Entrevista en línea directa
Buenos Aires-Neuquén Argentina.
Agosto de 2013
Agustín Santella: En el número 0 de la revista Contratiempos, y también en tu nota que publicamos en Democraciasocialista.org, venís proponiendo la idea de que los marxistas deben plantear una ética o normativa como ámbito autónomo, en relación a la ciencia. En la tradición marxista esto se asociaba al planteo de Bernstein con su vuelta a Kant y rechazo a Hegel. ¿Qué opinas de ese debate? O más bien ¿En qué sentido tu planteo difiere de Bernstein sobre todo en sus implicaciones estratégicas?
Ariel Petruccelli: Yo pienso que la tradición marxista no consideró a la ética, en general, como un ámbito de reflexión autónoma y del que valiera la pena ocuparse. Había algunas buenas razones parciales para esto, pero el hacerlo se cobró un costo elevado. Una de esas buenas razones era el principio realista de que no se cambia el mundo con discursos morales: la explotación no va a desaparecer por la eficacia de una prédica moral, sino cuando se den las condiciones que la hagan innecesaria. Otra buena razón era apuntar a un conocimiento riguroso, científico, de lo que ocurre en el mundo. El problema fue que se insistió tanto en el realismo y en la necesidad de ciencia, que prácticamente se eliminó la reflexión ética. O mejor: sólo se dispuso de criterios para explicar el surgimiento histórico de éticas determinadas, pero no de criterios sustantivos para fundar una ética propia. Esto facilitó un consecuencialismo muchas veces irresponsable: en nombre de grandes fines se toleraron o incentivaron todo tipo de medios, incluso deleznables. Ahora bien, desde luego que yo no creo que el marxismo deba reemplazar el estudio científico por la reflexión ética. Lo que pienso, más bien, es que debe asumir que son ámbitos relacionados, pero cada uno con características propias. La ciencia proporciona conocimientos, pero no puede decidir sobre los fines. Ser socialista porque se piensa que el socialismo es inevitable, el destino ineludible de la humanidad (una idea, por lo demás, cada vez más difícil de afirmar sin ruborizarse) es en buena medida una decisión oportunista: ¿si creyéramos que lo inevitable es el capitalismo deberíamos ser pro-capitalistas?
Mi planteo es que un marxismo depurado debe asumir que la ciencia nos proporciona hipótesis (no verdades reveladas) y nos sugiere posibilidades a futuro (no inevitabilidades). Pero si el socialismo es tan sólo una posibilidad, entonces requiere además una justificación ética: para luchar por él debemos estar convencidos no sólo de que es posible, sino también de que es deseable.
Bernstein planteó correctamente en términos teóricos la relación entre ciencia y ética. Pero Bernstein no concluyó en la vía reformista como consecuencia de su perspectiva ética, sino más bien como consecuencia de ciertos análisis sobre la situación contemporánea, las características de la clase obrera, el desarrollo del capitalismo, etc. Aún así, es obvio que la adopción de una determinada vía estratégica por parte de Bernstein no fue ni puramente una deducción científica, ni el resultado de su reflexión moral. Fue una decisión eminentemente política vinculada a ciertas evaluaciones científicas y a cierta perspectiva ética, pero irreductible a ellas. Yo no coincido con la perspectiva estratégica de Bernstein. Pero asumir que la ética es un ámbito de reflexión autónomo resulta compatible con cualquier perspectiva estratégica, del mismo modo que, si miramos bien las cosas, un mismo diagnóstico científico puede ser compatible con diferentes políticas.
Volviendo a Bernstein, la relativa autonomía de su perspectiva política se hace patente ni bien nos percatamos que sin su ética socialista, sus análisis científicos bien podrían haberlo llevado a defender abiertamente el capitalismo, sin pensar siquiera que a largo plazo esos desarrollos conducirían al socialismo (aunque lo hicieran por una vía no revolucionaria). Y no es menos importante señalar que de esos análisis (que sería imposible resumir aquí) no necesariamente se deducían conclusiones reformistas: aceptando su diagnóstico, un revolucionario podría sostener que el mismo no garantizaba una transición lenta y gradual al socialismo; a lo sumo sólo indicaba que no era momento de aventuras revolucionarias, por lo que correspondía acumular fuerzas a la espera de condiciones propicias que ya vendrían (en vez de procurar acceder al poder inmediatamente).
