La distancia que separa al Estatuto del Peón Rural impulsado por el entonces secretario de Trabajo Juan Domingo Perón en 1944, cuyo aniversario se conmemora este 8 de octubre, del reciente Régimen de Fomento al Desarrollo Agroindustrial propuesto por el gobierno de Alberto Fernández es la que media entre un primer peronismo que, más allá de todas las discusiones posibles sobre los límites intrínsecos de este proyecto, logró impulsar significativas transformaciones para mejorar la vida de millones de trabajadorxs del país y la de una administración del Frente de Todos empantanada en la prolija administración de la miseria popular sin la menor intención de afectar aunque sea mínimamente los intereses de unas clases dominantes que han multiplicado de manera obscena sus beneficios durante la pandemia.
Una ley progresiva que no llegó al campo profundo
El Estatuto del Peón, redactado originalmente por el abogado Tomás Jofré, fue impulsado por la Secretaría de Trabajo que encabezaba Perón y aprobado por el gobierno del general Edelmiro Farrel precisamente en el día del cumpleaños del futuro “primer trabajador”, el 8 de octubre de 1944. La iniciativa sería ratificada por el propio Perón en su presidencia, sumando luego el Estatuto del Tambero-Mediero y una serie de regulaciones para el trabajo rural temporario. El Estatuto buscaba establecer condiciones de trabajo humanitarias, incluyendo un salario mínimo, vacaciones pagas, derecho al descanso dominical y mínimas condiciones de trabajo y alojamiento en un medio históricamente caracterizado por relaciones laborales serviles o de semiesclavitud.
La prosperidad nacional de la posguerra habilitaba estas transformaciones, pero las patronales del campo, que veían multiplicarse sus riquezas, las resistieron con todas sus fuerzas. La Confederación de Sociedades Rurales denunció que el Estatuto “elimina la jerarquía del patrón para dejar a merced de los peones o de cualquier agitador profesional conspirando contra la tranquilidad y la vida de las familias y las de los hombres honestos que trabajan en el campo” y la Sociedad Rural Argentina (SRA) anticipó que sembraría el germen del desorden social por inculcar en “gentes de limitada cultura”, aspiraciones irrealizables que la colocaba incluso por encima de sus patrones. Una línea de conducta consecuente.
Las transformaciones reales de las condiciones de vida para la inmensa población de trabajadorxs rurales durante los diez años de gobierno peronista hasta el golpe de la Revolución Fusiladora de 1955 fueron, de todos modos, limitados, con grandes sectores del país donde se sostuvieron (y aún se sostienen) las mismas condiciones de hiperexplotación y abuso patronal. El Estatuto, que había sido rehabilitado en 1974, fue finalmente derogado por el ministro de Economía de la dictadura cívico-militar José Alfredo Martínez de Hoz (“digno” heredero de una familia de fundadores de la Sociedad Rural) y recién volvió a ser aprobado y actualizado en 2011 durante la segunda presidencia de Cristina Fernández de Kirchner (no casualmente, después de la crisis de 2008 en torno a las retenciones agrarias, después de cinco años de armonía productiva).
En su nueva versión, cristalizada en la Ley Nº 26.727 (aprobada con el único voto en contra del senador Carlos Menem), se redujo la edad jubilatoria y los años de aporte necesarios, se ratificó que pago mínimo será el del Salario Mínimo Vital y Móvil (hoy de 31 mil pesos), se limita la jornada diaria a 8 horas y se reconoce el pago de horas extras. Pero sabemos que sin los controles y sanciones rigurosos, las leyes son poco más que papel mojado.
Campo libre para la informalidad y la superexplotación
Sabemos que el mismo “campo” que se indigna por cualquier presunta violación al republicanismo y sale a cortar rutas ente el más mínimo intento de control sobre sus siempre turbias operaciones a nacionales e internacionales es el mismo que defiende la pervivencia de las más inhumanas condiciones de explotación laboral para lxs trabajadores del sector. No sólo por el pago de salarios de hambre sino por la endémica subregistración formal del personal contratado, las condiciones inhumanas de alojamiento que se ofrecen y la constante vista gorda respecto de las maniobras de trata de personas, relaciones laborales de semiesclavitud y trabajo infantil.
