Durante las últimas semanas viene notándose cada vez más claramente, en el mundo en general y en nuestro continente en particular, que las políticas de ajuste fiscal aplicadas en los últimos años desmantelaron estructuras que hoy se revelan como imprescindibles para enfrentar una pandemia como la de Covid-19 y los efectos de la crisis económica y social que la epidemia profundiza. La crisis sanitaria muestra lo contradictorio de “poner la vida en el centro” en el marco de un sistema cuyo principal objetivo y motor pasa por la generación de más ganancia. En este sentido, desde Democracia Socialista nos proponemos realizar algunas reflexiones en torno a las desigualdades existentes en cuanto a las posibilidades de sostener nuestras vidas de forma digna mientras duren las medidas preventivas necesarias. También apuntamos a realzar la importancia de la construcción de estructuras propias de la clase trabajadora que nos permitan prepararnos mejor para los convulsionados escenarios post pandemia que nos esperan, impulsando necesarias medidas políticas y económicas que cambien profundamente el paisaje social de nuestro país.
La precarización del trabajo y la (reproducción de la) vida: Continuidades y profundizaciones.
El gobierno de Alberto Fernández impuso con anticipación la cuarentena obligatoria para evitar un desborde en el sistema de salud, reconociendo el desmantelamiento del área tras años de ajuste y abandono. En ese contexto fue evidente que los trabajos que priorizan la vida son los esenciales para enfrentar la epidemia y no aquellos que mantienen una lógica de maximización de las ganancias. Pero, a más de cincuenta días de comenzado el aislamiento social preventivo y obligatorio, comenzamos a observar una flexibilización de la cuarentena debida a la presión de los grupos de poder (cuyo anonimato se preserva detrás del eufemismo de “los mercados”) para una avanzar en la reactivación de lo que ellos llaman “la economía”, es decir, la posibilidad de retomar la acumulación de sus ganancias privadas. Lo llamativo es que los mismos que se preocupan por lo “vulnerable” de la economía en este contexto de crisis son los mismos que defienden las políticas de endeudamiento, precarización y destrucción de la naturaleza.
Mientras que hace semanas se nos muestra en medios y redes la cuarentena de lxs ricxs -en lujosas casas de múltiples ambientes, con jardines y hasta trabajadoras domésticas o “asistentes” de todo tipo-, las organizaciones populares venimos señalando que las condiciones de la clase trabajadora para llevar adelante el necesario aislamiento son muy difíciles. Escuchamos decir “el virus no discrimina entre ricxs y pobres”, una obviedad que oculta que quienes ejercen la discriminación y la desigualdad son las sociedades y no un organismo microscópico. Aunque al comienzo el Covid-19 apareció como una enfermedad de quienes podían viajar al exterior, su alta contagiosidad hacía previsible una importante difusión. Para retrasar esa expansión, el aislamiento social aparecía como una medida necesaria, con la claridad de que es mucho más difícil de llevar a cabo para lxs trabajadorxs, que van a sentir con mucha mayor gravedad las consecuencias negativas del proceso. Sin embargo, la enorme fragmentación de la clase trabajadora y su heterogeneidad pueden llegar a borronear el eje central que separa a quienes sufren esta situación de quienes la pueden transitar sin mayores sobresaltos. Esta es la línea que separa a quienes vivimos de nuestro trabajo de aquellxs que viven y extraen ganancia del trabajo ajeno.
Un difundido análisis de la situación sanitaria muestra que lxs adultxs mayorxs forman uno de los grupos más golpeados, tanto por la mortalidad del virus como por la angustia del aislamiento. Bajo esas condiciones, la desigualdad muestra más claramente sus efectos, en los últimos días de manera descarnada. Por ejemplo, a tres semanas de que se confirmara el primer caso en la Villa 31, las villas y asentamientos en su conjunto sufren un crecimiento exponencial del contagio que contrasta con el “aplanamiento” de la curva a nivel nacional.
