En las últimas semanas se concretó la unificación orgánica de Democracia Socialista y CAUCE-UBA. Esta confluencia es un pequeño capítulo del proceso de construcción de una nueva corriente política anticapitalista en el que estamos comprometidxs junto a un conjunto de organizaciones y compañerxs. Organización que no va a ser otra cosa que el resultado de un proceso de diálogo y síntesis entre militantes que provenimos de diferentes experiencias organizativas y sensibilidades políticas pero compartimos una comprensión común de los temas clave de la etapa y las coordenadas estratégicas de la izquierda revolucionaria en el actual periodo histórico. Como parte de este proceso, nos interesa aportar algunas opiniones sobre el proyecto de construcción de la organización marxista, revolucionaria, libertaria, feminista, ecosocialista, latinoamericana e internacionalista con la que soñamos.
Una nueva izquierda anticapitalista en construcción
La izquierda anticapitalista a nivel internacional está en un proceso de redefinición y recomposición. No sólo en términos organizativos, sino también porque la política de emancipación necesita afrontar un trabajo serio de rearme programático y estratégico. No se trata de hacer tabula rasa con nuestras tradiciones emancipatorias, sino de ser conscientes de la necesidad de actualización programática frente un periodo histórico nuevo, irreductible a las coordenadas históricas, sociales e institucionales en las que se desarrollaron los triunfos revolucionarios que modelaron las corrientes revolucionarias durante todo un periodo. El contexto de la década de 1970 marcaría un punto de inflexión en la relación capital-trabajo, permitiendo el despliegue mundial del neoliberalismo. En Argentina, como en gran parte de Nuestra América, la implantación del programa económico neoliberal sería posible gracias al terrorismo de Estado y la violencia desnuda de las dictaduras del Cono Sur, cuyo principal objetivo fue el exterminio de las organizaciones revolucionarias y la desarticulación política de la clase obrera.
En el actual periodo, ni el “imaginario de Octubre” ni las experiencias político-militares de los años 60/70, por caso, pueden ser referencias exclusivas en un mundo que incluye a la vez la aparición explosiva y saludable de nuevas problemáticas y movimientos sociales (feministas, ecologistas, étnicos, antirracistas, culturales) y la imposición de una correlación de fuerzas entre las clases todavía desfavorable, como producto de la derrota histórica de fines del siglo XX, una mutación de largo alcance de la clase obrera tradicional y la consolidación de formas de la dominación política, institucionales y estatales, muy diferentes a las del pasado. Mantenerse insensibles a estas transformaciones fundamentales, en términos programáticos y organizativos, sería un gesto de dogmatismo teórico y conservadurismo práctico. Esto no impide que nos consideremos herederxs de las mejores tradiciones de lucha de las clases populares y de las lecciones duraderas de las experiencias revolucionarias del siglo XX.
Vivimos un tiempo que toma conciencia de las múltiples relaciones de dominación y opresión que atraviesan a la sociedad. Creemos que es necesario superar el debate estéril entre una concepción completamente fragmentaria del sujeto social y una concepción “marxista” reduccionista que subordina de antemano contradicciones primarias y secundarias. Si lo social guarda siempre cierta pluralidad de sujetos que luchan, antagonizan y se movilizan, sin embargo es preciso comprender esa pluralidad como algo estructurado, organizado en torno a coordenadas sociales precisas, vertebradas por la dinámica capitalista. Esto permite pensar la unificación de la pluralidad de movimientos sociales en términos estratégicos no puramente caóticos, azarosos o contingentes. El capital cruza transversalmente (aunque no de la misma manera) una pluralidad de dominaciones y frentes de conflicto. La estrategia socialista debe entenderse como articulación de una multiplicidad de luchas (incluyendo el feminismo, el antirracismo, el ecologismo como dimensiones entrelazadas con, pero irreductibles a, la lucha de clases estricta), a sabiendas de que esa multiplicidad no gira en el vacío sino que se inscribe en las determinaciones históricas de la lógica del capital.
