Escuela de Formación Política Anticapitalista

Primer encuentro: Marxismo crítico

Hoja de ruta

Material elaborado por Democracia Socialista

 

¿Por qué “marxismo crítico”?

12798876_204945449867170_4851403272730896158_nLa expresión “marxismo crítico” se usa en oposición a lo que se conoce como marxismo “ortodoxo” (o también “marxismo tradicional”). El marxismo ortodoxo parte generalmente de los escritos más populares de Marx, a los que articula con una economía política con pretensiones de cientificidad y con una filosofía de la historia universal pensada en clave de progreso. El marxismo ortodoxo se empezó a gestar tras la muerte de Marx, se fue consolidando durante la Segunda Internacional y terminó constituyendo la “doctrina oficial” de los Partidos Comunistas estalinizados de la Tercera Internacional. El marxismo crítico abarca a varios pensadores que cuestionaron la ortodoxia de diversas maneras. No se piensa como una teoría científica en sentido tradicional ni como una filosofía de la historia que explique todas las épocas humanas, sino como una teoría crítica del capitalismo. “Teoría crítica” quiere decir que se trata de una teoría pensada para la vinculación con la práctica, una teoría formulada desde profundas preocupaciones éticas y políticas, y no una descripción aséptica de la realidad. El marxismo crítico responde a la necesidad que tenemos de comprender con seriedad nuestra realidad, con el propósito de transformarla.

Cuando hablamos de marxismo crítico no nombramos una tradición definida en particular ni mucho menos a una “escuela”. Es una corriente amplia y diversa que incluye a pensadores que estuvieron ligados a los partidos comunistas, a militantes trotskistas y también a muchos marxistas más académicos. Pensadores como Antonio Gramsci, Georg Lukács, Louis Althusser, los miembros de la Escuela de Fráncfort, llegando a otros más contemporáneos como Daniel Bensaïd, Michael Löwy o Moishe Postone. También incluye a importantes marxistas lationamericanos como José Carlos Mariátegui o Enrique Dussel. No es una escuela sino un campo más difuso de problemáticas que, de diversas maneras, cuestionan en todo o en parte la momificación ortodoxa del marxismo. No vamos a presentar a un filósofo ni a una tradición en particular sino una “apropiación militante” del marxismo, que responda de manera situada a los desafíos que nos plantea la intervención política en el siglo XXI y en latinoamérica. Vamos a delimitar dos puntos de ruptura principales entre el marxismo crítico y el marxismo tradicional, sabiendo que podría haber otros. Elegimos estos puntos porque hacen a las peores deformaciones y simplificaciones que aparecen en algunas lecturas superficiales de Marx, pero que también están establecidas en cierto sentido común. Estos puntos son el determinismo económico y el materialismo histórico.

Determinismo económico o punto de vista de la totalidad. Marx dijo que “el ser social de los hombres determina su conciencia” (“Prólogo a la contribución a la crítica de la economía política”, 1859). El marxismo ortodoxo interpreta esta afirmación en términos de un vínculo causal entre la base económica y la superestructura jurídica, política e ideológica de la sociedad, donde la primera determina a las segundas. También piensa que esta relación causal como un principio transhistórico: en todas las sociedades, la “economía” tendría prioridad por sobre la política, la ideología, etc. Contra esta mirada determinista económica, el marxismo crítico se piensa como una reflexión sobre las formas de interacción en la sociedad, donde se entrecruzan relaciones de producción y formas de conciencia, prácticas plasmadas materialmente y creencias, actitudes, aspectos de la subjetividad. No se trata, para la visión crítica, de establecer un vínculo causal entre la economía y la ideología, sino de pensar la sociedad desde el punto de vista de la totalidad, analizando las formas sociales (que incluyen formas de conciencia y prácticas materiales) en el capitalismo. Al romper con la visión determinista económica, reivindicamos un marxismo crítico que piense la sociedad como una forma de la práctica de las personas y por lo tanto como algo que puede ser transformado, que no está sometido a leyes rígidas y que podemos modificar mediante la acción.

