Por Nico Castelli
Este 17 de septiembre se cumplen diez años del inicio del movimiento bautizado como Occupy Wall Street, destinado a marcar un antes y un después en la historia política estadounidense, sobre todo por sus consecuencias a largo plazo, en cuanto a avances en los debates y la organización de opciones socialistas en un país tradicionalmente reticente a las mismas.
Para entender la historia del movimiento es preciso remontarse a la quiebra de Lehman Brothers en septiembre de 2008. El banco, al igual que muchísimos otros, había estado apostando fuerte a las hipotecas para compradores de alto riesgo, llamadas “subprime”, hasta que los bonos producto de estas operaciones, parte principal de lo activos de la entidad, se desplomaron al estallar la burbuja financiera cuando la oficina estadounidense que regula la calificación crediticia rebajó su categoría.
La Reserva Federal intentó sin éxito convocar a múltiples bancos para financiar una reorganización de la empresa y finalmente la caída de Lehman Brothers, el cuarto banco de inversión más grande del país, provocó el desplome del índice bursátil Dow Jones en un 4,5% en un solo día. Se considera que este episodio fue el clímax de la crisis económica de 2008, un colapso financiero como no se veía al menos desde el crack del 29.
El pánico financiero que siguió a estos acontecimientos se extendió a una velocidad inusitada, primero por los Estados Unidos y luego por el resto del mundo. La prioridad de la mayoría de los gobiernos fue rescatar a las grandes empresas e instituciones bancarias, mientras se dejaba a la población totalmente a la deriva, sufriendo los violentos efectos de la crisis económica. Una vez más se usó el dinero público no para ayudar a los más golpeados por los efectos del desempleo, lo desalojos o las deudas impagables, sino para amortiguar las pérdidas de los responsables del descalabro económico.
Las consecuencias de esta crisis que se disparó en 2008 se evidenciaron en un fuerte aumento de la desigualdad, con un 1% de super ricos que poseen más dinero que todo el resto de la humanidad (situación que se agravó aún más después de la pandemia); un crecimiento del desempleo, que en algunos países llegó a superar el 40% (sobre todo en los sectores más precarizados: mujeres, disidencias, colectivos racializados y jóvenes); mayor precarización o subempleo y una creciente dificultad para el acceso a la vivienda, sobre todo para lxs trabajadorxs más jóvenes. También se multiplicaron las medidas de “austeridad” por parte de los gobiernos, que en general decidieron reducir el gasto público en servicios como transporte y salud, destinando fondos al rescate bancario y reduciendo la calidad de vida de la clase trabajadora y de los pensionados.
Este escenario de evidente injusticia y creciente desigualdad propició en los años posteriores una serie de estallidos en distintos lugares del mundo como denuncia por el deterioro de la calidad de vida de la población y expresión de un fuerte descontento social. Aunque diversos entre sí, estos movimientos tenían similitudes en métodos, organización y reivindicaciones. Allí podemos listar protestas como las que desde 2008 se dan en Islandia, las movilizaciones griegas en el periodo 2010-2012 (que llevarían al gobierno de Syriza en 2015), el 15M de los indignados españoles en 2011 y el movimiento Occupy Wall Street.
Las demandas de este movimiento disruptivo para la política estadounidense se centraron particularmente en el peso de las grandes corporaciones en la política y su capacidad de lobby (un tema especialmente importante en los EEUU), apuntando más en general contra la desigualdad económica, con slogans del tipo “somos el 99%”. Aunque originalmente convocado por la revista anticonsumismo Addbusters, que llamó a protestar en el parque Zucotti, frente a la sede de la bolsa de Wall Street, la idea de ocupar la zona bursátil pronto desbordó a los impulsores y se transformó en una ocupación permanente primero del parque y luego incluso de oficinas bancarias o de servicios financieros de Wall Street. Aunque sumó a grupos como Anonymous y a algunos sindicatos, el movimiento careció de líderes específicos, pudiendo participar cualquier transeúnte que pasara por la asamblea y deseara expresar sus opiniones.
Esta forma asamblearia transitaría algunos de los problemas propios de este tipo de dinámicas, como las intervenciones excesivamente largas o los debates infinitos que llevaban a no tomar ninguna resolución, haciendo que finalmente sólo los manifestantes que podían instalarse la 24 hora en las ocupaciones fueran los que terminaban resolviendo la mayoría de los temas. Problemas del horizontalismo. Aunque en algún momento se contó con el apoyo de algunos sindicatos, nunca se logró una convergencia efectiva con el movimiento sindical (también porque algunas de las consignas anti lobby chocaban con gremios pertenecientes a empresas que basan buena parte de su actividad en los servicios de lobbystas profesionales). En este escenario, aunque muchas veces se impulsaron ocupaciones, autodefensa contra los ataques de las fuerzas de seguridad o huelgas, la mayoría de las acciones se limitó a marchas o demostraciones meramente simbólicas que luego no se traducían en avances respecto de las reivindicaciones concretas.
