Los gobiernos llamados “progresistas” aplican políticas neoliberales ligeramente modificadas por medidas asistencialistas destinadas a sostener el consumo interno y por una fuerte intervención estatal para afirmar la dominación capitalista en general y sobre todo el consenso de que gozan -que en gran parte les viene del temor a un  mal mayor, ya conocido, y no de una esperanza ni de la confianza del electorado.

Los gobiernos de Lula y de Dilma Rousseff no son una excepción a esta regla. No hicieron ninguna reforma agraria en un país de tierra sin gente y de gente sin tierra, reforzaron en cambio el agrobussiness, transformaron tierras donde se cultivaban los elementos básicos de la dieta popular –arroz y frijoles- en productoras de caña de azúcar para elaborar etanol, prefiriendo los automóviles (extran jeros) antes que la salud y el bolsillo de los brasileños, permitieron que la gran finanza y el gran capital ganasen como nunca antes y reprimieron sin asco en las favelas, en el campo, en las zonas indígenas. Empujados por las dificultades económicas (la economía creció apenas el 0,9 por ciento mientras el índice de fertilidad llega a 2,14 por ciento, lo que muestra que, por cabeza de habitantes, los brasileños se empobrecen) esos gobiernos favorecieron cada vez más a las transnacionales y domesticaron y sometieron cada vez más a los sindicatos que, en el caso de la CUT brasileña, forman parte del aparato de mediación y contención del Estado capitalista.

Mientras llevan a cabo, en parte, lo que Gramsci llamó una revolución pasiva (o sea, dar soluciones por arriba, limitadas y mezcladas con medidas reaccionarias y antinacionales, a la necesidad de unificar y modernizar el país), creen que basta con cooptar y comprar dirigentes de organizaciones sociales, impedir la independencia política de los trabajadores, buscar aliados parlamentarios en el “mercado de ganado” de los partidos burgueses dándoles prebendas  y mantener tranquilos a los más pobres con algunas dádivas y mucho espectáculo deportivo. Fomentan los créditos para consumos suntuarios y para comprar automóviles, con el resultado de que las ciudades están cada vez más contaminadas y el tráfico es cada vez más caótico (en Sao Paulo la velocidad de circulación pasó de 20 kms hora hace unos años a los actuales 12 kms y los ricos se desplazan en  helicópteros mientras un trabajador paulista debe dedicar tres horas por día al placer de apiñarse en un transporte cada vez peor, cada vez más caro nada más que para ir a trabajar y dejar plusvalía a los capitalistas).

Mientras las desigualdades sociales, crecen esos gobiernos confunden su apoyo electoral y las expectativas de voto con un cheque en blanco para hacer cualquier cosa. Por eso, por ejemplo, estalla Bolivia cuando el gasolinazo (80 por ciento de aumento del precio del combustible, de golpe y sin aviso) que Evo Morales debió anular al día siguiente y el Brasil urbano se levanta cuando a la extorsión del aumento del precio del boleto para el transporte urbano ( ya carísimo, ya que un paulista debe dedicar a pagarlo el equivalente de 14 minutos de salario mínimo contra sólo 1 minuto 31 segundos de un trabajador de Buenos Aires) se agregó la intolerable afrenta de una represión salvaje por la Policía Militar.

Aunque Dilma y los gobiernos anularon este aumento, no resolvieron con eso el motivo de fondo de la protesta, que estalló con motivo de la medida pero tiene raíces mucho más profundas en la rabia acumulada por el deterioro de la calidad de la vida, por el aumento de la explotación, por la riqueza desfachatada de la oligarquía, por la corrupción estatal generalizada, por la violencia del aparato estatal. Gobiernos que aceptan el capitalismo como único marco, lo quieren “humanizar”  y teorizan, como Cristina Fernández con Laclau, que no existen ya la lucha de clases ni las clases o, como García Lineras, se dan como objetivo crear un “capitalismo andino” o “comunitario” desarrollando una burguesía nacional aymara, se encuentran de golpe con que una parte importante de los trabajadores y de las clases medias pobres no se contentan con Bolsas Familia y fútbol televisivo, como se ven obligados a hacer en cambio los más pobres, sobre todo rurales, para los cuales comer dos veces por día sí fue un enorme progreso.