Materialismo histórico o teoría históricamente determinada. El marxismo ortodoxo construyó una teoría general de la historia, que pretende aplicarse a todas las sociedades y marca una evolución necesaria de las épocas. Esa teoría se llamó “materialismo histórico” (expresión que Marx nunca utilizó, al igual que “materialismo dialéctico”). Según esta visión, las sociedades atraviesan una evolución lineal que, desde el comunismo primitivo hasta el comunismo, pasando por el esclavismo, el feudalismo, el capitalismo y el socialismo. Esta visión lineal de la historia, pensada en clave de progreso, ha sido cuestionada (especialmente en Latinoamérica) por sus implicancias eurocéntricas. Las sociedades de la periferia, en esta visión, fueron a menudo consideradas como “atrasadas” (como sociedades que “todavía no” habían logrado el pasaje al capitalismo, pasaje que sería necesario y progresivo conforme el plan de la historia). Frente a esta mirada en clave de evolutiva, el marxismo crítico se centra en la especificidad histórica del capitalismo. No es una teoría general de todas las sociedades o que abarque todas las épocas humanas, sino una teoría históricamente determinada. Pensar el marxismo como teoría crítica del capitalismo quiere decir que el marxismo depone la pretensión de explicar la historia universal, y se piensa como una teoría gestada al interior de la sociedad capitalista, analizando sus contradicciones internas, su dinámica y también algunas posibilidades liberadoras que podrían desarrollarse a partir de, pero en ruptura con, esta sociedad.

La teoría crítica del capitalismo

Pensar el capitalismo desde el punto de vista de la totalidad significa considerar las formas de interacción social que emergen con él. Para entender esto es necesario analizar el surgimiento de las clases sociales modernas junto con las mutaciones en las relaciones entre las personas. Vamos a pensar el surgimiento del capitalismo desde una perspectiva doble: como acumulación originaria o proceso de desposesión (que crea una masa de trabajadores separados de los medios de producción) y como pasaje de las relaciones de dominación personal a relaciones sociales fetichistas. Pensar las dos dimensiones permite entender no sólo la lucha de clases moderna, sino también cómo el capitalismo incide en las formas de subjetividad y las prácticas de las personas. Si leemos la obra madura (El capital, los Grundrisse) encontramos en Marx una teoría integral de la sociedad moderna, una teoría crítica de la modernidad. Importantes lectores contemporáneos de Marx, como Moishe Postone, hablan de hacer una lectura “categorial” de Marx. La lectura categorial es aquella que se fija en los conceptos principales de la crítica de la economía política (el valor, el trabajo, la mercancía, el capital) y los reinterpreta como conceptos integrales de las formas de la vida social, que estructuran las maneras como las personas se relacionan entre sí y con la naturaleza en nuestro tiempo.

1) La acumulación originaria y las clases modernas

Empecemos por la acumulación originaria, que genera las precondiciones sociales e históricas para la reproducción del capitalismo. Se trata de un proceso de desposesión de masas campesinas, que son muchas veces expulsadas de sus tierras que crea el proletariado moderno, es decir, crea una masa de trabajadores doblemente libres. “Doblemente libres” porque, por un lado, no están sometidos a lazos de dependencia personal. No son vasallos de un señor, ni esclavos de un amo, sino hombres libres e iguales, que por lo tanto disponen libremente de su persona y pueden ir a vender su fuerza de trabajo en el mercado y hacerse explotar. Por otro lado, son irónicamente “libres” en cuanto desposeídos: están “libres” de, separados de, los medios de producción (y Marx conocía bien la violencia de las formas como se generó históricamente esta separación forzada, disolviendo viejas formas de propiedad comunal, etc.). Así, se ven económicamente empujados a trabajar a cambio de un salario para subsistir, pues carecen de otros medios para sobrevivir.

