Por Pedro Perucca y Nicolas Deleville
A un siglo de distancia, la sublevación de la base naval soviética de Kronstadt de marzo de 1921 y su posterior represión por el poder bolchevique, sigue planteando una grieta entre revolucionarios comunistas y anarquistas y alimentando balances y conclusiones unilaterales y petrificadas de los hechos. Para entender mejor el proceso, las decisiones que tomó cada uno de los bandos y las consecuencias de este episodio trágico de la revolución rusa es necesario detenernos en el particular contexto en el que se producen los hechos, sin que esto sirva de justificación, y en los argumentos de algunos de sus principales protagonistas, buscando evitar cualquier tipo de acercamiento acrítico.
La Rusia destrozada por la Primera Guerra Mundial se había transformado heroicamente en la primera república comunista de la historia en 1917, pero con un devastador costo económico, social y político del heroico triunfo del poder revolucionario durante la sucesiva guerra civil en la que las fuerzas “blancas” del zarismo contaron con el apoyo militar de catorce naciones (Gran Bretaña, Estados Unidos, Francia y tropas de algunas de sus colonias, Polonia, Serbia, Canadá, Rumania, Italia, China, Checoslovaquia, Japón, Grecia y Australia).
En su El año I de la revolución, Víctor Serge recuerda: “En 1919 se forma la primera coalición contra la República de los Soviets. Pareciendo a los aliados insuficiente el bloqueo, fomentan la formación de Estados contrarevolucionarios en Siberia, en Arkhangelsk, en el Mediodía, en el Cáucaso. Durante el mes de octubre de 1919, al finalizar el año II, la República, asaltada por ejércitos blancos, parece estar a punto de sucumbir. Kolchak avanza sobre el río Volga; Denikin, después de invadir Ucrania, avanza sobre Moscú; Yudenich avanza sobre Petrogrado, apoyándose en una escuadra inglesa. Un milagro de energía da la victoria a la revolución. Continúan reinando el hambre, las agresiones, el terror, el régimen heroico, implacable y ascético del “comunismo de guerra”. Al año siguiente, en el momento en que acaba de decretarse el fin del terror, la coalición europea lanza a Polonia contra los Soviets. El Ejército Rojo llega al pie de las murallas de Varsovia, en el momento mismo en que la Internacional Comunista celebra en Moscú su segundo congreso, y alza sobre Europa la amenaza de una nueva crisis revolucionara. Termina este período en los meses de noviembre-diciembre de 1920 con la derrota de Wrangel en Crimea y con la paz con Polonia”.
A renglón seguido, Serge agrega: “Parece haber terminado la guerra civil, pero el levantamiento de los campesinos y la insurrección de Kronstadt ponen brutalmente de manifiesto el grave conflicto entre el régimen socialista y las masas del campo”. La resistencia soviética ante la ofensiva contrarrevolucionaria, en el marco del llamado “comunismo de guerra”, debió apelar a desesperadas medidas draconianas: fortalecimiento de las medidas disciplinarias, racionamiento, levas forzosas, requisas de cosechas y ganado a los campesinos para abastecer a las ciudades, militarización del trabajo y una creciente lógica militar y de burocratización del Estado. El hambre y el desabastecimiento crecen mientras que disminuye el protagonismo político real de las masas de obreros, campesinos y soldados.
Después de dos años de interminable guerra civil en el inmenso territorio ruso, en el que el Ejército Rojo liderado por León Trotsky logra una imposible victoria, el agotamiento cunde en la joven república socialista. A inicios de 1921, con los principales conflictos militares resueltos (sólo faltaba desalojar a Japón de Siberia, lo que se concretará al año siguiente), la inminencia del invierno multiplica las huelgas espontáneas en reclamo de una serie de mejoras económicas y por el relajamiento de las medidas disciplinarias extraordinarias impuestas por la guerra. Sólo en febrero la Cheka (el servicio de inteligencia soviético, antecesor de la KGB) informa de 155 levantamientos campesinos en distintas regiones, mientras todavía subsisten rebeliones tan masivas como la revolución majnovista, que encabezaron el anarquista Néstor Majnó y sus Ejércitos Negros en Ucrania, o la “rebelión de Tambov”, liderada por el eserista (socialista revolucionario) Aleksandr Antónov. “La ciudad no dio prácticamente nada a la aldea y tomó casi todo de ésta, principalmente para las necesidades de la guerra”, resumió en su momento León Trotsky.