En el fondo, lo que ocurre es que toda decisión política es un cóctel que incluye:
a) un diagnóstico científico sobre la situación (aquí se puede tener certezas cognitivas relativamente grandes pero nunca absolutas),
b) una previsión de las posibles tendencias a futuro (este es un ámbito inevitablemente más incierto que el anterior),
c) una perspectiva ética que proporciona un anclaje evaluativo con el que juzgamos la situación y sus posibles perspectivas. Como es obvio, se puede coincidir descriptivamente en el diagnóstico de una situación y no coincidir en lo absoluto en la manera en que la juzgamos. Este ámbito puede incluir certezas, pero se trata de certezas morales, no científicas.
La diversidad de posiciones diferentes que se registran incluso entre quienes adhieren a una misma familia política tiene que ver con el carácter irreductiblemente incierto de estas decisiones, consecuencia de que las mismas incluyen insumos provenientes de ámbitos diversos, muchos de los cuales son de por sí poco categóricos (las previsiones, por ejemplo). En todo caso, cuanto más auto-conscientes seamos de todo lo que incluye una decisión política, en mejores condiciones estaremos para entender a las otras opciones; lo cual, creo, es indispensable poder dialogar y discutir seriamente.
A.S.: Entonces la tradición científica socialista derivaba la ética correcta de la ciencia realista. Si no es así, ¿cuál es el fundamento de una ética socialista? ¿Porque ser socialista y no democrático liberal o simplemente republicano? ¿O es lo mismo cualquier opción?
A.P.: Reconocer que la ética es un ámbito relativamente autónomo respecto de la explicación causal de los fenómenos históricos implica que la justificación ética tiene, en parte, criterios propios. Pero estos criterios no están completamente desconectados de las evidencias históricas. Son irreductibles a ellas, pero toda discusión ética (salvo al nivel más abstracto) supone algo de evidencia empírica. El punto, en todo caso, es cómo se conjugan los principios abstractos con las decisiones concretas. Una crítica común a las propuestas éticas es que las mismas enuncian grandes principios que luego es casi imposible cumplir o cuyo cumplimiento no siempre se verifica. Por ejemplo el mandamiento de “no matarás”. En abstracto todos podemos estar de acuerdo con él, pero la historia de la humanidad es una historia de matanzas. Ahora bien, creo que entre el principio ético y las acciones éticas (o faltas de ética) existe un vínculo análogo al que se establece entre un modelo teórico y los casos empíricos. En ambas circunstancias sucede que el cumplimiento de la “ley” requiere de ciertas condiciones ideales. Que los globos aerostáticos y los aviones vuelen no desmiente a la ley de gravedad. Del mismo modo, el principio general “no matarás” puede contemplar ciertas circunstancias en las que violar la norma sea aceptable: por ejemplo en defensa propia. En fin, la discusión ética no se agota en los principios, supone también -y acaso sea lo más difícil- establecer en qué circunstancias sería aceptable abrogar un principio.
Para mí no es difícil sostener, desde los principios, la validez del socialismo. Una fácil crítica al republicanismo y al liberalismo es: ¿por qué contentarnos con tan poco? Si la igualdad política es tan importante, ¿por qué entonces tolerar las enormes desigualdades económicas de nuestras sociedades? ¿Acaso las desigualdades económicas no pesan tanto o más que las desigualdades políticas en la vida de las personas? Aceptando la validez de la igualdad de oportunidades: ¿alguien puede creer seriamente que en el capitalismo puede haber una genuina igualdad de oportunidades? La planificación económica puede ser perfectamente defendida en nombre de la responsabilidad y la prudencia. Asumiendo el principio kantiano de que los seres humanos no pueden ser tratados como medios, sino que deben ser tratados como fines, es posible una severa crítica al capitalismo, que trata a todo el mundo como medio para el beneficio privado. La propiedad colectiva puede ser defendida fácilmente como la propiedad común de los bienes comunes. Todo liberal auténtico y sincero es un socialista en potencia. Y si no lo es (amén de intereses personales a veces inconfesables) ello se debe menos a un cuestionamiento de los principios socialistas, que una apreciación (supuestamente realista) sobre su imposibilidad, o sobre supuestas consecuencias nocivas que de él sobrevendrían: males provocados persiguiendo nobles fines.