Sin embargo, al calor de estas asambleas, ocupaciones y manifestaciones se fue formando toda una camada de activistas y se instaló una retórica anti sistémica que sería clave para el fenómeno de la campaña del ex precandidato presidencial demócrata Bernie Sanders en 2016. Aquí podría señalarse otra similitud con el caso de los indignados y el surgimiento de Podemos como nuevo actor político a la izquierda del stablishment español, pero en el caso de Estados Unidos el movimiento político emanado de estas protestas desbordaría el programa de Sanders para avanzar en la construcción de organizaciones propias.
Esta campaña, que con una mirada limitada no iría más allá de la disputa electoral dentro de uno de los partidos históricos del sistema estadounidense, en realidad fue un fenómeno que no se agotó en el surgimiento de un ala progresista del Partido Demócrata (cuya principal figura es Alexandria Ocasio Cortez) o en la imposición de consignas de “justicia social” a políticos mainstream, sino que también operó como catalizador para la consolidación de una izquierda socialista y de un sentimiento anticapitalista importante aunque vago en la población, dando pie “a la moda del socialismo millenial” como llegó a titular un artículo la revista The Economist. Así surgieron o se consolidaron organizaciones socialistas más o menos independientes como Socialistas Democráticos de América (DSA), el Partido Socialista de los Estados Unidos o el Partido Verde, que llevó la candidatura de Howie Hawkins, hasta fuertes organizaciones trotskistas, algo totalmente impensable con anterioridad.
Occupy Wall Street sembró el germen de rebeldía y de resistencia popular necesario para que un amplio movimiento antifascista se enfrentara a las bandas neonazis pro Trump en Charlottsville o protagonizara las históricas protestas de Black Lives Matter y las masivas movilizaciones por el asesinato de George Floyd, que tomarían incipientes tintes insurreccionales con la instalación de una “zona autónoma” en pleno Washington, con centro en una comisaría ocupada.
Con sus aciertos y errores, limitaciones y potencialidades, logros y fracasos, hace diez años el movimiento Occupy fue la semilla de todos estos fenómenos, su precursor primordial, y es importante recordarlo, críticamente y sin idealización, en estos tiempos que auguran un nuevo recrudecimiento en la lucha de clases.
Occupy Wall Street y el resto de los movimientos nacidos al calor del cuestionamiento a la crisis neoliberal de 2008, se caracterizaron a grandes rasgos por un rechazo al stablishment político y a las formas clásicas de organización como partidos o sindicatos, basándose más bien en la organización de círculos y colectivos heterodoxos de forma horizontal, rechazando los personalismos y propiciando el funcionamiento asambleario. Sus plataformas y consignas en un principio eran vagas y dispersas, aunque con el calor de la lucha y los debates fueron dotándose de contenidos más específicos. Estas plataformas, si bien progresivas y altamente críticas de la situación, muchas veces pecaban de un exceso de republicanismo burgués, caracterizado por una reivindicación “honestista” y anticorrupción y la reivindicación de una conciencia “ciudadana” sin elementos claros de clase, lo que no les quita el mérito de repolitizar y organizar a grandes sectores de la población tras décadas de quietud y hegemonía neoliberal.
En una mirada a la distancia de los logros de estos movimientos podríamos decir que el balance de Syriza fue inmediatamente descorazonador y que la experiencia Podemos viene mostrando con mayor claridad sus límites en los últimos años. Tal vez la experiencia más “exitosa” haya sido la islandesa, que no sólo logró tumbar al gobierno sino también lograr cambios constitucionales, desconocer buena parte de la deuda externa y controlar la actividad bancaria. La experiencia estadounidense, en cambio, parece haber logrado una serie de avances en cuanto a una politización a largo plazo, poniendo en pie a un incipiente movimiento político alternativo y socialista (en un sentido amplio), capaz cuestionar los cimientos del sistema, poner en debate temas impensados en el ecosistema político de lo EEUU y hacer temblar al stablishment bipartidista, dando voz a trabajadores, mujeres, migrantes y afroamericanos.