En enero, después de que el Gobierno anuncie un nuevo recorte en las raciones, se suceden una serie de huelgas en Moscú y en febrero estas se trasladan a Petrogrado. La inquietud también se instala en la isla de Kronstadt, destacamento militar en el golfo de Finlandia y base de la diezmada flota soviética del Báltico (apenas quedaban operativos dos buques de guerra, dieciséis destructores, seis submarinos y una flota de dragaminas), un punto de defensa estratégico para Rusia. En 1921 la isla tenía una población de alrededor de 50.000 civiles y 26.000 marineros y soldados. Aunque hasta entonces se había mantenido fiel al gobierno bolchevique, Trotsky sostiene que la composición social de entonces se había modificado respecto de aquellos que habían sido el “orgullo y gloria de la revolución” en 1917, por las numerosas bajas de la guerra, las reubicaciones y un creciente predominio del componente campesino, que trasladaba directamente sus demandas y preocupaciones a la base.
Tras el informe de los delegados que traen las noticias de las huelgas masivas por falta de alimentos y combustibles en Petrogrado y la inflexibilidad del gobierno ante las mismas, el 1 de marzo se realiza una masiva asamblea con más de 16 mil participantes que vota una serie de reivindicaciones que van en el sentido de lo que definen como una “tercera revolución” dentro del proceso ruso (después de las de febrero y octubre de 1917). Sostienen que los actuales soviets no expresan la voluntad de los obreros y campesinos, piden que se convoque a nuevas elecciones con voto secreto y libertad de prensa y discusión para la campaña previa. También exigen libertad de reunión para sindicatos y organizaciones campesinas, liberación de los presos políticos (además de la creación de una comisión revisora de los casos de los detenidos en cárceles y campos), abolición de los privilegios especiales de los bolcheviques y eliminación de las unidades oficiales para reprimir la circulación y confiscar alimentos y garantías de libertad de cría y cultivo para los campesinos, permitir la pequeña producción individual en pequeña escala y otras reivindicaciones. Algunos sectores también planteaban la consigna de “soviets sin bolcheviques”, pero al principio no eran la mayoría. De todos modos, cerca de 300 leninistas fueron encarcelados en Kronstadt al inicio del proceso.
En esta declaración, así como en las asambleas posteriores y en los textos publicados en el periódico de la comuna (la Izvestia de Kronstadt) queda claro que los planteos no son contrarrevolucionarios, sino que expresan el cansancio frente a las dificultades de la vida cotidiana tras la guerra civil y la esperanza de una vuelta a las libertades políticas del primer momento revolucionario ahora que se había garantizado la victoria militar. Pero los bolcheviques hicieron oídos sordos a estos reclamos (posiblemente también para no fortalecer la posición de agrupaciones internas del mismo Partido que sostenían posiciones similares) y desde un primer momento exigieron la rendición incondicional de la comuna, considerando que la sublevación implicaba un riesgo real de invasión de fuerzas blanca por Finlandia. El mar congelado que rodeaba la base estaba a pocos días de romperse y había que resolver el conflicto antes de que esto sucediera, volviendo inexpugnable a la fortaleza.
Algunos de los reclamos económicos eran parte de iniciativas que los bolcheviques venían discutiendo a instancias de Lenin, que se aprobarán en el X Congreso del partido que se desarrolla casi en simultáneo con la rebelión de Kronstadt, dando lugar a lo que luego se conoció como Nueva Economía Política (NEP), un golpe de timón que permitía un gradual retorno de la iniciativa privada para liberar las tensiones acumuladas por la economía centralizada durante la guerra. Muy diferente sería la reacción bolchevique respecto de los planteos respecto de las libertades políticas.