En la mayoría de las sociedades llamadas no capitalistas, el trabajo humano aparece unido a los medios de producción. Sea en formas comunitarias de propiedad colectiva o en el marco de vínculos sociales más ligados a la autoridad, las capas sociales que se ven obligadas a trabajar no aparecen “separadas” de las herramientas, la tierra y sus productos. La acumulación originaria, que da lugar al capitalismo y “crea” las clases modernas, es un proceso masivo de desposesión de los campesinos, que se da en Europa mediante la privatización de tierras comunales (y, en condiciones muy diferentes, se da en América mediante la expropiación de las comunidades originarias). En ese proceso, la tierra se privatiza y se expulsa de ella a los productores directos, lo que los convierte en proletarios (trabajadores desposeídos). Una vez separados de la tierra, desposeídos de medios de trabajo, los proletarios modernos se ven obligados a vender su fuerza de trabajo en el mercado para sobrevivir. Así, el capitalismo supone la división en clases moderna.

Al mismo tiempo, los proletarios modernos son formalmente “libres” en cuanto que disponen de su fuerza de trabajo como una propiedad, de la que pueden disponer sin estar sometidos a lazos inmediatos con la autoridad o la familia. En la mayoría de las sociedades no capitalistas existentes hasta el momento, el trabajador libre no existe o cumple un rol social secundario. Por lo general, en esas sociedades, la extracción de excedente supone que se ejerce una dominación directa sobre el productor. Si éste es esclavo o siervo, por ejemplo, no dispone libremente de su cuerpo, sino que está sometido a la autoridad del amo o el señor. En el capitalismo, en cambio, el trabajador aparece jurídicamente como un igual ante el capitalista. Es un trabajador formalmente libre, que se ve obligado a vender su fuerza de trabajo por la mediación de la compulsión económica (carece de otros medios para subsistir) antes que por la acción inmediata de la autoridad.

2) Las transformaciones en la forma de interacción social

Junto con ese gigantesco proceso de desposesión que gesta las clases modernas se da una mutación en las formas de interacción social. El capitalismo, entonces, se define en términos de clase pero también en términos de las formas que asume el nexo social, esto es, la forma cómo las personas se relacionan entre sí de modo más o menos sistemático. Para Marx, no se trata de que solamente cambie la clase que domina: con el pasaje al capitalismo, cambia también la forma de las relaciones sociales. Postone dice que se pasa de relaciones sociales “abiertas” a relaciones sociales cuasi-objetivas o fetichizadas. Las sociedades no capitalistas, en su mayoría, están organizadas a partir de formas abiertas de nexo social. Esto significa que no ocultan su carácter social, sino que aparecen directamente como sociales. Por ejemplo, en las relaciones feudales, no está velado socialmente que se trata de relaciones de dependencia personal entre individuos sometidos a una jerarquía de poder. No hay una estructura objetiva y anónima, como el mercado, que medie entre las personas, sino que las relaciones de dominación aparecen directamente como tales: como relaciones de dominación personal o directa entre individuos o grupos. Marx dice, en ese sentido, que “el diezmo que se da al cura es más prístino que la bendición del clérigo” (El Capital). Eso significa, justamente, que la relación de dominación que mantiene, en este caso, la iglesia con la población campesina, es manifiesta. Es manifiesto que, de lo que produjo el campesino, va a venir el cura y se va a llevar el 10 por ciento. La relación no aparece bajo la forma de un contrato entre iguales, ni hay un sistema universal y cuasi-objetivo como el moderno mercado capitalista, que mediatice el vínculo entre el campesino y el clérigo: la relación entre ambos es una relación de dominación inmediata, abiertamente social. Son lazos de autoridad personal o de dominación directa los que mantienen cohesionadas a la mayoría de las sociedades no capitalistas.

En cambio, en el capitalismo, las relaciones sociales no aparecen como tales. No son abiertamente relaciones sociales, relaciones entre personas o grupos, sino que están conformadas como si fueran relaciones objetivas, anónimas y abstractas. A eso se refirió Marx con el famoso “fetichismo de la mercancía” en El Capital. Por ejemplo, no es manifiesto que hay una relación de explotación entre el capital y el trabajo. La relación entre ambos aparece como un contrato (el contrato de trabajo) que se da entre partes formalmente libres e iguales. La clase capitalista (a diferencia de las otras clases dominantes en la historia) no posee medios para coaccionar de manera directa a los trabajadores: no los obligan a trabajar con cadenas y látigos, sino que los trabajadores son ciudadanos libres e iguales. Lo que los coacciona es el sistema de compulsiones de la sociedad de conjunto, sistema cristalizado en el mercado y donde las relaciones entre las personas aparecen como relaciones anónimas, abstractas y como si fueran objetivas.