Las luchas feministas y de disidencia sexual están conmoviendo nuestro país y el mundo. Hoy el movimiento de mujeres, pero también el colectivo LGTBIQ (lesbianas, gays, transgénero, travestis, bisexuales, intersex, queer), han puesto de manifiesto la multiplicidad de maneras mediante las cuales el capitalismo, el heterosexismo y la dominación masculina se han anudado históricamente, construyendo identidades de género jerarquizadas y articuladas en torno a violencias y opresiones. Se han gestado movilizaciones de masas como la de Ni una menos o el Paro Nacional de Mujeres del 8 de Marzo que constituyen uno de los elementos más dinámicos, progresivos y avanzados de las luchas emancipatorias de nuestro tiempo en Argentina. Estas manifestaciones entroncan en un feminismo local que ya cuenta con más de tres décadas de historia y que ha puesto en evidencia cómo en distintos frentes de intervención política, la opresión de género (junto con la de clase y la raza) es una variable intersectada insoslayable. Por esto, somos una organización anticapitalista que coloca al feminismo en el centro de su estrategia política. Porque además de las demandas históricas del movimiento de mujeres y feminista (aborto legal, seguro y gratuito, presupuesto para erradicar la violencia femicida contra las mujeres, lesbianas y trans, políticas de no discriminación al colectivo LGTBIQ) entendemos que en el frente gremial es necesario poner en discusión la doble jornada de trabajo de las mujeres, la falta de paridad salarial, así como la necesidad de implementar cupos laborales trans y el reclamo de derechos laborales para colectivos de trabajadoras precarizadas. Porque luchamos por una educación pública con Educación Sexual Integral en todos sus niveles y por una Universidad que produzca conocimiento emancipador no sexista. Porque apostamos a tomar conciencia de los micromachismos y las formas de dominación heteropatriarcales que también existen en las organizaciones de izquierda para deconstruirlas y generar existencias más igualitarias. Porque una organización revolucionaria debe ser parte fundamental de esta nueva radicalidad alcanzada por el feminismo.
Entre los problemas nuevos, la cuestión ecológica ocupa un lugar fundamental para una reformulación del programa revolucionario. La crisis ecológica generada por el sistema capitalista ha creado una situación nueva que la izquierda revolucionaria debe tener en cuenta. El capitalismo es el responsable directo de la mayor amenaza que ha conocido en su historia la humanidad: la destrucción de los equilibrios ecológicos y en particular el cambio climático y el calentamiento global. Las minería a cielo abierto, la deforestación indiscriminada, los desplazamientos de trabajadorxs rurales y comunidades campesinas por las transnacionales, los agro-tóxicos y el patentamiento de semillas, son ejemplos de cómo el capitalismo transforma la naturaleza y la vida humana en una simple mercancía, apropiándose de bienes comunes y despojando de derechos a comunidades enteras. La lucha revolucionaria es también el recurso al “freno de emergencia” del tren que lleva a la historia hacia un desastre ambiental sin precedentes.
Algunas cuestiones estratégicas
La “cuestión del poder” tampoco se expresa actualmente en los mismos términos que en el pasado. Como revolucionarixs creemos que mantiene plena vigencia la perspectiva marxista de la ruptura revolucionaria con el Estado capitalista, sobre la base de la “intervención violenta de las masas en el gobierno de sus propios destinos”. Esta perspectiva, sin embargo, se sitúa actualmente en un cuadro diferente al de otros periodos históricos. Actualmente la lucha electoral es una mediación ineludible, y no sólo en el sentido “clásico” de conquistar “tribunos populares” que sirvan para la agitación en el parlamento. Producto de la consolidación duradera de la democracia burguesa como marco de la lucha política, no puede descartarse la posibilidad de acceso al gobierno por la vía electoral por parte de fuerzas radicales que apuesten, al menos hasta cierto punto, a una ruptura con las clases dominantes. Es decir, la lucha electoral se torna un capítulo estratégico más relevante que en las hipótesis revolucionarias clásicas. Esto no significa, y aquí radica un punto central, que la vía electoral pueda resolver la cuestión del poder, en la medida en que no permite propiamente una toma del poder del Estado por la clase trabajadora y los sectores subalternos. En todo caso, propicia el acceso a un sector del aparato del Estado que debe ser concebido como palanca para intensificar la lucha de clases y apostar a generar las condiciones para una ruptura decisiva con el propio Estado capitalista, en el marco de un proceso de larga duración.
