalizarse en un horizonte anticapitalista.
La clase obrera argentina durante la última década asistió a un lento proceso de recomposición. Desde las jornadas de 2001 y de la mano del ciclo expansivo de la economía, nuevos sectores de la juventud se han incorporado a la clase trabajadora, lo cual se ha expresado, muy embrionariamente, en la formación de cuerpos de delegados, la recuperación de juntas internas y otras experiencias del emergente sindicalismo de base. Este lento proceso de recomposición de la clase trabajadora no debe llamar a la tranquilidad, a la espera de un progresivo crecimiento de las experiencias clasistas en el movimiento obrero. Los procesos de “nueva dirección” son intermitentes, todavía extremadamente débiles y muchas veces constituyen apenas un paréntesis en la larga historia de dominación de la burocracia. Es fundamental señalar que allí donde sectores de la izquierda clasista recuperan un sindicato o una seccional, superando heroicamente el fraude y los aprietes de la burocracia, muchas veces terminan por perder las posiciones conquistadas a los pocos años, en elecciones limpias o luego de un conflicto derrotado. Esto desanima a la vanguardia y derrocha el esfuerzo de las nuevas camadas de militantes obreros. Aquellos rasgos aparatistas, sectarios y maximalistas de la izquierda tradicional, que tanto daño hacen en varios frentes de militancia, constituye una política imperdonable en la clase trabajadora. Debemos impulsar un nuevo clasismo que sepa que no se necesitan derrotas heroicas, sino victorias parciales. Debemos promover en los lugares de trabajo una política clasista, independiente, no sectaria, en base a la más amplia democracia sindical y respetuosa de las otras corrientes político-sindicales. Toda lucha sindical no se reduce a la negociación del salario, sino que implica también la disputa por los ritmos de trabajo, la organización del trabajo y su control y, embrionariamente, manifiesta las posibilidades de desarrollo de un poder obrero. Debemos impulsar una política sindical que incorpore cuestiones que hagan a lo específico de cada lugar de trabajo, a las condiciones laborales, apuntando a subvertir las relaciones de poder y la subjetividad de cada uno de esos lugares. Si estamos a la altura de esta tarea, tal vez en el próximo periodo podamos volver a decir: “Bien cavado, ¡viejo topo!”.
Hacia un nuevo movimiento social y político anticapitalista
La importante movilización social desarrollada en 2001/2002 en nuestro país no logró hacer emerger una alternativa política anticapitalista. Más aun, la reconstitución de la normalidad capitalista que protagonizó el kirchnerismo (a condición de promover algunas medidas y concesiones “anormales”), logró cooptar y desarticular a buena parte de las organizaciones populares combativas. Sin embargo, aún queda un espacio significativo de agrupaciones comprometidas con la recomposición política del movimiento popular, en base a nuevos métodos y nuevas formas organizativas. Este conjunto de experiencias son la base para proyectar la emergencia de una genuina alternativa popular.
Una dificultad organizativa que acarrea la emergente nueva izquierda es que al provenir desde experiencias de militancia social que progresivamente fueron articulando y alcanzando definiciones propiamente políticas, se da a nivel organizativo un “desarrollo desigual y combinado” por el cual no hay una correspondencia cabal entre los existentes instrumentos organizativos y las diferentes tendencias ideológicas que son parte de ese espacio político. Esto vuelve opacos los debates político-ideológicos y le quita dinamismo a nuestras herramientas organizativas. Un “sinceramiento de tendencias” al interior de nuestro espacio es requisito no sólo para que cada sector gane eficacia y pueda poner a la prueba de la práctica social sus planteos, sino también a los fines de facilitar los encuentros unitarios.
Durante los últimos años hemos asistido a la emergencia de una nueva generación política. Con sus propias preguntas y preocupaciones ha surgido un nuevo activismo que avanza hacia la izquierda pero rechazando las organizaciones tradicionales y sus limitaciones sectarias. Sobre esta base, se vuelve posible desarrollar iniciativa política y avanzar en pasos concretos hacia la conformación de un amplio movimiento social y político, antimperialista y anticapitalista. La tarea propia de la próxima etapa es la de superar las meras “coordinaciones”, con marcados rasgos superestructurales, en función de un verdadero movimiento político que busque nuevas mecánicas organizativas – alejadas tanto del aparatismo como del espontaneísmo ingenuo – y que tienda a hacer confluir los trabajos de base sectoriales. Es necesario un movimiento anticapitalista unitario que enfrente al sistema en todos los ámbitos que le sirven de soporte material: la fábrica, el barrio, la escuela, la ciudad, al tiempo que se proyecta como alternativa política popular, incluyendo la lucha parlamentaria e institucional.
Estamos en condiciones de avanzar hacia la constitución de un movimiento que surja de la confluencia del conjunto de las organizaciones de la llamada “izquierda independiente”, pero que se anime a ir más allá para atraer a sectores provenientes de otras tradiciones políticas hacia una orientación socialista, clasista y anti-burocrática. Un movimiento que pueda incluir a corrientes nacionalistas y anti-imperialistas, y sea capaz de disputárselas a las direcciones populistas o reformistas. Un movimiento que permita la más amplia democracia interna y la libre organización de tendencias que expresen los diferentes matices y diferencias que inevitablemente surgirán en una herramienta política viva y vinculada orgánicamente a las luchas sociales. Un movimiento que se convierta en una referencia para la infinidad de militantes combativos independientes, para la intelectualidad de izquierda, para los luchadores sindicales clasistas y para los sectores en ruptura de la juventud y los sectores populares que depositaron sus expectativas de transformaciones sociales progresivas en el Gobierno Nacional. Un movimiento con un sólido trabajo de base, con centralidad en las tareas relativas a la construcción de una cultura socialista en el seno de los sectores populares. Un movimiento que tenga la capacidad, en definitiva, de encabezar la lucha social y política con flexibilidad táctica y firmeza estratégica, con vocación contrahegemónica y horizonte socialista.