Entre lxs trabajadorxs de la economía “formal”, aquellxs que trabajan en las actividades definidas como esenciales arriesgan su salud diariamente, mientras en simultáneo se ven obligados a pelear por equipos sanitarios apropiados y contra las rebajas salariales y despidos que se multiplican en los diferentes sectores. Aunque inicialmente el gobierno decretó la prohibición de despidos, suspensiones y rebajas salariales, los mismos continuaron sin pausa con el aval de las burocracias sindicales, luego acompañadas por el Ministerio de Trabajo. Mención aparte merecen lxs repartidorxs, que siguen superexplotadxs, sin derechos laborales ni cuidados mínimos para ejercer sus tareas, teniendo que costear de su bolsillo los nada baratos elementos sanitarios, mientras las empresas-plataformas incrementan sus ganancias gracias al aislamiento.
Entre quienes están trabajando desde sus casas, también vemos grados de sobreexplotación novedosos. Las patronales se comportan como si fuera lo mismo trabajar en el propio domicilio que en el lugar habitual, con el agravante de que no se otorgan (a veces ni siquiera se piden) las licencias necesarias. El argumento para justificar todos estos abusos siempre es la necesidad de “cuidar” el empleo. En nuestras casas somos lxs trabajadorxs quienes ponemos los insumos para llevar adelante la producción: la conectividad, la electricidad, el equipamiento tecnológico, etc. Además, trabajamos sin tener un espacio físico adecuado y en muchos casos con niñxs o adultxs a cargo en simultáneo. El caso ejemplar es el de lxs docentes, sobrepasadxs de trabajo mientras tratan de aprender la nueva modalidad educativa “a distancia” de manera improvisada, en general cumpliendo jornadas laborales mucho más extensas que aquellas por las que cobran.
La situación de lxs trabajadorxs “informales”, que están privadxs de derechos laborales, así como la de miles de monotributistas y autónomos, es crítica. Salir a trabajar pone en riesgo su salud y su seguridad e implica una violación de las reglamentaciones sancionadas, pero el no hacerlo plantea la imposibilidad de acceder a lo necesario para vivir. Para estos sectores crece la inseguridad laboral, alimentaria y habitacional, lo que siempre va acompañado de problemáticas sanitarias y psíquicas. La ayuda estatal por la vía del Ingreso Familiar de Emergencia (IFE) no llega a cubrir siquiera la canasta mínima de pobreza y además quedaron fuera del mismo millones de solicitantes (por errores de registro, por no tener la nacionalidad argentina, porque algún otro miembro de la familia tiene un trabajo registrado y muchos otros motivos). Por otro lado, la desatención a un sector vulnerable de la clase media se intenta cubrir con un novedoso programa de créditos a tasa cero, que puede ayudar en la crisis pero implica un fuerte endeudamiento a futuro.
Quienes viven en villas, barrios de emergencia o están en situación de calle, accediendo a veces a los paradores estatales, se ven fuertemente afectadxs por el hacinamiento y la ausencia de condiciones sanitarias mínimas para prevenir el contagio. Lo mismo que quienes están detenidos en cárceles y comisarías. Esta situación es bien conocida desde hace décadas, pero los Estados no aprovecharon el mes que tardó en llegar el virus a prisiones, villas y paradores para desarrollar mecanismos que minimicen el impacto en estos lugares de alta peligrosidad.
También muchas mujeres trabajadoras se encuentran en situaciones de precariedad laboral, viendo ahora aumentada su carga de trabajo doméstico impago y no reconocido. Las trabajadoras de casas particulares son un ejemplo claro, ya que a pesar de contar con la ley 26.841 hace siete años, en su absoluta mayoría siguen sin acceder a los derechos laborales básicos y enfrentan una gran exposición durante esta pandemia. La “paciente cero” de la Villa 31 fue una empleada doméstica cuyxs empleadorxs se negaban a continuar abonando su salario si no se presentaba a trabajar aún en medio de la cuarentena obligatoria, en violación de todo resguardo legal y sanitario.