La diferencia ética entre los socialistas y los liberales honestos atañe menos a los principios básicos, que a los modelos viables de sociedad que puedan realizarlos al menos parcialmente. El punto, pues, no es tanto si el socialismo posee o carece de principios éticos que lo validen, sino si el socialismo es viable. Aquí es donde la discusión sobre los principios se entrecruza con el análisis empírico. Lo complejo no es tanto validar un principio ideal, sino el establecer qué “segundos mejores” son aceptables si el ideal completo no fuera alcanzable. La diferencia entre un marxista y un anarquista reside menos en los principios y en los objetivos (ambos buscan una sociedad sin clases y sin Estado) que en las perspectivas sobre lo que se cree factible hacer en el corto y mediano plazo. La discusión con los liberales igualitarios es análoga.
Ahora bien, si como marxistas hemos de mantener un doble compromiso con los principios éticos y con el realismo sobre lo que sucede en el mundo; la cosa se hace ciertamente complicada cuando (como creo sucede en la actualidad) lo que ocurre en el mundo no parece encaminarse a la realización de los principios. Aquí se producirá una escisión entre quienes permanecen leales a los principios (al costo muy probablemente de la impotencia y la marginalidad política) y los que eligen el realismo, hacer “lo posible”, aunque ello no realice los principios. Si el objetivo es aunar los principios con una perspectiva realista, tener que elegir entre una cosa y otra es ciertamente un doloroso dilema. Pero no siempre es posible aunar ambas dimensiones. Yo creo que estamos ante una situación así. Las posibilidades de derrocamiento del capitalismo en el futuro más o menos cercano me parecen francamente mínimas. Puesto a elegir, elijo la lealtad a los principios: no me interesa el realismo si ser realista implica aceptar que no podemos realizar la utopía. O mejor: me interesa el realismo a la hora de entender lo que sucede en el mundo, pero no me interesa el realismo político si un análisis realista me lleva a aceptar la insuperabilidad del capitalismo.
Lo que sucede con la mayoría de las organizaciones de izquierda es que al no distinguir claramente entre principios éticos y análisis de la realidad, y al pensar que toda su política es una simple deducción de sus análisis, se ven forzadas a violentar los datos para sostener cosas que a todas luces no son las que suceden. Las que debieran ser hipótesis científicas revisables y rechazables se convierten así en piezas doctrinarias, y con ello en dogmas irrefutables. La no separación entre principios éticos y análisis de la realidad hace que lo que se presenta como hipótesis supuestamente científicas opere en realidad como afirmaciones de principio, inmodificables. Por ejemplo, cuando a un militante trotskista se le cuestiona que las fuerzas productivas hayan dejado de desarrollarse (¿quién puede dudar de que han seguido y se siguen desarrollando?) o que no es la nuestra una época de “guerras, crisis y revoluciones” como lo fue el período de 1914-1945 (¿quién puede dudar de esto?), lo que se le está cuestionando no es una hipótesis científica que, como tal, puede ser modificada o rechazada: se le está cuestionando su identidad. Este es el elevado precio de fundar la identidad en lo que se cree son hipótesis científicas: no se las trata como tales, porque no pueden ser refutadas como cualquier hipótesis auténtica. A la larga esto conduce a análisis de la realidad cada vez más descabellados, que tanto descrédito generan sobre todo en los círculos intelectuales.
Yo creo que es imperioso reconocer que lo que funda nuestra identidad como revolucionarios es una serie de principios éticos. Principios que no están exentos de discusión y debate, pero que, por el carácter particular que poseen los valores en relación a los hechos, no son tan fácilmente refutables, si es que lo son en absoluto: sea lo que fuere que ocurra en el mundo, no hay razones lógicas para abandonar los principios. Esto es algo que no rige con los “hechos” o con las hipótesis científicas: si las evidencias no las corroboran deben ser modificada o abandonadas. Distinguir ambas dimensiones, pues, es fundamental para tratar a las afirmaciones empíricas y a las hipótesis causales como lo que son: no se me cae el mundo a pedazos ni debo dejar de ser socialista porque compruebe que las fuerzas productivas siguen creciendo.
A.S.: Sin embargo habría una serie de hechos que desmentirían fuertemente la alternativa socialista si que es que se dieran como lo señalaste antes, en primer lugar la capacidad igualitaria del capitalismo. Quizá la concepción del desarrollo productivo social como criterio básico de la progresividad histórica en el marxismo ortodoxo tendiera a tomarse de manera mecánicamente objetiva y técnica, como bien analizás extensamente criticando al primer Gerald Cohen. ¿Podrías relacionar esto para quienes no han leído tus libros? Esto es, ¿cuál es la relación entre la concepción del materialismo histórico renovado y una concepción realista pero también normativa de la alternativa socialista?