Hablamos de una alternativa política de nuevo tipo porque se trata de asumir el desafío de ensayar formas organizativas acordes a las condiciones sociales y políticas de nuestro tiempo. Pero esto no significa hacer tabla rasa con las tradiciones de la izquierda y las mejores expresiones de lucha de nuestro pueblo a lo largo de la historia. Por el contrario, el anhelo de construir una alternativa anticapitalista es el momento utópico que recorre la historia de nuestras luchas populares. Desde las primeras organizaciones obreras, como la FORA, hasta las reivindicaciones expresadas en el 17 de octubre y la resistencia peronista; desde las experiencias del clasismo cordobés y el audaz experimento de unir a los sectores revolucionarios marxistas y peronistas en el FAS (Frente Antimperialista por el Socialismo), hasta la lucha contra la última dictadura militar y la resistencia a la noche neoliberal. Y, mucho más cercanamente, la construcción de una alternativa anticapitalista mantiene un vaso comunicante fundamental con las jornadas de 2001. Porque retomar el legado de 2001 es, al mismo tiempo, pretender superarlo. Una herramienta política amplia para una política de masas, en base a lo mejor de la militancia social desarrollada en nuestro país, es la tarea política de la etapa. Cuando logremos dar ese paso, la nueva izquierda habrá salido de la minoría de edad, podrá pararse de frente a las opciones burguesas y decirle a los sectores populares que existen otras alternativas a las que ofrece el sistema, que “la política está en otro lado”.
[1] Al estudiar el cooperativismo en Europa, Marx identifica tanto las limitaciones que impone el capitalismo a la pretensión de superar el modo de producción evitando la lucha política, pero también la potencialidad de estas experiencias y su contribución a la transformación social. En el discurso inaugural de la Asociación Internacional de los Trabajadores dice Marx: “Nunca se exagerará bastante el valor de estos grandes experimentos sociales. Con hechos, no con palabras ellos han demostrado que la producción a gran escala y de acuerdo con los requerimientos de la ciencia moderna es posible sin la existencia de una clase de patronos que contrate a una clase de trabajadores; que para dar fruto no es necesario que los medios de producción estén monopolizados como medios de dominación y extorsión del hombre trabajador; y que, al igual que el trabajo de los esclavos y de los siervos, el trabajo asalariado no es sino una forma transitoria e inferior, destinada a desaparecer frente al trabajo asociado realizado con mano decidida, mente despierta y corazón alegre… Al mismo tiempo, la experiencia del período… ha demostrado sin lugar a dudas que el trabajo cooperativo, por excelente que sea en teoría y por muy útil que sea en la práctica, si no va más allá del estrecho círculo de los esfuerzos ocasionales de unos trabajadores a título individual, jamás será capaz de detener el crecimiento en progresión geométrica del monopolio, de liberar a las masas ni de aliviar siquiera mínimamente la carga de sus miserias”.
[2] Nuestro planteo es diferente de la tesis clásica (fundamentalmente trostkista), del “partido obrero amplio” que estuvo a la base de la participación y el entrismo de corrientes socialistas en infinidad de organizaciones políticas reformistas, como el PT brasilero, el laboralismo inglés y otras organizaciones políticas con base sindical. Tampoco se reduce al planteo clásico del “partido de masas” opuesto al “partido de cuadros”. La construcción de un movimiento político socialista amplio, con libertad de tendencias, difiere de estas experiencias donde los socialistas participaban de organizaciones con cristalizadas direcciones reformistas o nacionalistas burguesas (más allá de la compleja evaluación táctica que se le presenta a los socialistas cuando se enfrenta a fenómenos políticos de estas características).
[3] La táctica del “gobierno obrero” es una fórmula adoptada por la Internacional Comunista que se aplicó frente a los gobiernos de Sajonia y Turingia dominados por sectores reformistas de izquierda. La táctica consistía en habilitar la participación de los revolucionarios en gobiernos parlamentarios encabezados por corrientes obreras reformistas, en condiciones de fuerte crisis social y política pero donde las instituciones burguesas no habían sido destruidas. La IC entendía esta política como la posibilidad de establecer un gobierno “intermedio”, que facilitara el desarrollo político de los trabajadores, quebrara la resistencia de la burguesía y sedimentara las condiciones para una ruptura definitiva con el estado burgués. No se trataría de la “dictadura del proletariado”, pero tampoco de un funcionamiento normal de las instituciones “democrático liberales”. Para una posible actualización de la “táctica del gobierno obrero” en las actuales condiciones sociales y políticas, ver Bensaid, D., Sobre el retorno de la cuestión político-estratégica en:http://www.vientosur.info/articulosweb/noticia/index.php?x=1565
[4] Bensaid, Daniel. El retorno de la cuestión político-estratégica