El Congreso, que se llevó adelante en Moscú entre el 8 y el 16 de marzo, con la participación de casi 700 delegados aborda una agenda que da cuenta de la grave situación, con un temario que incluye “El papel económico de los sindicatos”, “La República Socialista en un cerco capitalista comercio exterior, concesiones, etc.” Y “Abastecimiento de alimentos, apropiación de excedentes de alimentos, impuestos en especie y crisis del combustible”. También se discuten las tareas del Partido en relación con la cuestión de las nacionalidades, los problemas de organización internos, la reorganización del ejército y la cuestión de las milicias. Los bolcheviques intentan controlar la explosiva situación reduciendo aún más las libertades políticas y mediante una resolución secreta se condenan las “desviaciones sindicalistas y anarquistas dentro de nuestro Partido”, terminando de excomulgar a la llamada Oposición Obrera, liderada por Alexandra Kollontai.
La urgencia respecto de Kronstadt era real y las preocupaciones bolcheviques tenían su fundamento, pero también hubo una fuerte manipulación informativa para tratar de desacreditar los reclamos de la comuna como contrarrevolucionarios. El propio Trotsky siguió sosteniendo durante mucho tiempo que la rebelión respondía a una intervención de agentes contrarrevolucionarios. En su informe al Congreso, Lenin sostiene que la sublevación es obra de “eseristas y guardias blancos del extranjero”, que en combinación con los planteos “pequeñoburgueses anarquistas” desemboca en una “contrarrevolución pequeñoburguesa”. Zinoviev, además, miente a sabiendas denunciando que “el general blanco Kozlovski había tomado Kronstadt a traición” (el ex general zarista estaba efectivamente en la base, pero no jugó un rol en el comité revolucionario que dirigió la revuelta).
Después de descartar equivocadamente la mediación ofrecida por los dirigentes anarquistas estadounidenses Emma Goldman y Alexander Berkman, que se encontraban en Moscú, las fuerzas leales al gobierno intentan recuperar la fortaleza sin éxito durante varios días. Sólo al final del X Congreso, con casi 300 delegados que se ofrecen de voluntarios para ir a liderar tropas que no mostraban mayor voluntad de reprimir a los camaradas insurrectos, se define el asalto final. Después de más de un día de violentos combates de decenas de miles de soldados frente a las altas murallas defendidas por 135 cañones y 68 ametralladoras, en la madrugada del 18 Kronstadt cae. Se estima que en los combates hubo cerca de 10 mil muertos del bando bolchevique (sobre todo por congelamiento cuando los cañonazos rompían la superficie helada por la que avanzaban las tropas) y cerca de 600 de parte de los defensores, a los que se sumarían luego 13 cabecillas ejecutados a los pocos días y 2000 prisioneros derivados a distintas cárceles y campos, muchos de los que acabarían perdiendo la vida. Los bolcheviques además utilizan una cantidad de métodos inaceptables para las fuerzas revolucionarias, como tomar de rehenes a familiares de los sublevados (una táctica que se había aplicado durante la guerra civil para tratar de garantizar que los generales zaristas reciclados no traicionen al Ejército rojo). Un saldo es trágico para un enfrentamiento entre facciones revolucionarias.
El balance anarquista de los hechos suele limitarse a la condena global de la barbarie bolchevique, tomando a Kronstadt como prueba de que los métodos del stalinismo ya estaban plenamente vigentes en vida de Lenin y que entonces sólo hay una continuidad contrarrevolucionaria entre este evento y los Juicios de Moscú o el Gulag. El trotskismo, por su parte, suele justificar hasta el día de hoy la necesidad de la represión, destacando el peligro real que la caída de la fortaleza en manos enemigas implicaba para la revolución. El propio Trotsky recién matizará un poco su posición en 1939, poco antes de su muerte, planteando que “lo que el gobierno soviético hizo de mala gana en Krontadt fue una necesidad trágica” y reconociendo que los dirigentes anarquistas, incluyendo a Majnó, “tal vez tenían buenas intenciones pero actuaron decididamente mal”.