A.P.: El marxismo, tal y como era entendido en sus versiones ortodoxas, hacía hincapié en el desarrollo universal de las fuerzas productivas. El supuesto era que este desarrollo, concebido como universal e indetenible, llevaría necesariamente a hacer estallar a las relaciones capitalistas de producción cuando las mismas se demostraran incapaces de continuar desarrollando a las fuerzas productivas. Indudablemente, esta interpretación encuentra aval en algunos textos de Marx; pero no es menos cierto que hay otros textos marxianos que van en otra dirección, y que el último Marx negó explícitamente que él pretendiera establecer una teoría histórico-filosófica en la que el desarrollo productivo garantizara que se llegue a un determinado tipo de sociedad. Yo pienso que esa concepción, digamos, tecnológica del marxismo no es defendible. Pero creo que un marxismo que hace hincapié en las relaciones de producción (más que en las fuerzas productivas) sigue siendo una excelente teoría social, y la que a mí más me convence a la hora de tener que explicar lo que sucede en el mundo.
La concepción tecnológica parecía garantizar el triunfo inevitable del socialismo: el desarrollo tecnológico nos llevaría a él. Y esta fue una idea clave en el movimiento socialista clásico, ya que daba a los militantes una enorme seguridad en el triunfo de su causa. Sin embargo, había un salto lógico en esa perspectiva: aún cuando fuera cierto que las fuerzas productivas se desarrollaran y derrumbaran a las relaciones de producción que se convertían en trabas para ese desarrollo, ¿qué garantizaba que lo que sucediera al capitalismo fuera el socialismo, y no otro régimen de explotación? Evidentemente, nada lo garantizaba, como muchos marxistas comenzaron a pensar sobre todo luego de los años treinta del siglo pasado. Sin embargo, la fe en que el triunfo del socialismo era inevitable, aunque teóricamente no sea ni fuera defendible, proporcionaba una serie de certezas existenciales que son fundamentales para la acción. Sobre todo para la acción política en contextos de alto riesgo, como lo fueron generalmente las circunstancias de los revolucionarios en el siglo pasado. Para jugarse la vida por una causa son necesarias certezas relativamente fuertes, antes que dudas e incertezas radicales. Esto genera, en una doctrina como la marxista -que quiere ser realista y científica pero, al mismo tiempo, apasionadamente militante- una serie de dilemas. Los matices, las dudas, la formulación de preguntas incómodas son enormes virtudes intelectuales: las grandes obras filosóficas y científicas abundan en ellas. Pero estas virtudes intelectuales pueden ser un lastre para la acción política, que necesita decisiones imperativas, polarizaciones dicotómicas, certidumbres que permitan actuar. Uno podría pensar en cambiar la lógica política, hacer que la política tenga otros fundamentos. Y no hay que descartar esta vía. Pero no deberíamos engañarnos: lo cierto es que las reglas que hacen a una buena faena intelectual no son necesariamente las mismas que hacen a una buena tarea política. Esta es la tragedia del marxismo, y es el fundamento conceptual, por así decirlo, tras la cada vez más acentuada división entre intelectuales y militantes (división también muy fuertemente condicionada por ciertas circunstancias sociales, desde luego). Yo soy de los que, aceptando la relativa especificidad de cada uno de estos campos, se niega a separarlos por completo. Creo que hay que mantener un doble compromiso con el rigor intelectual y el compromiso político, pero sin ser ingenuos: ambas dimensiones tienen lógicas parcialmente diferentes. Y en vistas de hacer posible y productivo este doble compromiso (que siempre entraña el riesgo de ser, a la vez, un mal científico y un mal militante), pienso que debemos fundar éticamente nuestras certezas y convicciones más profundas, para así poder realizar un serio trabajo de investigación: cosa muy difícil si el rechazo de una hipótesis o la no vinificación de una previsión empírica socava mis certidumbres existenciales.