En algunos casos, además, la integridad física y emocional de mujeres e identidades disidentes se encuentra en serio riesgo por el recrudecimiento de la violencia de género. Desde que comenzó la cuarentena se registraron en el país más de treinta y cinco femicidios, mientras que muchas mujeres, lesbianas, trans y travestis se ven imposibilitadas de denunciar los cotidianos hechos de violencia que sufren. El Estado, aún conducido por un frente político del que participan muchas militantes comprometidas con las políticas de género, no logra acertar con medidas para paliar esta situación, en algunos casos por falta de presupuestos acordes y en otros por campañas de difusión equivocadas, que terminan exponiendo más a las víctimas de la violencia de género.
Las personas LGBTIQ+ suman a los problemas anteriores los padecimientos que les impone una sociedad patriarcal como la nuestra, viviendo a menudo socialmente aisladxs desde muy jóvenes y con pocas oportunidades de trabajos seguros, factores que en una situación como la actual contribuyen a aumentar su situación de riesgo.
Este complejo contexto es abordado en los medios de comunicación desde el falso dilema de “cuarentena vs. vuelta a la normalidad económica”. Sin embargo, obligar a lxs trabajadorxs a volver a sus labores implica exponer a la enorme mayoría de la población al contagio, con las consecuencias en número de víctimas fatales que eso podría supoenr. Las medidas de protección sanitaria son imprescindibles y tanto ellas como su flexibilización deben acompañarse con debates acerca de en qué condiciones y con qué gestión de la riqueza social se plantean. Cumplir con la cuarentena y con los cuidados sanitarios es una necesidad vital, pero para que la estrategia sea exitosa es necesario un mejoramiento estructural de las condiciones de vida de las mayorías en nuestro país.
En condiciones ya deterioradas, viejas recetas para los escenarios post-pandemia
La clase empresaria y los grandes medios de comunicación presionan por una flexibilización amplia de la cuarentena. Llaman a abrirle las puertas nuevamente a la “libertad” (como en la carta firmada por Vargas Llosa y Macri) y enfrentar al comunismo (!). Es claro que se trata de vocerxs de poderes dominantes que ven amenazadas sus ganancias exorbitantes (aunque no su seguridad alimentaria, sanitaria o habitacional, como ya señalamos). Tristemente, vemos que sectores de las clases trabajadorxs se suman a esos reclamos, en el medio de la angustia por la situación y la ausencia de una alternativa popular que ofrezca alternativas de fondo.
Mientras tanto, la velocidad con la que la CGT y la UIA acordaron una rebaja salarial para miles de trabajadorxs contrasta con la lentitud para avanzar en el famoso impuesto a las grandes riquezas. Hace ya un mes y medio que apareció la mención sobre este proyecto de impuesto (o de “aporte”, para no implicar cambios impositivos), pero ni el articulado del proyecto ni la fecha de posible sanción están a la vista. Evidentemente, la porción más pequeña y rica de la población argentina está logrando mucha mayor incidencia en las decisiones estatales que las fuerzas populares. Se nos exige tolerar un recorte salarial del 25%, pero se titubea al hablar de una contribución del 1 o 2% sobre las grandes fortunas de los grandes millonarios. Debemos desnaturalizar el hecho de que nuestros sueldos vuelvan a ser la variable de ajuste mientras que el capital y las riquezas acumuladas (producidas diariamente por lxs trabajadorxs) aparecen como una propiedad sacrosanta e inviolable.