El dirigente de Coninagro Carlos Iannizotto (hoy candidato a diputado por el Partido Federal en Mendoza) reconocía a mediados de 2019 que el trabajo “en negro” había aumentado brutalmente y exigía flexibilización laboral: “Es necesario bajar los costos laborales. Es de tal magnitud que en vez de promover la toma de trabajo, expulsa trabajadores, expulsa empleo. Y tenemos prácticamente un 50% más de empleo en negro en el campo argentino porque el costo que hay es brutal. La marginalidad y la informalidad va en aumento debido a este factor”.
El Registro Nacional de Trabajadores Rurales y Empleadores (RENATRE), ente autárquico no estatal creado en 2002 y hoy presidido por José Voytenco, informó que a lo largo de 2019 se realizaron inspecciones sobre unos 15 mil trabajadores rurales (del sector forestal, ganadero, hortícola, frutícola y citrícola) detectando una tasa de no registración del 83%. Según todos los datos, esta situación no hizo más que empeorar durante los meses de pandemia. El año pasado Voytenco, que también es secretario General de la Unión Argentina de Trabajadores Rurales y Estibadores (Uatre, el gremio fundado por el fallecido y polémico Gerónimo “Momo” Venegas), reconocía en base a datos del propio Instituto Nacional de Estadísticas y Censos (Indec) que en el campo había más de medio millón de trabajadores no registrados. Una estimación muy conservadora.
Si buscamos con atención, todos los meses podemos encontrarnos con noticias sobre operativos que encuentran algunas decenas de trabajadorxs en condiciones de semiesclavitud y en condiciones de alojamiento infrahumanas en distintas explotaciones agrícolas del país. Poquísimas, para el nivel de informalidad del que estamos hablando. En muchos casos entre el personal no registrado se encuentran menores.
Contra la naturalización del trabajo infantil en el campo
Para la Organización Internacional del Trabajo (OIT), trabajo infantil es “todo encargo que priva a los niños de su niñez, su potencial y su dignidad, y que es perjudicial para su desarrollo físico y psicológico”. Y está claro que la explotación laboral infantil siempre está acompañada por otras vulneraciones de derechos, incluyendo deserción escolar, problemas de alimentación e insuficientes controles y cuidado de la salud, por no hablar del derecho al juego y el esparcimiento.
El flagelo del trabajo infantil es global y se estima que el 60% de lxs niñxs que trabajan lo hace en la agricultura (unos 98 millones de 17 años), un sector que además es considerado como uno de los tres más peligrosos en cuanto a muertes laborales, accidentes no mortales y enfermedades profesionales. En nuestro país, trabaja 1 de cada 10 niños, por lo menos, la gran mayoría en el campo. La última Encuesta de Actividades de Niñas, Niños y Adolescentes (Eanna), que realiza el Ministerio de Trabajo, contabiliza más de 760 mil menores de entre 5 y 15 años que realizan algún tipo de trabajo.
El problema persiste, más allá de la vigencia plena de la Ley 26.390 de 2008, que prohíbe el trabajo de personas menores de 16 años y establece penas de 4 años de cárcel y multas de hasta 250 mil pesos para quienes empleen a menores de edad. Pero hay algunos trabajos agrícolas donde el trabajo infantil se encuentra “normalizado”, incluso por las autoridades locales, entre ellas la cosecha de ajos, de arándanos, la zafra de caña, la recolección de hojas de tabaco o de yerba mate, entre muchas otras. En 2013, el accidente de un camión que llevaba a cortadores de yerba mate provocó la muerte de siete personas, incluyendo a los niños Fernando, Lucas y Édgar, lo que dio origen a la campaña “Me gusta el mate sin trabajo infantil”.
En este dramático escenario, durante 2019 el RENATRE detectó y realizó las denuncias por 18 casos de presunta trata de personas en el ámbito rural y apenas 34 casos de trabajo infantil. Una brecha muy significativa con las estimaciones de trabajo infantil, que se entiende si tenemos en cuenta que el directorio de la entidad está integrado por cuatro integrantes de la UATRE y cuatro de las cámaras empresarias más representativas (Sociedad Rural, Confederaciones Rurales Argentinas, Federación Agraria Argentina y CONINAGRO, casualmente, las que integran la famosa “Mesa de Enlace”), históricas defensoras del trabajo infantil, al que definen como “educativo”.
