Lo que comenzó con la ocupación de la Universidad de Sorbona el 3 de mayo de 1968, por parte de sus estudiantes, como protesta contra las prácticas autoritarias del régimen universitario, se transformó rápidamente en uno de los sucesos políticos, sociales y culturales más emblemáticos de la segunda mitad del siglo XX.
Las jornadas del Mayo francés de 1968 marcaron un antes y un después en las percepciones subjetivas, tanto a nivel individual como colectivo, que el capitalismo de los años dorados de la posguerra había logrado estructurar con la fuerte e indiscutida presencia de la hegemonía estadounidense en el llamado bloque occidental.
El Mayo francés fue un movimiento social que atravesó prácticamente todas las instancias de la vida pública y privada y que puso en primer plano las demandas de un conjunto de sujetos que estaban ganando creciente protagonismo no sólo en la sociedad francesa, sino en la mayor parte de los países industrializados: las juventudes, los feminismos, las minorías sexuales y étnicas, la nueva izquierda, grupos ecologistas, etc.
El proceso se convirtió así en catalizador para un cuestionamiento abierto de la normalidad capitalista (una caracterización muy pertinente en el actual contexto de crisis pandémica que nos toca vivir) que había otorgado significativos niveles de bienestar económico a grandes sectores sociales en los países desarrollados, pero al mismo tiempo había acentuado lógicas de alienación, malestar y opresión que se hacían sentir en diversos espacios e instituciones de la vida cotidiana. La insurrección también permitió experimentar nuevas formas de construcción de subjetividades contrahegemónicas, renovando las utopías de transformación social que parecían haberse esfumado del horizonte de posibilidad de una izquierda anquilosada por fórmulas dogmáticas y estrategias anticuadas.
Sería un error leer al Mayo francés como un suceso aislado o reducido a una expresión catártica de las capas medias de la urbe parisina. Expresó más bien la condensación de un largo ciclo de luchas de masas y transformaciones políticas y sociales que sacudieron a todos los continentes a lo largo de una década, cuyo momento primigenio puede rastrearse en la Revolución Cubana de 1959 o, algo más atrás, en la Revolución húngara de 1956. No podemos pensar entonces al Mayo francés sin ponerlo en diálogo con las luchas de liberación nacional de los países del entonces llamado Tercer mundo, con las movilizaciones obreras y estudiantiles contra gobiernos autoritarios latinoamericanos, como el Cordobazo argentino de 1969 o la Masacre de Tlatelolco en México en 1968, con las revueltas contra las burocracias del bloque soviético como la Primavera de Praga (también de 1968), con los grandes movimientos sociales antirracistas y pacifistas en Estados Unidos, con las experiencias del operaismo italiano, etc.
Las revueltas francesas de mayo, en tanto estallido social espontáneo y radical, anticiparon y cristalizaron los límites expansivos de un capitalismo que unos pocos años después -en 1973- entraría en una crisis global que puso punto final a un régimen de acumulación notablemente eficaz en garantizar estabilidad y crecimiento de manera ininterrumpida a lo largo de tres décadas, los famosos “30 años dorados” del capitalismo occidental.
Al mismo tiempo, a 53 años de los sucesos del Mayo francés, y en virtud de esta nueva crisis del capitalismo tardío de la que somos testigos directos, es necesario hacer un balance no sólo de los alcances mencionados, que no dejan de ser relevantes y sumamente estimulantes, sino también de sus límites y debilidades. Como dijimos, el proceso expresó el descontento de toda una generación frente a una racionalidad instrumental y tecnocrática del capitalismo de posguerra y favoreció la emergencia de nuevas formas de politización que la llamada nueva izquierda y los nuevos movimientos sociales incorporarán en su repertorio estratégico y militante a partir de la década del 70. Es indudable al mismo tiempo que gran parte de los derechos conquistados por las minorías en estas últimas décadas en muchos países occidentales, así como el cuestionamiento de la hegemonía patriarcal o de las consecuencias ambientales del desarrollo industrial son tributarios de esta gran experiencia del 68 contra el orden establecido.
Sin embargo, si bien los sucesos de mayo pusieron en entredicho la legitimidad de un conjunto de lógicas, instituciones y prácticas que forman parte del proceso de reproducción del capital, no se logró -o no se consideró prioritario- articular toda esta radicalidad en un proyecto político con capacidad de disputar el poder del Estado. Si bien el Mayo francés favoreció y dio un renovado impulso a la irradiación del ciclo de luchas populares y decoloniales hacia distintas regiones del mundo, la crisis del 73, con la crisis del petróleo y el fin del fordismo clásico en tanto régimen de acumulación que abrieron una nueva era capitalista signada por la globalización, la racionalidad posmoderna y neoliberal y la reestructuración de los procesos productivos -con la consecuente desarticulación de la capacidad organizativa del trabajo frente al capital-, parecen haber actuado también como muro de contención de las perspectivas revolucionarias sesentistas (y setentistas) en occidente. El capitalismo mostró una vez más su capacidad de adaptación ante grandes convulsiones y crisis orgánicas.
A pesar de sus límites, y sin ánimos de dejarnos llevar por las lecturas más pesimistas del Mayo francés, es indiscutible que éste representó un gran experimento a cielo abierto de alternativas intelectuales y prácticas colectivas, que permitieron imaginar nuevos mundos posibles (“la imaginación al poder”) y horizontes emancipatorios que no cabían en los estrechos márgenes de un orden social que, en nombre del progreso -aquel que el horror de la Segunda Guerra Mundial había dejado en suspenso-, elevaba al rango de valores supremos de la modernidad al consumismo y a la racionalidad instrumental.
Seamos entonces realistas, sigamos luchando por lo imposible.