En este marco, asistimos a intentos de hacer pasar un ajuste de hecho y en tiempo record como una consecuencia inevitable de la pandemia, como los candidatos a pagar el costo de la crisis se decidieran por una lógica tan natural como la de la fuerza de gravedad. Está claro que quienes viven de las ganancias que producimxs todxs siempre buscan “mejorar” sus condiciones de acumulación y que el gobierno de Macri tuvo la tarea de producir las reformas necesarias para lograrlo, a costa de las condiciones laborales y vitales del pueblo. Durante ese período buscaron una reforma previsional a gran escala y avanzar con una reforma laboral radical, proyecto que si bien fue bloqueado por la movilización popular (al menos en las versiones más brutales que proyectaban empresarios y dirigentes macristas, en muchos casos con complicidad sindical) de todos modos logró imponernos una caída del 23% del salario real en cuatro años. Ahora las clases dominantes aprovechar el disciplinamiento social derivado de la epidemia, que permitió una rebaja salarial del 25% sin respuesta popular masiva, para avanzar con su programa de fondo. Para enfrentar este proyecto es imprescindible que nos organicemos en los lugares de trabajo y en los barrios en defensa de los derechos de cada sector de la clase trabajadora.
Por otro lado, hay quienes se esperanzan con una hipotética muerte del neoliberalismo a manos del virus. La expectativa apunta a volver a alguna clase de “estado de bienestar”, reconstruido en base al efecto demostración del fracaso del libremercadismo para enfrentar la crisis sanitaria. La pandemia llega en un momento histórico de agudización de las desigualdades, de alta concentración de la riqueza y de financiarización de la misma, producto de la dirección que le fue dada a la economía capitalista en las últimas cuatro décadas.
En 2019, el 80% de la población mundial contaba con solo el 4.5% de la riqueza. Actualmente, del total de la recaudación impositiva del país, aproximadamente un 70% está constituido por lo que se paga por el Impuesto al Valor Agregado (IVA) y el impuesto a las ganancias. El IVA es un impuesto que se paga al consumir cualquier producto. Cuánto menos dinero percibe una persona, mayor es la parte del ingreso que gasta en el consumo (difícilmente pueda ahorrarse en situación de pobreza o de muy bajos ingresos), mientras que cuanto más dinero percibe, menor es la parte que gasta (dedicando el resto a inversiones, ahorros o fuga lisa y llana). El IVA es, entonces, un impuesto sobre el total de los ingresos de los sectores sociales más bajos, con un porcentaje que desciende a medida que se sube en la escala de ingresos. Por otra parte, de lo que se recauda por el mal llamado impuesto a las ganancias (los salarios no son “ganancias”), una fracción desproporcionada proviene de lxs asalariadxs que viven de su trabajo y no de la clase que vive de la timba financiera, de la propiedad de empresas o las riquezas producidas por otrxs.
La crisis en curso dejará más desempleo y pobreza en todo el mundo. Por eso la derecha global comienza a organizarse para que la minoría dominante no pierda privilegios, incluso buscando generar mejores condiciones de acumulación gracias al disciplinamiento social generado por la crisis. Mientras tanto, otros sectores buscan la manera de impulsar un cambio en el sistema económico mundial que vaya en el sentido de una disminución de la desigualdad. En cualquier caso, para llevar esto adelante es necesario quitarle a lxs ricxs parte de su riqueza. Hay muchas propuestas al respecto, que nos parecen valiosas, aunque discutibles y mejorables. El punto débil de estas propuestas pasa por desconocer el hecho que vivimos en una sociedad de clases en la que históricamente sólo se pudieron imponer medidas económicas favorables a las clases trabajadoras y desfavorables a los sectores dominantes en contextos de en los que la correlación de fuerzas se inclinaba para el lado de lxs sectores populares.
Esas relaciones de fuerza se construyen en la práctica y en la acción, muchas veces en contextos extraordinarios. Estamos atravesando una de esas situaciones extraordinarias y si no presionamos por la implementación de medidas en favor de las mayorías, los sectores reaccionarios avanzarán más fácilmente en imponernos una mayor precariedad de la vida.