Ahora bien, para la ortodoxia marxista el crecimiento productivo indefinido era no sólo una tendencia empírica sobre cuya existencia no se dudaba, sino que era además algo juzgado positivamente (aunque fuera de forma implícita). El desarrollo productivo crearía una sociedad de una abundancia tal, que todo el mundo podría tener todo lo que quisiera y, sobre esta base material, desarrollar libremente sus capacidades creativas. Esta es una visión que actualmente (por más plausible que pudiera parecer en el siglo XIX) se muestra claramente insostenible. Los recursos no son infinitos (hoy esto ya es una obviedad), y el crecimiento no es necesariamente algo bueno, como quiere la ideología del progreso a la que adhirió algo cándidamente el marxismo ortodoxo: ¿qué hay de bueno en el crecimiento del cáncer? El crecimiento no es en sí mismo ni bueno ni malo: todo depende de crecimiento de qué, para qué y en beneficio de quiénes.
Yo no tengo dudas de que el desarrollo de las actuales sociedades capitalistas de consumo está haciendo cada vez más inhabitable nuestro planeta. Por consiguiente, estoy convencido que el socialismo de nuestro tiempo debe asumir con todas las letras que una sociedad socialista debería reducir el ritmo de desarrollo y los niveles globales de consumo. Esto significa que el socialismo no puede producir lo mismo que el capitalismo e incluso en mayores cantidades (para que haya para todos). El socialismo no sobrevendrá como una superación del capitalismo en la misma dirección en que este se mueve; debe surgir combatiendo frontalmente muchos de sus valores (aunque por supuesto que no todos). Es imperioso, a mi juicio, contraponer a los valores capitalistas de la competencia, el crecimiento cuantitativo, la desmesura, los beneficios inmediatos y el consumo de bienes como horizonte principal de expectativas, valores antagónicos en clave socialista: solidaridad, crecimiento cualitativo, mesura, responsabilidad a largo plazo y un horizonte de expectativa orientado a las actividades auto-realizativas. Nada de esto, desde luego, va en desmedro del interés de clase o el sentido de lucha del movimiento socialista tradicional.
A.S.: En ciertos lugares, por ejemplo en Nuevo topo número 6 (2009) has escrito sobre las tareas de la nueva izquierda. Entre ellas está la actualización del marco estratégico socialista acorde a la situación histórica actual. ¿En qué ha cambiado o debería cambiar la estrategia socialista actual respecto de la formulación de las revoluciones clásicas (Comuna de París, Rusia)? ¿Cuáles han sido los rumbos de las revoluciones del siglo XX que requieren su actualización programática? Añado a esta pregunta general una más específica con cierto carácter histórico pero siempre en relación a la cuestión de la actualización del marco estratégico. ¿Qué balance podemos hacer de las revoluciones sociales post-clásicas como la cubana, china, nica, etc.?
A.P.: Bueno, son preguntas de una enorme magnitud. No creo que pueda dar una respuesta mínimamente adecuada en los marcos de una entrevista; pero puedo arriesgar algunas ideas-fuerza, anudar algunos cabos que no agotan el asunto, pero apuntan, creo, a cuestiones importantes.
En primer lugar, yo diría que el movimiento socialista clásico -digamos de finales del siglo XIX y comienzos del XX- menospreció las tareas y dificultades de erigir una economía socialista. El presupuesto era que la historia misma, casi naturalmente, resolvería los problemas. Esto hizo que tanto el ala reformista como las corrientes revolucionarias no tuvieran muy claro qué hacer al llegar al poder. Con el tiempo, tras varios lustros de revolución en marcha (en Rusia, etc.) o de ejercicio del poder en los marcos del capitalismo, se pudo tomar esas experiencias como modelo, aún cuando se les hicieran críticas o correcciones parciales. Sin embargo, creo que hoy está claro que el modelo socialdemócrata no es ninguna vía hacia una sociedad anti-capitalista (como pretendió serlo en sus ya remotos inicios), y que el “modelo soviético” de economía planificada -que en un sentido podría ser considerado una economía no-capitalista, aunque inserta en el mercado capitalista mundial- presenta falencias tan grandes en cuanto a justicia, igualdad, eficiencia y sustentabilidad que ha dejado de ser, en lo absoluto, una alternativa.
