por Diego Couzo (militante de COB La Brecha)
Texto que discute con un artículo de Claudia Hilb (http://www.
Quiero arrogarme el derecho de hablar en nombre de una generación de militantes tardíos. No viví la vuelta de la democracia, y el 19 y 20 de 2001 lo escuché por tv, pues en ese momento el repiqueteo de los gases lacrimógenos se dejaba oír mientras miraba en la pantalla de la computadora las líneas de unos planos dibujados en Autocad. La militancia para mí, empieza en el 2004, cuando ya se habían producido todas las cooptaciones importantes y el reflujo asambleario llenaba de lágrimas los ojos de todxs lxs autonomistas convencidos. Es la entrada a un mar de siglas lejanas, nombres propios importantes pero sin importancia, de hechos vagamente apreciables. Mis viejos no fueron militantes, apenas vieron de cerca las atrocidades de Ezeiza como un épica pintoresca y trágica donde las balas picaban cerca y el mito volaba en avión por sobre sus cabezas. Tardé un tiempo en articular ciertas premisas históricas. Ciertas reverencias a una utopía que soñó minuciosamente con sus pormenores. Siempre me llamó la atención que ciertos mayores a mi alrededor se adjudicaran una posición (etaria) privilegiada para juzgar una época. Son mayores que yo y lo que ellos saben, no está en los libros. En resumidas cuentas, un frase ideológica que no hace más que ocultar la ignorancia presentada como sapiencia.
Esta escena es tragicómica en personas que no se jugaron nunca por nada. Que escondieron la cabeza bajo tierra, aún cuando no había peligro. Es un tipo de subjetividad que está en las antípodas de un maestro de la pluma y el fusil como lo fue, entre otros tantos, Rodolfo Walsh: dejó un testimonio rotundo, una sentencia que se enaltece para acallarla –un recurso frecuente del poder que repite para mitificar–, y que pagó con su vida esa herejía dirigida contra los inquisidores. Acertó en entender el terrorismo de Estado como un modo de subjetivación que halló su punto culmine en la llamada democracia, va de suyo que los sintagmas hablen el lenguaje de los clásicos del pensamiento para la emancipación, pues “en la política económica (…) debe buscarse no sólo la explicación de sus crímenes sino una atrocidad mayor que castiga a millones de seres humanos con la miseria planificada”. Miseria planificada. Hoy podemos hablar de precarización de la vida, esa es nuestra miseria planificada. Vio tan claro, Rodolfo. Ante su figura, ante la de tantxs otrxs, no hay motivo para divorciar la Justicia de la Verdad. No hay motivo para esperar confesiones de los represores, de los genocidas, como garantía de verdad. Mucho menos se puede cerrar una época que aún se guía por esa luminosa carta que reza: miseria planificada.
Intelectuales o ex militantes exiliados devenidos funcionarios de las distintas esferas del Estado, operan un intento de doble clausura de la época: por un lado, esa época fue una hibris, un exceso; por otro, a esta época le toca remendar –jurídicamente– la impunidad de los genocidas. El cierre bifronte implica clausurar la época de los ’70 como consumida en su caldo de desmesura para mostrar que lo posible es lo deseable, que los derechos humanos como enjuiciamiento, como acto punitivo, es lo único posible. Plantear otra cosa es hacerle el juego a la derecha, como si no gobernaran una sarta de bufones que asoman de tanto en tanto, cada vez con más frecuencia, su rostro derechoso más banal, que tercerizan a sus matones para impartir el orden de la propiedad privada en las grandes urbes, mientras que asumen un rol represivo clásico en las zonas menos monitoreadas por el progresismo bien pensante. Qué curioso hecho de sentido común, las palabras de ciertas figuras de renombre del campo burocrático-intelectual querrían más verdad con menos justicia. Y entiéndase bien: menos justicia significa continuidad de la miseria planificada. Pues reducir la pena de los que confiesen significaría más verdad, menos justicia. Más por menos, el ateísmo se ve resentido.
