Durante las últimas semanas fuimos testigos de inmensas movilizaciones en los Estados Unidos contra una violencia policial institucionalizada que afecta mayoritariamente a la población negra y latina. En la última semana la oleada de protestas, que había retrocedido en los últimos meses, volvió a reactivarse en muchas ciudades del país después de que la policía de Wisconsin fusilara con por lo menos cinco disparos a Jacob Blake, por la espalda y frente a sus hijos. La nueva víctima de la brutalidad racista de la policía estadounidense aún se debate entre la vida y la muerte, con una parálisis asegurada en caso de sobrevivir. Las protestas subsiguientes desbordaron a la policía y obligaron al gobernador a pedir la intervención de la Guardia Nacional. En el contexto del inicio de la campaña presidencial, estas movilizaciones anti racistas son percibidas por una gran parte de la derecha, empezando por el propio presidente, como un intento de desestabilización o como una estrategia destinada a esmerilar aún más sus posibilidades de reelección, ya duramente socavadas por el impacto de la epidemia de coronavirus.

Pero estas diatribas presidenciales no solo quedan en las palabras y generan peligrosísimos efectos políticos. Después de las primeras manifestaciones por el fusilamiento de Blake, varios jóvenes WASP (blancos anglosajones y protestantes) viajaron con fusiles automáticos y otras armas a la localidad de Kenosha, donde abrieron fuego contra una de las protestas. En un intento de detener a uno de estos supremacistas blancos que ya había matado a un manifestante con sus disparos, un joven skater llamado Anthony Huber también fue asesinado.

Las manifestaciones que confirman la pervivencia de un racismo histórico y fuertemente enraizado en todas las insituciones estadounidenses (para comprobarlo basta con un somero análisis de los salarios promedio o del ingreso a las universidades, un estudio demográfico de las población carcelaria o de las víctimas del gatillo fácil), en los últimos años se han visto reforzadas y multiplicadas por organizaciones que amplifican, validan y normalizan la discriminación racial. El surgimiento y llegada al gobierno de numerosas fuerzas de ultraderecha, que utilizan a poblaciones marginalizadas como excusa para explicar el malestar generalizado en el capitalismo, pone en riesgo a amplios sectores de la población.

El odio a las mujeres y la comunidad LGBTIQ+, a las personas racializadas, y a lxs migrantes, que se multiplica en el caso de lxs activistas de causas reivindicativas de estas comunidades, fomenta la violencia policial, pero también la intervención de grupos armados particulares (que por supuesto cuentan con el aval por acción u omisión de las fuerzas de seguridad).Desde Democracia Socialista nos solidarizamos con lo mejor del pueblo estadounidense que se moviliza para exigir el final de estos crímenes y abusos racistas y por una efectiva justicia económica y social para todas las comunidades marginalizadas.

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