Diferentes experiencias revolucionarias del pasado evocan una cierta imagen aproximativa de estas coordenadas estratégicas: la victoria electoral del Frente Popular en 1936 en el Estado español, pese a las limitaciones de sus direcciones, produjo una respuesta reaccionaria y desencadenó un proceso revolucionario que podría haber desbordado a los aparatos y conducido a un triunfo revolucionario; el acceso al gobierno de la UP en Chile y su proyecto de “vía chilena al socialismo” abrió un proceso de golpes revolucionarios y contrarrevolucionarios durante años, donde las fuerzas revolucionarias no fueron capaces de enfrentar la reacción fascista; el intento de golpe de Estado a Chávez en 2002 se logró responder exitosamente y produjo una radicalización del proceso. Está claro que el triunfo electoral (contra toda tesis reformista o de “vía pacífica al socialismo”) es sólo un momento que permite eventualmente radicalizar la lucha de clases que, en última instancia, se dirime en la capacidad de movilización y auto-organización de las masas y en el peso social y militante de las corrientes revolucionarias para empujar el proceso hacia una ruptura decisiva con las clases dominantes y sus instituciones.
Un “gobierno popular” no puede resolver la cuestión del poder en un marco donde pervive la institucionalidad política y económica capitalistas por la simple razón (que se verifica sin excepciones en la historia) de que las clases dominantes van a presionar hasta el final a un gobierno portador de reformas sociales progresivas incluso, a veces, cuando estas reformas sean muy moderadas. En el largo plazo, las posibilidades de capitulación del gobierno (como en el caso del PT o de Syriza) o de reacción fascista (como en la UP chilena) son muy altas. Si las hipótesis clásicas de acceso súbito y violento al poder en un contexto de desfondamiento y crisis radicales de las formas institucionales burguesas son hoy inverosímiles, ello no significa que podamos abrazar una versión renovada del reformismo o el nacional-populismo como vía de construcción socialista y revolucionaria. Por el contrario, debemos reinventar nuestras hipótesis estratégicas dando cuenta tanto de la relativa solidez y estabilidad del Estado moderno, como de la inviabilidad histórica (harto probada en la experiencia) de los proyectos de reforma social en el marco del capitalismo.
Por un socialismo democrático y libertario para el siglo XXI
A lo anterior se suma la necesidad de definir el proyecto emancipatorio socialista como un proyecto radical, inequívoca y sistemáticamente democrático. La tradición marxista despreció demasiadas veces a la democracia representativa y al derecho modernos, comprendiéndolos abusivamente como meras formas de enmascaramiento de la dominación de clase burguesa. Esto condujo a una oscilación entre un libertarismo ingenuo, anti-estatista y anti-partido, que es en definitiva contrario a la estrategia y la organización revolucionarias, por un lado, y un autoritarismo vanguardista, cargado de peligros totalitarios, por el otro. Probablemente, una de las mayores fuentes de descrédito del ideario socialista en la actualidad sea su asociación en el sentido común con el totalitarismo. Reivindicar no sólo la democracia interna de la organización, sino la necesidad de ampliar el horizonte democrático de la sociedad moderna como parte de nuestro proyecto estratégico, es hoy indispensable.
Debemos denunciar el carácter limitado, trunco y deformante de la democracia capitalista, salvando un ideario democrático radical para la construcción del socialismo. En el capitalismo, el auto-control democrático de la sociedad es en verdad muy limitado. La dinámica ciega de los mercados impone la miseria a regiones enteras y poco pueden hacer los Estados para evitar esto. Además, en el interior de las fábricas, en los lugares de trabajo, no hay democracia alguna sino que las patronales imponen sus designios y salvaguardan sus beneficios con indiferencia por lxs trabajadorxs. En este contexto, debemos pensar el proyecto del socialismo como la profundización, ampliación y radicalización de la democracia allí donde el capitalismo la obtura, obstaculiza, deforma e impide.
En este punto, quisiéramos hacer una referencia a las cuestiones organizativas. Para nosotrxs la cuestión de la democracia no es un lujo de los tiempos de normalidad burguesa en que vivimos, sino el fundamento de toda perspectiva emancipatoria. Esa es una de las lecciones estratégicas centrales de las experiencias revolucionarias del siglo XX. Esta cuestión comienza, y se prefigura, en la democracia interna de las organizaciones del campo popular (tanto partidarias como sindicales o sociales). Los errores en una organización revolucionaria son inevitables, lo importante es lograr corregirlos a tiempo. Y la democracia interna es uno de los recursos esenciales para ello. Las organizaciones que actualmente conocemos de la izquierda de nuestro país están basadas muchas veces en una centralización burocrática, en una homogeneización forzada desde arriba. A la militancia no le suelen llegar los debates, sino las resoluciones, cargadas de “verdades” simples y forzadas. En este punto, apostamos a que nuestra corriente protagonice la experiencia, relativamente inédita para la cultura política local, de impulsar una alta democracia interna y una fuerte cultura deliberativa. Solo en este marco, creemos, es que pueden formarse genuinos cuadros políticos revolucionarios.