Por eso la base del lulismo-dilmismo se divide hoy entre los más pobres, que a pesar de que no tienen tierras ni soluciones en el mundo rural tienen expectativas económicas muy limitadas y por eso no protestan, y otros sectores urbanos más educados que no comen sólo asistencia social y fútbol para todos y piden democracia, educación decente, calidad de vida.

El Estado de Sao Paulo produce más que Argentina y el 60 por ciento de los paulistas viven en las ciudades.  En Brasil, según el censo del 2010, el 84,4 por ciento de la gente estaba ya urbanizada. Además, aunque aumenta la expectativa de vida, la inmensa mayoría de la población brasileña tiene menos de 40 años. Esa juventud urbana es la que estalló y no se detendrá. Se ha comparado el caso brasileño con la revolución árabe o con la rebelión de Istanbul, pero con dichos casos sólo tiene en común el odio contra la prepotencia y el decisionismo vertical de los gobiernos y el ansia de participación política pues en Brasil tanto Dilma como Lula cuentan con un altísimo apoyo popular. Además, las manifestaciones no fueron sólo contra el alcalde de Sao Paulo, del PT, pues también se produjeron contra alcaldes de la derecha (el PSDB) o de partidos aliados y competidores del PT, como el Partido Socialista Brasileño. En ellas se impedió a todos levantar sus banderas fuesen éstas la del PT o la CUT o las del PSDB, el PSOL y el PTSU (ambos de ultraizquierda) o incluso las de Passe Livre, el grupo que lanzó la movilización por Internet porque, como sucedía también en parte en las Asambleas Populares porteñas del 2002, la gente común quería pesar directamente en  la vida política y no ser manipulada o instrumentalizada por partidos o sectas deseosas de pescar en río revuelto.

El eje del problema es el nivel actual de la subjetividad de los que protestan. Las reivindicaciones no fueron  más allá del rechazo al aumento y, una vez obtenida esta victoria, de la protesta contra la violencia de la Policía Militar y contra la corrupción.  Brasil jamás conoció en su historia movimientos independientes de masa. Su independencia la logró el hijo del rey de Portugal que se proclamó emperador y el país mantuvo la esclavitud hasta comienzos del siglo XIX y ni siquiera las grandes huelgas del 70, que derribaron a la dictadura, fueron totalmente independientes ya que integraban la oposición junto a partidos burgueses. Lo importante, por consiguiente, no es la limitación de las reivindicaciones sino el hecho de que hayan sido espontáneas, expresen el ansia de democratización de la vida política y social y desborden a los partidos y aparatos. No estamos  pues ante una revolución- como tampoco fue una revolución el estallido de 2001 en Buenos Aires- pero sí ante una protesta democrática de la mayor parte de la juventud urbana, que se niega a seguir siendo mero objeto de las políticas burocrático-tecnocráticas de los agentes del gran capital que se disfrazan de “progresistas” gracias a unas medidas muy limitadas mientras sirven a la gran minería, al extractivismo, al gran capital. Pero en  estas movilizaciones se están creando, bajo la capa de una continuidad del triunfo en las urnas del PT y sus aliados, las condiciones para un Frente Amplio político-social que cambiaría todos los datos políticos en Brasil. En momentos en que el chavismo se debate ante la crisis o su profundización y en que el kirchnerismo se desgasta profundamente lo que pase en Brasil tendrá enorme importancia. La crisis del capitalismo, al estrechar las bases para los derechos democráticos y amenazar el nivel de vida conquistado en los últimos diez años, empuja y acelera la transformación. Pero faltan aún  el programa, las ideas, incluso la voluntad de entender este nuevo proceso tanto entre quienes rompieron con el PT por la izquierda pero quedaron aislados como entre los que tratan de mantener trocitos de una política de izquierda en un partido cada vez más integrado en un Estado capitalista que gira hacia la derecha.  Para desarrollar las potencialidades del proceso antes que nada se necesita claridad teórica y política.