Un plan de fomento para las patronales agrarias
Hace algunos días el gobierno de Alberto Fernández presentó a su nuevo ministro de Agroindustria Julián Domínguez con la iniciativa bautizada como “Régimen de Fomento al Desarrollo Agroindustrial”, que promete numerosos beneficios para las empresas del sector en busca de garantizar el ingreso de las preciadas divisas que hacen falta para cumplir con los pagos de deuda externa. La iniciativa fue elaborada por el secretario de Asuntos Estratégicos y Presidente del Consejo Económico y Social Gustavo Beliz y por el Presidente de la Bolsa de Cereales y consejero del CES José Martins y luego aprobada por el Consejo Agroindustrial Argentino, logrando luego el aval de oficialismo y oposición, en una unanimidad patronal preocupante.
Entre sus puntos principales se destacan un plazo de 10 años para la amortización de inversiones, un recupero anticipado del IVA, un bono a futuro para la inversión en semillas (no podemos desarrollar aquí el muy estratégico tema de las semillas trangénicas y su relación con el agronegocio) y la definición de la ganadería como “bien público de consumo popular”. En síntesis, todos estos beneficios para las empresas del sector buscan atraer inversiones extranjeras (ya hemos escrito aquí y aquí sobre la polémica iniciativa de las granjas porcinas chinas), aumentar las exportaciones en 7.000 millones de dólares y, supuestamente, crear 150 mil puestos de trabajo a nivel nacional (lo que, incluso en caso de cumplirse, implicaría apenas el blanqueo de una cuarta parte del trabajo informal realmente existente).
La histórica dependencia nacional del ingreso de divisas, en el marco de un esquema productivo agrodependiente cuya estructura no se ha buscado transformar ni siquiera en los gobiernos de más favorable relación de fuerzas, es el motivo de fondo que repropone y legitima la nueva alianza con las corporaciones agrarias. Más allá del pataleo y los cortes de ruta del “campo”, las declaraciones juradas empresariales confirman que las exportaciones del sector agroindustrial (sin contar las ilegales, como el constante tráfico de camiones de grano a Paraguay o las salidas sin control alguno de los puertos del Paraná) este año alcanzaron niveles récord. Pero el dato clave es que son acaparadas por cinco empresas, que concentran casi el 60% del total de las ventas al extranjero: las estadounidenses Cargill, ADM y Bunge, la china Cofco y la suiza Viterra son las millonarias favorecidas, dando cuenta no sólo de una enorme concentración del sector exportador de granos y subproductos sino también de una clarísima extranjerización (la primera empresa de capitales argentinos en aparecer en el ranking es ACA, en el sexto lugar, seguida por Aceitera General Deheza en el octavo). Durante la campaña 2020/21 ya se exportaron 74,32 millones de toneladas (10 millones más que lo registrado en igual período de 2020 y 800 mil más que en 2019) y solo en la primera mitad del año el sector agroindustrial facturó 20.100 millones de dólares, mientras que agosto sumaría otros 3 mil. La estatización efectiva de Vicentin hubiera podido ser un paso en el sentido de desmontar esta estructura elitista y corrupta que sólo favorece a las multinacionales y grandes grupos empresarios del país, pero ya sabemos lo que sucedió.
El nuevo plan oficial para conseguir divisas sólo implica la profundización de las lógicas del agronegocio, sin cuestionar en lo más mínimo las premisas de este brutal extractivismo agrario que tiene gravísimas consecuencias ecológicas y sanitarias para la población (con el masivo uso de un paquete transgénico que incluye semillas modificadas y agrotóxicos a granel, con uno de los niveles de utilización del cancerígeno glifosato más altos del mundo) ni, mucho menos, las descriptas condiciones de hiperexplotación y violación de todas las normativas de trabajo registrado y prohibición del trabajo infantil que caracterizan a la producción agropecuaria.
Hay otra forma de trabajar y de producir en el campo (y de alimentarnos), pero algunas transformaciones efectivas en este sentido implicarían tomar la decisión política de afectar intereses, una estrategia hoy descartada a priori ya que son los mismos beneficiarios de este esquema que perpetúa la desigualdad, el abuso y la muerte los que hacen los planes que impulsa el Gobierno. Es un objetivo difícil, porque nos enfrentamos a poderosos entramados de poder y millones, pero creemos que es necesario comenzar a discutirlo y a organizarnos en torno a una perspectiva diferente, que privilegie la salud y la vida por sobre la desaforada ganancia empresarial.