Una de las pocas voces más interesantes en tiempo real es la de Serge (trotskista con claras influencias libertarias, quien será enviado a Siberia por Stalin y terminará distanciándose definitivamente de Trotsky por sus posiciones en la revolución española), quien pese a que termina alinéandose al bolchevismo repudia la “abominable” masacre”, cuestiona el rechazo a una salida negociada, asegura que la exigencia de los marinos de soviets libres es “sinceramente revolucionaria y desinteresada” (aunque “extremadamente peligrosa en aquél momento”) y opina que una implementación más temprana de la NEP hubiera evitado el desenlace trágico. En un texto de 1942 agrega que Kronstadt “tenía razón” y que sus reclamos comenzaban “una nueva revolución libertadora, la de la democracia popular”. Pero también reconoce que la situación soviética de entonces no habilitaba esa opción de forma inmediata: “Si la dictadura bolchevique caía, en un plazo breve llegaría el caos, a través del caos la arremetida campesina, la masacre de comunistas, el regreso de los emigrados y finalmente otra dictadura, antiproletaria por fuerza de las cosas”.
En el mismo sentido se pronuncia el historiador filo anarquista Paul Avrich, quien en su libro sobre el proceso afirma: “A lo largo del conflicto cada bando se comportó de acuerdo con sus propios fines y aspiraciones particulares. Decir esto no equivale a negar la necesidad del juicio moral. Sin embargo, Kronstadt presenta una situación en la cual el historiador puede simpatizar con los rebeldes y conceder, no obstante, que los bolcheviques estuvieron justificados al someterlos. Al reconocer este hecho se capta en verdad toda la tragedia de Kronstadt”.
En el libro recientemente editado por Herramienta Afinidades revolucionarias. Nuestras estrellas rojas y negras. Por una solidaridad entre marxistas y libertarios, Michael Löwy y Olivier Besancenot, plantean la necesidad de un balance histórico de los hechos que supere el maniqueísmo y las superficialidades de ambos bandos.
Aunque pueda justificarse prácticamente, la represión de la comuna de Kronstadt sigue siendo una marca de oprobio para la revolución y un parteaguas para los revolucionarios del mundo. Más allá del uso interesado y canalla de los contrarrevolucionarios, miles de honestos simpatizantes del proyecto soviético consideraron inaceptable esa resolución y dejaron de alinearse con la URSS, lo mismo que sucederá más tarde con eventos como las represiones a las revoluciones húngara y checoeslovaca. Salvamos las distancias y sostenemos que sin dudas el stalinismo constituyó un incomparable salto de calidad reaccionaria, pero también somos conscientes de que la decisión de reprimir violentamente la disidencia entre camaradas tuvo un dramático antecedente en 1921, que facilitó la consolidación de los sectores burocráticos. Dicen Löwy y Besancenot: “La toma del partido por parte de Stalin tendrá lugar tan sólo un año más tarde, en ocasión del XI Congreso, en abril de 1922. Este advenimiento no fue cosa de un día. Durante la insurrección de Kronstadt, los apparatchiks del Kremlin todavía no se han apropiado totalmente del Partido, aún no han arrebatado la revolución a los soviets, pero se encaminan progresivamente a ello”. Y concluyen: “¿No hay que ver entonces en la revuelta de Kronstadt una prueba de que, potencialmente, todavía existían fuerzas en la base de la revolución, disponibles para el combate contra un burocratismo creciente?”.
La posible y deseable convergencia de tradiciones revolucionarias heterogéneas dependerá en alguna medida también de las respuestas que nos demos a estos eventos tan dramáticos como cruciales de nuestra historia.