Si lo anterior es básicamente correcto, entonces la conclusión que se desprende -al menos para quienes no quieran aceptar que el capitalismo es un horizonte irrebasable; y yo no lo acepto- es que el socialismo debe ser re-inventado. Pero hay que asumir la radical incertidumbre que hoy tenemos sobre las formas institucionales reales de una democracia y una economía socialistas. Desde luego que yo no preconizo armar un diseño completo -hasta el último detalle- de la sociedad del futuro antes de actuar políticamente. Pero sí me parece que es necesario poseer al menos una idea de sus contornos, y que ello condiciona las estrategias que se diseñen. Por ejemplo, tendremos perspectivas estratégicas seguramente diferentes si pensamos que el mercado podría ser abolido en un breve lapso, que si suponemos que no podría ser erradicado ni siquiera en un mediano plazo. Diferencias semejantes se desprenden de la idea que nos hagamos del futuro orden político socialista: ¿Habrá división de poderes? Si la respuesta es sí, se deduce que las críticas a la división de poderes en el capitalismo se debe orientar a su insuficiente cumplimiento; si la respuesta es no, entonces se podrá denunciar a este mecanismo como una “patraña burguesa”. Y así podríamos seguir agregando ejemplos. Desgraciadamente, creo que la izquierda militante ha dejado de pensar en estas cosas, y ello es gravísimo. Sobre todo cuando las experiencias revolucionarias del siglo XX han terminado como lo hicieron.
En tercer lugar, no se si es correcto dividir las revoluciones socialistas en clásicas y pos-clásicas. Pienso sin embargo, que hay un gran trabajo historiográfico e intelectual por hacer en este campo. Hoy no podemos tener la misma mirada que hace treinta o cincuenta años atrás. Mi balance de las experiencias revolucionarias (tanto las que has llamado clásicas como a las que has definido como post-clásicas) no es muy positivo, desde luego. Pero aquí cabría hacer algunas aclaraciones. La primera -sobre la que en cierto modo algo has escrito vos, Agustín, en El tren de Finlandia– tiene que ver con la perspectiva de los actores revolucionarios que actuaron en momentos específicos, y la perspectiva que podemos y debemos tener nosotros, con la ventaja que da la mirada retrospectiva. Y es interesante hacer notar que aún sabiendo las consecuencias acaso perniciosas que muchas iniciativas tuvieron, pero que quizá fueran imposible de prever para los actores, ello no significa que, de haber estado en su lugar, no hubiéramos tomado las mismas decisiones, a la luz de lo que era factible conocer y razonable esperar en sus circunstancias. Sin embargo, claro, nosotros conocemos lo que no podían conocer los actores, y por eso nuestra perspectiva bien puede ser otra, aún cuando compartamos sus anhelos y esfuerzos. Hoy podemos comprender mucho mejor que en el pasado los trágicas decisiones tomadas por muchos revolucionarios, lo cual no significa que en su momento no haya sido razonable tomarlas. Por otra parte, no hay por qué pensar que ciertas decisiones pudieron haber alterado significativamente el curso histórico. Puede que así haya sido, y ello amerita investigaciones y reflexiones contrafactuales intensas y rigurosas. Pero es posible que el siglo XX haya sido para el movimiento socialista un gigantesco callejón sin salida. En todo caso, lo decisivo es si frente a nosotros, de cara al futuro, tenemos mejores opciones que nuestros ancestros.
(Aquí podría hacer un paréntesis para ligar lo que vengo diciendo con la problemática de la ética con que se inició este diálogo. En un intercambio reciente Paula Schaller te reprochaba que tu análisis sobre las condiciones originarias del trotskysmo implicaba que fue un error haber fundado la Cuarta Internacional. Yo creo que el planteo de Scheller está viciado justamente por no captar la autonomía de la dimensión ética. Aunque intente postularlo como una decisión fundada puramente en el análisis de la realidad, es obvio que su opción en favor de la Cuarta es profundamente ética. Y éticamente se la puede defender: efectivamente había que oponerse al stalinismo sin ceder a la socialdemocracia. Pero no es menos evidente que las posibilidades de que esa organización y esa política fructificaran eran mínimas; y de hecho la Cuarta Internacional nunca se constituyó en un movimiento de masas. Como política práctica, realista, claramente fue un fracaso y ni Trotsky ni sus seguidores pudieron escapar a unas condiciones históricas que hacían inviable la unión de la teoría con la práctica en los términos del marxismo clásico; aunque, hay que decirlo, también fracasaron todas las otras opciones anti-stalinistas.