En síntesis, al surgir el capitalismo cambia no sólo la dominación de clase, sino también la forma del nexo social. Tienden a retroceder las relaciones de dependencia personal, los vínculos manifiesta y directamente jerárquicos entre individuos. Ahora, lo que “domina” a las personas no es ante todo la violencia o autoridad personalmente ejercida por otras personas, sino el sistema de constricciones objetivado de la sociedad de conjunto. Marx dice que los hombres dejan de dominarse los unos a los otros para pasar a ser “dominados por abstracciones” (Grundrisse), por las abstracciones de la propia lógica social. La burguesía, como clase dominante moderna, es (paradójicamente) una clase que renuncia a poseer medios de coacción inmediata. Domina económica y socialmente, pero renunciando al poder político inmediato como ejercicio directo de la autoridad.

La dominación social en el capitalismo

Lo anterior puede parecer muy abstracto, pero implica que el capitalismo tuvo implicancias contradictorias para las formas del vínculo social. Por un lado, con el surgimiento del capitalismo, aparecen efectivamente individuos independientes frente a formas previas de autoridad directa o personal. Por otro lado, la capitalista es una sociedad profundamente “totalitaria”, en el sentido de que constriñe las posibilidades de las personas para auto-determinarse, para elegir o modificar, individual y colectivamente, sus posibilidades de existencia. Marx definió al capital como un “sujeto automático”, un proceso donde se impone la producción para la ganancia, a expensas de la autonomía de las personas. La política como puesta en discusión de los destinos colectivos, en la medida en que existe, existe contra el capital. Esas compulsiones objetivas del capitalismo, justamente, constriñen a las personas y limitan nuestras posibilidades de modificar nuestras vidas, de decidir qué queremos hacer y para qué, subordinándonos a exigencias fetichistas, surgidas de la propia dinámica social. Esto es claro en la exigencia de acumular capital: toda la actividad económica tiene que producir más y más ganancia, o se producen crisis, etc. La producción no es controlada por las personas (como sería en una sociedad socialista), pero tampoco priman las relaciones de dominación directa entre un grupo y otro (como en las sociedades no capitalistas), sino que la lógica de las relaciones sociales implica una serie de exigencias que son ciegas, automáticas e incontrolables para las personas. Es es la cara “totalizante” del capital: homogeneiza, uniformiza las relaciones sociales bajo los imperativos del trabajo asalariado y la producción para la ganancia.

La dominación de clase en el capitalismo se entreteje con esa forma fetichizada de las relaciones sociales. Los capitalistas se ven obligados a explotar cada vez más a los trabajadores, en virtud de la lógica de la competencia. En efecto, si el capital es un sujeto “automático” (valor que se reproduce), sin embargo no puede reproducirse sin explotar el trabajo directo. En ese punto se encuentra con la resistencia de lxs trabajadorxs, que tienen necesidades y deseos propios y ponen en cuestión (de maneras y con resultados históricos variables) la dinámica meramente automática del capital.

Movimientos sociales y capitalismo

Una política consecuente de la izquierda no se centra solamente en la lucha de la clase trabajadora contra el capitalismo, sino que debe enfrentar toda forma de opresión. Esto incluye las luchas contra la dominación de género, la impugnación de la heteronormatividad, el cuidado de la naturaleza frente a la depredación empresaria, las reivindicaciones de los pueblos originarios, entre otros. Muchas veces, para abordar estas experiencias de lucha, es necesario ir más allá del marxismo o articular algunos elementos de la teoría marxista con otras consideraciones. Es importante comprender esto, porque no existe una teoría universal de todas las dominaciones, que nos permita sin más entender cualquier situación de opresión y mucho menos que nos dé la receta para la liberación absoluta. Sin embargo, también es importante entender que el capitalismo surgió históricamente asociado a algunas formas de dominación particularista (donde un grupo o sector social se impone sobre otros). Así, el discurso igualitario de individuos formalmente libres e iguales, muchas veces se ha visto desmentido por el propio capitalismo, no sólo en virtud de la división de la sociedad en clases sino también en otras dominaciones como la de género o la racial. Estas dominaciones, a la vez, no permanecieron completamente externas al capitalismo sino que se articularon con él. Vamos a mencionar dos casos, el de género y el racial, a sabiendas de que se necesitan actividades de formación específicas para cada caso. El objetivo de esta mención es simplemente dejar abiertos interrogantes, antes que establecer una línea política.