El Gobierno tampoco está discutiendo la legitimidad de una deuda externa que ha recaído sobre las espaldas de todxs lxs trabajadorxs. Sabemos que el proceso de endeudamiento tiene origen en la última dictadura cívico-militar y que durante el macrismo se profundizó. La deuda pública pasó del 53% del PBI en 2015 a representar el 89% al fin del mandato de Cambiemos. Frente a la crisis global, el pago de esta deuda no debería ser una urgencia. En estas circunstancias, es curioso que los mismos que impulsaron una fuerte precarización de nuestras vidas por la vía del endeudamiento de las economías cotidianas de la mayoría y del empeoramiento de las condiciones laborales y vitales en los últimos años, hoy sumen su apoyo al proyecto de “Restauración de la Sostenibilidad de la Deuda Pública”.
Por ello, creemos que las medidas para salir de la crisis no tienen que ser pagadas por lxs trabajadorxs. Si la prioridad es poner en el centro la vida de todxs, es necesario comenzar con una auditoría de la deuda mientras están suspendidos los pagos y aplicar un impuesto permanente a las grandes fortunas que sirva para garantizar la salud, la alimentación y la vivienda de nuestro pueblo trabajador. Este es un camino posible para reducir la desigualdad que nos atraviesa como sociedad, pero para avanzar en él es imprescindible la organización autónoma de quienes vivimos de nuestro trabajo, poniendo de pie urgentemente un nuevo sindicalismo.
Los desafíos que se abren
Hace poco más de medio año el pueblo argentino rechazó por todos los medios la continuidad de las políticas macristas de ajuste. Se impugnó a un gobierno que había depreciado el salario de lxs trabajadorxs como hacía décadas no sucedía y devaluado lo público con recortes en ciencia y técnica, salud, educación y cultura, entre otros ámbitos; que había reprimido impunemente y profundizado la precarización de la vida. Así se logró sacar del gobierno a una coalición que también le había dado la espalda al aborto legal (rechazándolo desde el Poder Ejecutivo y aportando la mayoría de sus votos legislativos para obturarlo) y que incluso impedía las interrupciones legales de embarazos. Muchxs de los votos que obtuvo el actual gobierno también estaban cargados de las expectativas en ese nuevo frente político, que muchxs vieron como la posibilidad de recomponer lo perdido y avanzar hacia nuevas conquistas. En el contexto actual esos deseos deben estar más vigentes que nunca.
Desde nuestro punto de vista, si no queremos que la crisis se transforme en un escenario propicio para que los capitalistas repartan sus pérdidas entre el conjunto de lxs trabajadorxs (cuando nunca reparten las ganancias), debemos organizarnos alrededor de medidas concretas que impongan mejores condiciones para las mayorías. Creemos que ésta es una condición necesaria para que llevar adelante las políticas que necesitamos quienes vivimos de nuestro trabajo, quienes producimos todos los bienes y la riqueza existentes. La única posibilidad de que avancen políticas que deben afectar intereses poderosos (aunque minoritarios) es con un masivo apoyo de fuerza popular. Como decíamos, esa es una condición necesaria, pero no suficiente. También es necesario que el gobierno al que le toca impulsar y ejecutar esas políticas no tenga compromisos con los grupos de poder.
Esta crisis, como todas las del capitalismo, plantea la posibilidad de una redefinición de los mecanismos de opresión y explotación, al tiempo que muestra lo destructivo que es para nuestras vidas el modelo productivo actual. Pero las clases empresariales, los banqueros y los especuladores de siempre no podrán avanzar contra un pueblo organizado. Por eso, apostamos a recuperar nuestra larga tradición de organización como clase trabajadora, hoy sumando los aportes de los feminismos y su atención a la importancia de los trabajos de cuidados y de reproducción social, y de los movimientos medioambientales que denuncian la devastación que este sistema produce. El fortalecimiento de la autonomía de los movimientos sociales frente al gobierno, un nuevo sindicalismo feminista sin compromisos con las patronales y la articulación de las diferentes fuerzas populares serán tareas centrales para responder a los ataques de las clases dominantes y conquistar favorables a las grandes mayorías sociales.