Schaller reivindica el marxismo estratégico de la Cuarta Internacional haciendo a un lado el incómodo hecho de que fue una estrategia sin ejército y, en ese sentido y a su pesar, fue más un marxismo de libros y de análisis que de acciones de masas (como bien le señalás). Pero al no aceptar que su apuesta por la Cuarta es ética o actúa como tal (debe haber partido, debe haber estrategia), Schaller se ve obligada a sostener lo que no se puede sostener a la luz de las evidencias: que la estrategia del último Trotsky fue correcta. Una estrategia que sistemáticamente, en todos los continentes y por más de siete décadas no alcanza los objetivos que se propone no puede ser correcta: las estrategias, a diferencia de las opciones éticas, y a semejanza de las hipótesis científicas, deben mostrar su “eficacia” en la realidad. ¿Qué evidencias serían suficientes para que un trotskysta reconozca que el programa de transición no es acertado? Evidentemente ninguna, porque no lo trata como una hipótesis, sino como un acto de fe. Este es el costado pernicioso -permitime que insista en esto- de pretender basar una identidad política en hipótesis estratégicas: no se las puede tratar efectivamente como tales, porque las estrategias son por definición mudables, revisables e incluso rechazables en plazos relativamente breves. En cambio, si fundamos nuestras identidad política en el plano ético -mucho más protegido frente a las evidencias empíricas-, podemos tratar nuestras estrategias como lo que son -hipótesis tentativas-, sin que nuestras convicciones más profundas se vean comprometidas cuando los vientos de la historia refutan nuestras hipótesis estratégicas.
Deutscher, que comprendió que se habían roto los puentes sociales que permitían unir la teoría marxista clásica con la práctica de masas, eligió el camino del escrito histórico-biográfico para entender lo sucedido y tender nuevos puentes con generaciones futuras. Y aunque Deutscher no estuvo exento de evaluaciones equivocadas (¿quién lo está?), ha escrito una de las mejores biografías jamás escritas: la de Trotsky. Y yo creo que ese es el mejor aporte que hubiera podido hacer a las futuras generaciones revolucionarias. Si hubiera centrado lo mejor sus esfuerzos en el intento de constituir una organización política para cuyo desarrollo no existían las condiciones objetivas, habría en gran medida dilapidado su capacidad y su talento. No olvidemos que luego de 1850 y por más de una década -y lo mismo vale para sus últimos años-, Marx permaneció alejado de todo intento inmediato por constituir una organización política, dedicándose a escribir El Capital … y lo bien que hizo).
Cierro el paréntesis y regreso a lo anterior. La segunda aclaración es que quizá no haya un único balance de las revoluciones. O mejor, que cualquier balance deberá tomar en cuenta muchas variables, difíciles de reducir a un denominador común. Por ejemplo, China es una potencia clave de nuestro mundo y seguramente lo será en el futuro. ¿Lo hubiera conseguido sin una revolución de por medio? Quizá, pero no es nada seguro. India, con un tamaño y una población semejante, no se encuentra en una situación equiparable. Sin embargo, para mí es claro que China no avanza en ningún sentido socialista, más bien todo lo contrario. O pensemos en el caso de Cuba, el más cercano a nuestras emociones. En la isla se combinan elementos muy reivindicables, con otros muy condenables. Por otra parte, las cosas se han ido modificando a lo largo del tiempo. Aún así, dudo que haya mucho para imitar de la experiencia cubana, en parte porque surgió y se desarrolló en otro contexto, en parte porque muchas de sus características dependen de circunstancias locales no generalizables, y en parte porque muchas de sus instituciones no me parecen hoy defendibles (aunque nada de esto significa que podamos ignorar alegremente tamaña experiencia revolucionaria). Y con esto regreso a tu primera pregunta.
La verdad, mentiría si dijera que tengo una perspectiva estratégica para ofrecer. No la tengo en absoluto, y dudo de que alguien la tenga. Lo único que me atrevería a defender con cierta seguridad (aunque también con algunos reparos) son un puñado de ideas relativamente sencillas, que en modo alguno constituyen una estrategia, pero que, al menos, sugieren una dirección. La primera es que todas las revoluciones del siglo XX se desarrollaron luchando en un contexto muy diferente al nuestro: en un mundo mucho menos industrializado y urbanizado, contra unos Estados mucho menos inclusivos y mucho más represivos que las democracias capitalistas consolidadas, y en contextos en los que los escenarios bélicos fueron clave. Yo creo que todo esto ha cambiado o tiende a cambiar, y por eso me parece que las revoluciones del siglo XXI, si ha de haberlas, serán muy diferentes a las del siglo XX. Lo cual puede ser una buena noticia: si son distintas también podrían terminar mejor.
