Por: June Fernández
Tomada de PIKARA
23/02/2015
Desde su silla de ruedas, la mexicana Irina Layevska empuñó el fusil en Nicaragua y llevó petróleo a una Cuba sumida en el periodo especial. Pensó en matarse cuando la esclerosis múltiple amenazó con dejarla ciega, pero finalmente enterró sólo la parte de sí que le limitaba tanto o más que la discapacidad: el género masculino que le asignaron al nacer y que sobrellevaba disfrazándose de su idolatrado Ernesto Guevara. Contra todo pronóstico, Irina ha cumplido 50 años, 13 desde que se asumió como mujer. Lo único que la asusta de la muerte es separarse de su compañera de vida, Nélida Reyes, quien permanece a su lado en una batalla cotidiana contra la enfermedad y la discriminación. Esta es la historia de una mujer extraordinaria que se presenta como trans, de transgresora.
“Yo viví en Nicaragua en plena guerra, ¿sabes? En 1984”. Habla la mujer menuda en silla de ruedas con la que compartimos mesa de comedor durante un congreso en Caracas. “Participaba en una campaña de alfabetización. Cuando la Contra atacó nuestro asentamiento, me tiré de la silla, repté durante kilómetros, sin darme cuenta atravesé la frontera de Costa Rica y topé con su campamento. Disparé, alcancé a varios. El Frente Sandinista de Liberación Nacional me condecoró”.
Cuando se asumió como mujer, chocó con la incomprensión de su familia y sus compañeros de lucha. Un destacado líder zapatista la expulsó del EZLN: “Si traicionaste a tu género, puedes traicionar al proyecto”
La mexicana Irina Layevska Echeverría y su esposa Nélida Reyes estaban invitadas por el Ministerio de Cultura de Venezuela al Encuentro de Intelectuales, Artistas y Movimientos Sociales por la Humanidad para presentar el documental sobre sus vidas ‘Morir de pie’, dirigido por Jacaranda Correa. Durante esa primera cena nos contaron que llevan 25 años juntas y que se han casado dos veces; no nos explicaron por qué. Nos reservaron un ingrediente sorpresa para el pase de la película: quien habla a cámara desde su silla de ruedas no es una versión más joven de la fascinante mujer de melena rubia que acabábamos de conocer, sino un chaval moreno, con barba, bigote y boina negra a lo Che Guevara.
Ese revolucionario mexicano, apellidado Echeverría, reaccionó pocos años después de esa grabación a un nuevo embate de la esclerosis múltiple abandonando el afán por encarnar el sueño colectivo del “hombre nuevo” para admitir un sueño propio, reprimido y negado desde la infancia: ser mujer. Disfrazarse de su héroe, entendió, le había valido de estrategia de travestismo para sobrellevar una identidad de género no deseada. Así que se afeitó el bigote y la barba, enterró la boina, transformó su cabellera azabache en una melena dorada y se volcó en una nueva revolución: la de permitirse renacer como Irina. Topó con la incomprensión de su familia y sus compañeros de lucha. Un destacado líder zapatista la expulsó del Ejército Zapatista de Liberación Nacional (EZLN) bajo el siguiente argumento: “Si traicionaste a tu género, puedes traicionar al proyecto”. El vecindario llegó a organizar recogidas de firmas para expulsarla por considerarla un atentado contra la moral. Su esposa Nélida, quien por esos años preguntaba a Dios qué era lo que tenía que aprender de esa inesperada prueba de la vida, encontró la respuesta con el apoyo de una psicóloga: “Hacer revolución no es solo irse a la guerrilla; también es atreverse a desafiar los prejuicios”.
Irina me saluda extendiendo su alargada mano y se la aprieto disimulando la aflicción de sentirla floja e inerte. Nélida le da de comer a la boca. En cambio, puede manejar el celular: lo agarra con la parte interior de las muñecas, se lo acerca a la cara y aprieta la nariz sobre la pantalla táctil para enseñarnos fotos y agregarnos al Facebook. Sus piernas son tan flaquitas como los brazos. El torso, erguido y robusto, contrasta con las extremidades atrofiadas. Su estética denota coquetería y vitalidad: viste camisetas ajustadas de colores vivos, adorna sus ojos con eyeliner y gafas de sol de diva, y luce unas uñas pintadas de naranja fosforito. Dos mariposas tatuadas en su espalda simbolizan su metamorfosis.
Irina habla con el característico cantadito chilango del Distrito Federal (DF). La esclerosis múltiple también ha dañado su voz, causándole una afonía agravada por el aire acondicionado polar de las instalaciones venezolanas. Hace muchas pausas que indican fatiga, pero basta escucharla dos minutos para que se evapore el impulso inicial de compadecerse por ella. Le hemos caído bien; su gesto duro y altivo, de barbilla bien alta, pronto se ilumina con una amplia sonrisa que entrecierra unos ojos profundos de expresión pícara. Irina deslumbra con su carisma de líder política, el sentido del humor ácido de quien ha aprendido a burlarse de la muerte y la dignidad con la que se niega a que la traten como inválida. Ya lo decía su otro ‘yo’ en el documental: “La pinche lástima me encabrona”.