Creemos que estas son las “coordenadas estratégicas” de nuestro periodo. Esto deja abierto un grado alto de cuestiones por la simple razón de que no tenemos experiencias históricas lo suficientemente luminosas (como lo fueron los triunfos revolucionarios de Rusia, China y Cuba en el siglo XX) que puedan servir de puntos de referencia claros para la lucha anticapitalista actual. Esta es la “incertidumbre estratégica” de nuestra época, que se recorta a su vez sobre una todavía perdurable derrota del proyecto del socialismo, que aparece socialmente como remoto, irrealizable o incluso –mediante su identificación tramposa, pero efectiva, con el totalitarismo– indeseable. Sobre la base de la experiencia y conforme se desarrolle la lucha, podrá avanzarse a mejores formulaciones estratégicas.
Hacia la construcción de una nueva hegemonía social
Entendemos la política revolucionaria como construcción de hegemonía, es decir, creemos que lxs revolucionarixs no deben impugnar abiertamente las tradiciones populares y políticas preexistentes, condenándose al aislamiento y la marginalidad, sino rearticular en un sentido emancipatorio los mejores elementos presentes en la cultura popular. En el sentido común, el lenguaje, las creencias y los modos de dotar de sentido al mundo en la experiencia de todos los días de los sectores subalternos, yacen vigorosas potencialidades emancipatorias. Si la cultura popular fuera completamente la cultura impuesta por los opresores, si las clases oprimidas se limitaran a asumir para sí de modo pasivo y sin chances de resistencia la ideología dominante, entonces el proyecto de la crítica radical del capitalismo estaría condenado de antemano al fracaso. El socialismo puede todavía articularse como apuesta política porque el sentido común popular no es exclusivamente depositario de concepciones conservadoras que reproducen la dominación social. Por el contrario, en su seno se gestan y plasman también resistencias, núcleos progresivos, anhelos emancipatorios y aprendizajes históricos. La tarea primera de la política revolucionaria es conectar con esa reserva de potencialidades liberadoras que se producen en el seno del sentido común popular con el fin de articularlas en un proyecto hegemónico capaz, llegado el momento, de impugnar radical y globalmente al capitalismo.
Impugnar abiertamente la experiencia de las masas conduce, entonces, a aislar políticamente a lxs socialistas. Sin embargo, tampoco debemos perder de vista que las identidades populares, en las que se sedimentan luchas y conflictos, también están atravesadas por formas de dominación, opresiones coaguladas y conservadurismos plasmados. La vocación de diálogo con las tradiciones populares no debe confundirse con una adaptación sin más a ellas. Una organización política debe permitirse una vinculación selectiva y crítica con sus tradiciones y su vida colectiva. Caso contrario, se corre el riesgo de formar a la militancia en hábitos de adaptación a lo existente que fomentan la integración sistémica, el entusiasmo desmedido con los procesos de ascenso de direcciones reformistas y la confusión permanente entre las necesidades tácticas de la lucha política y las necesidades estratégicas de la construcción socialista y la clarificación programática.
Queremos una izquierda que aporte a la construcción, como diría Gramsci, de una nueva “voluntad nacional-popular” – en el sentido de que los revolucionarixs, en los momentos decisivos, deben aportar respuestas a una crisis del proyecto de sociedad a escala de toda una nación – pero que no sea populista, sino clasista y anticapitalista; una izquierda que sepa que el Estado es un “campo estratégico de disputa”, pero que no sea estatista, sino profundamente anti-burocrática y autogestiva; una izquierda latinoamericana, es decir, inserta en las luchas y tradiciones de nuestra América, pero que evite la tentación de una reivindicación romántica del pueblo o de esencialismos de cualquier tipo; una izquierda que aspire a una política de masas, pero no se deslice hacia la adaptación oportunista al sentido común.
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En la construcción de este nuevo proyecto político en el que estamos comprometidxs se juega la posibilidad de establecer el punto de partida de una nueva tradición política: una izquierda anticapitalista, feminista, democrática, no sectaria, intelectualmente abierta y compleja, atenta a lxs nuevxs sujetxs y a las nuevas problemáticas que emergen en nuestro periodo histórico. En este objetivo pondremos toda nuestra energía y pasión militante.