¿Por qué cerrar, entonces, una época de múltiples aristas, de sobredeterminación onírica, que por lo demás sigue abierta? ¿Qué apuro hay? La rueda volvió a rodar: esa miseria planificada resuena hoy al modo más cruel: demasiado numerosos para el encierro, demasiado pobres para la deuda. Aunque no se escatima ni en encierro ni en deuda, tambalea ante la miseria planificada, la clásica noción de ejército de reserva. Pan, circo, deuda: la fórmula mágica del Poder. Por eso la dádiva organizada, por eso la contención del Estado en formas de guetos, en forma de AUH, de cantera de delincuencia, de mano de obra precarizada para la represión parapolicial –hijos bastardos de los grupos de tareas. Qué apuro hay en cerrar la época de la miseria planificada, abierta tras el golpe del 76, denunciada con una lucidez admirable por Walsh, si late en el pueblo las asambleas ambientales, las juntas internas recuperadas, las universidades y lxs estudiantes, las fabricas recuperadas, las somos-malas/podemos-ser-
Quien quiera ver en el modelo punitivo del apartheid un ejemplo a seguir como forma al fin hallada de cerrar acontecimientos bestiales típicamente humanos, vale recordar a Sloterdijk cuando plantea que “el concepto de apartheid, tras su superación en Sudáfrica, se generalizo en todo el ámbito capitalista, desligándose de su formulación (abiertamente) racista y transformándose en un estado económico-cultural difícilmente inteligible, ampliamente sustraído del escándalo. Al modus operandi del apartheid universalpertenece el hacer invisible la pobreza en las zonas de bienestar, por una parte, y la segregación de los acomodados en las zonas de esperanza cero, por otra”. Lejos de cerrarse, el apartheid se ha vuelto global. La supuesta superación del aparthied mediante el juicio y castigo jurídico no es ejemplo para nadie que quiera una transformación radical de la sociedad: una recombinación justa del espacio social, subjetividades igualitarias y autónomas, horizontalización de las estructuras económicas, jurídicas, políticas, una forma-estado que permita y fomente la participación popular (y no que la reemplace). Sería como reducir una época y su desenlace al campo jurídico, cuando se lucha contra/desde/pese-a un modo de subjetivación. Antes bien, el acento podría situarse en cómo esa miseria planificada produce un modo de subjetivar fuertemente despolitizado, temeroso y dialógico-hipócrita. Con ese modo de aparthied global comienza en América Latina una ampliación del capital a nuevos sectores del espacio social, se acentúa una subjetividad individualista, crece el dispositivo de la persona que enarbola un analfabetismo político que dejaría mudo a Brecht.
Tampoco es seguro, como afirman algunxs intelectuales, que sólo de fracasos esté hecho el acervo revolucionario. Las victorias parciales redundaron en una humanidad que estaría en condiciones de gozar de abundantes riquezas alimenticias, culturales, informacionales. Por las victorias del movimiento obrero, del movimiento feminista, del movimiento ecologista, el Poder ha cambiado. Se sabe que el Poder aprende, por eso no hubo una revolución igual a la otra, ni revueltas generada por hechos idénticos. Se sabe que la sociedad cambia sin necesidad de insurrecciones, por acumulación pequeña de prácticas microfísicas e invisibles, imperceptibles. En todo caso, hablar de “qué hubiera pasado si” es materia prima para una excelente novela. El hombre del castillo, de Phill Dick elucubra una supuesta victoria de Hitler en la segunda guerra mundial, un mundo a su medida. Por lo visto se trata de la más inspirada ciencia ficción, pero no parece que ese silogismo aporte mucho para un balance interesante, productivo y sincero sobre la radicalidad de una época y sus miserias.
No hay por qué universalizar la claudicación ante el Estado, ante el Capital, ante la propiedad privada, ante lo posible. La carta de Walsh, lúcida e irrefutable, yace como nuestro legado ético en la lucha contra la miseria instituida, contra lxs que quieren escribir la historia sentados en la mesa de los poderosos. Asumiremos entonces, sin vueltas ni rodeos, nuestro costado utópico, nuestra metafísica revolucionaria, nuestra teología atea, asumiremos con una sonrisa que sentimos orgullo de pertenecer a ese cúmulo de delirantes que saltan para cambiar el eje de rotación de la tierra. Por esa obstinación, el futuro es nuestro: si no existe, lo inventaremos para cambiar el mundo aunque no quiera.