Nació con una esperanza de vida de 20 años. Su enfermedad se manifestó cuando recién estaba aprendiendo a hablar. Fue una infancia marcada por la soledad. “Mi papá hacía oídos sordos, mi mamá era muy fuerte en lo político, pero mi enfermedad la avasallaba. Sentí que o gritaba o me moría. Y así me fui haciendo rebelde, irreverente, insatisfecha”, nos cuenta.
Nélida: “Cuando Irina llegó, me quedé muy impactada; nunca había tenido cerca a una persona trans. Poco a poco me di cuenta de que tenía los mismos valores que mi pareja. Lo que cambió fue su imagen”
Los tres años que su padre estuvo en prisión por su participación política en el movimiento estudiantil del 68 también fueron claves en su desarrollo emocional. Con solo cuatro años de edad, vivió sus primeras humillaciones por su discapacidad: “Yo usaba aparatos ortopédicos muy pesados. Me costaba mucho trabajo ponérmelos. Los guardias me obligaban a quitármelos para revisarlos. Algunas veces me los retenían y no me dejaban pasar con ellos. Sin aparatos no caminaba. Yo armaba mucho berrinche, gritaba, me encabronaba, hasta que el jefe de guardia me autorizaba para ponérmelos. Eso me hacía sentir presa y oprimida”. La cárcel implicaba aislamiento también para ella: “Como no me permitían contar en la escuela que mi papá estaba preso, y mucho menos por qué, sentía que no tenía amigos”. En 1972, su padre salió de la cárcel y le llevó a Rumanía a operarle de una pierna. “Cuando llegamos, me dejó en el hospital y él se fue a congresos y a pasear por Europa. En los 8 meses que estuve ingresada, con puros niños rumanos sin hablar la lengua, no lo vi”. Cuando volvió a México, en los años de la guerrilla, siguió visitando junto a su madre a los amigos presos de su padre. Así, pese al rencor acumulado hacia su progenitor, terminó “paradójicamente”, siguiendo sus pasos.
Después pasó 10 años entre su ciudad natal y Moscú, adonde viajaba para realizarse chequeos médicos y tratamientos. “Tenía múltiples diagnósticos: creyeron que era polio, que era espina bífida… No fue hasta 1993 cuando los médicos cubanos me confirmaron que era esclerosis”. En el Hospital Clínico Central de Moscú atendían a dirigentes de partidos comunistas de todo el mundo. “Ahí conocí a Yasser Arafat, llegó Daniel Ortega, ‘Tirofijo’ de las FARC… Debatía con todos. Arafat quería casarse con mi mamá, que ya estaba divorciada de papá”, relata divertida. Y ahí, entre círculos de estudio y mesas de debate, consolidó su conciencia política:
“Yo sentía que México era el país más light de todos los que estaban ahí. Incluso mi misma condición de paciente, porque iba por una cuestión clínica y los demás por secuelas de tortura, por lesiones de guerra, amputaciones… Yo iba simplemente a un tratamiento. Entonces me sentía muy pendeja. Y creo que eso fue lo que me hizo ir a Nicaragua. La enfermedad estaba avanzando muy rápido. En un periodo de dos meses dejé de caminar y sentí que me iba a morir. Es más: me quería morir. Me daba terror pensar que la enfermedad me dejara postrada en la cama. Entonces morir en una circunstancia de lucha, como el Che, era más romántico. Que me den un balazo, para tener un pretexto. No sé por qué nunca me alcanzó ningún tiro. Muchos compañeros caían al primer balazo. Se dice que cuando te toca te toca, y cuando no, aunque te pongas. Y por más que me puse, no me tocó. Yo iba con un AK-47 y con un fusil checoslovaco chiquito, muy ligero y práctico. Encontramos el campamento, avisamos, atacamos y ganamos”.
– ¿Cómo te sentiste?
– Omnipotente. Todopoderosa. Invencible.
A partir de entonces, dedicó unos meses a entrenar a combatientes lisiados para que pudieran seguir luchando: “Quedar con una condición de discapacidad, o diversidad funcional, es una pequeña muerte. Lleva un proceso de duelo. Lo primero era un entrenamiento emocional para que aprendieran a modificar su cotidianidad sin sentirse derrotados. Volver a utilizar instrumentos que causaron tu condición es terapeútico”, afirma.
Irina no se define como transexual, sino como mujer. Y por eso habla de sí misma por su nombre elegido y en femenino aunque se refiera al pasado. “La transexualidad es un proceso, y el mío terminó”
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