Los cambios que he apuntado obligan a dar prioridad -para usar un lenguaje ya clásico, aunque no exento de problemas- a la “guerra de posiciones” por sobre la de “maniobras”, y a desarrollar una lucha política hegemónica o contra-hegemónica. En fin, al lento y tortuoso desarrollo de un movimiento y una cultura revolucionarios en las entrañas mismas del monstruo capitalista. No se me escapan las dificultades ni los riesgos de semejante empresa. Pero estoy convencido de que no habrá ningún mágico pasaje por el que una fuerza política revolucionaria completamente minoritaria y marginal pueda llegar al poder e introducir cambios radicales, por lo menos si esperamos que esos cambios gocen de la aprobación de las mayorías populares. Entre tanto, mientras esa fuerza se constituye, los revolucionarios podemos y debemos actuar con la mayor seriedad en el terreno de las reivindicaciones inmediatas. Es necesario combinar radicalidad en la crítica al orden existente y en los objetivos a alcanzar, con flexibilidad y cierto pragmatismo para avanzar en las conquistas parciales.
A.S.: Te hice esta pregunta bien general precisamente porque estoy trabajando sobre el debate con Paula Schaller en el blog El tren de Finlandia, como proyecto de artículo para la revista Contratiempos. Uno de los puntos hace a los balances históricos sociales del capitalismo y la revolución mundial en el siglo XX.
A.P.: Bueno, es un debate que yo he estado siguiendo. Mi impresión es que la manera más fecunda de intentar balances de ese tipo (que son, por lo demás fundamentales) es asumir que tienen un componente especulativo muy importante y fundamental: dependemos de respuestas necesariamente tentativas a preguntas contrafactuales. Sin embargo, no creo que todas las visiones valgan lo mismo. (En este caso puntual creo que tu visión es mucho más consistente y adecuada a las evidencias que la de Schaller). La perspectiva histórica permite detectar tendencias, a veces muy fuertes. Pero se trata de tendencias que no siempre podían ser apreciadas por los actores. Las que hoy se nos presentan como vías muertas, se nos presentan como tales porque hubo antes quien las transitó. Es imperioso tener claro que nuestra perspectiva no puede ser la misma que la de los actores del pasado, porque nosotros sabemos cosas que ellos no podían saber. Pero es una obligación intentar comprender cómo veían el mundo esos actores, y por qué actuaron como lo hicieron. En cualquier caso, al ponderar a una organización o a un militante es necesario tener en cuenta la causa por la que combatió, los enemigos o adversarios que enfrentó, las estrategias que impulsó, los medios que empleó o toleró, los análisis en que pretendió basar su actividad política y las consecuencias (buscadas o no) de su accionar. No hay razón para pensar que encontraremos parejas bondades o defectos en todos estos terrenos.
A.S.: Para ir cerrando si te parece (nada impide que continuemos estas conversaciones en otro momento en una segunda parte) quizá una pregunta sobre las perspectivas prácticas. ¿Cómo ves la situación teórica del movimiento, a la luz de los debates filosóficos políticos de los que estamos hablando? De otro modo, ¿en qué situación están las izquierdas respecto de estos planteos? ¿Tenés expectativas de una renovación programática en la que Contratiempos pueda contribuir?
A.P.: Si uno no tuviera alguna expectativa de renovación creo no se embarcaría en proyectos teórico-políticos como los que estamos apuntando. Pero eso no significa necesariamente hacerse expectativas desmesuradas. Como ya dije, pienso en plazos muy largos. No me hago grandes ilusiones en el corto e incluso en el mediano plazo. Si hubiera de decirlo metafóricamente, no me pienso como un horticultor que prepara una cosecha para el año próximo, sino como quien siembra un frutal de lento crecimiento, cuyos frutos se verán, si acaso, luego de muchos años. Pero esto no supone ninguna pasividad militante. Al contrario, creo que habilita una práctica no sectaria de resistencia a los desmanes del capital y de acción en pos de objetivos reivindicativos inmediatos. Vale decir, una política amplia, de alianza y acción común por objetivos accesibles desarrollada responsablemente y apuntando a constituir o reconstituir organizaciones democráticas de masas, al tiempo que se plantean y discuten problemas y objetivos mucho más radicales. No me siento cómodo ni con las reivindicaciones inmediatas sin horizonte emancipador, ni con un estéril maximalismo de denuncia sin construcción. Quizá, paradójicamente, el que elijo sea el lugar más incómodo de todos. Pero no lo elijo para sentirme cómodo, sino para permanecer leal a los dos imperativos del marxismo tal como lo entiendo: horizonte emancipador y realismo político.