Por un lado, las proclamaciones igualitarias de la sociedad capitalista vinieron asociadas históricamente a una subordinación de las mujeres bajo formas de dominación masculinas. Este movimiento no es externo al surgimiento del capitalismo: no se trata de que el patriarcado, como resabio de la sociedad feudal, haya perdurado durante la modernización capitalista. En cambio, surgió una forma de patriarcado (llamemos así a la dominación masculina) específicamente capitalista. Esta forma de dominación estuvo ligada a la división de actividades masculinas y femeninas en relación con el trabajo. El capitalismo se ha fundado en la asignación de la identidad masculina al trabajo asalariado y la identidad femenina a las actividades reproductivas, el mantenimiento del hogar y los cuidados. Esta división ha estado (y en buena medida continúa estando) a la base de la reproducción de la fuerza de trabajo y por lo tanto forma parte de las condiciones de posibilidad de la acumulación de capital, pero ha sido largamente invisibilizada por que las labores reproductivas no participan directamente de la creación de valor. El capitalismo se construyó sobre una división patriarcal de las actividades humanas, que asocia el trabajo creador de valor a la masculinidad (y a una serie de valores socialmente masculinizados, como la eficiencia, la competitividad, la agresividad); al tiempo que degrada y feminiza las actividades reproductivas, que aportan de manera indirecta a la reproducción de capital y se asocian a una serie de valores considerados femeninos, como el cuidado, la ternura o el afecto. El capitalismo puede así ser considerado como un patriarcado productor de mercancías, que erige un completo proyecto civilizatorio de dominación masculina. Evidentemente, a lo largo del tiempo hubo una creciente incorporación de la mujer al trabajo asalariado, pero que no ha destruido la división patriarcal. Las mujeres corren con desventajas en el mundo del trabajo (menores salarios y más dificultades para acceder a posiciones de mayor responsabilidad, por ejemplo); al tiempo que permanecen muchas veces como encargadas de las labores domésticas, con lo que la división masculina/femenina en torno a las actividades reproductivas dista de haber desaparecido.

El capitalismo surgió, también, ligado al colonialismo europeo y la gestación de una forma moderna de racismo. Esto tuvo varios pilares. Por un lado, la acumulación originaria destruye las formas comunitarias de vida social, donde los productores directos son inmediatamente “dueños” de la tierra en el marco de la colectividad. La desposesión de poblaciones originarias, especialmente en las periferias ha sido y sigue siendo necesaria para la constante expansión del capitalismo. Esta expansión constante, con el periódico relanzamiento de la acumulación originaria y sus violentos mecanismos de desposesión, vienen de la mano de la consideración de los sectores sociales de las periferias como “atrasados”, como condenados a desaparecer por la marcha del “progreso”. En este marco, también hay una construcción racial de la blanquitud como la “raza del capitalismo”. Allí donde el indio, el negro, el mestizo, el árabe, son vistos como atrasados, como viviendo en una etapa perimida de la evolución histórica, se asocia al blanco al progreso, la modernización y el avance. Esto viene de la mano de la articulación de la blanquitud con cualidades ligadas al trabajo asalariado y la lógica capitalista (orientación al rendimiento, laboriosidad, predisposición a la competencia), y la construcción de las razas subalernizadas como incompatibles con el pogreso capitalista (en términos de holgazanería, irracionalidad, conducta atada a los instintos, etc.). Así, el capitalismo ha surgido también de la mano de formas de dominación europea y blanca, ligadas tanto a las construcciones simbólicas del concepto de raza como a las más brutales prácticas de liquidación de formas comunitarias, en el marco de los procesos de desposesión.

No es posible, como decimos, hacer una teoría universal de todas las dominaciones. Pero mencionamos estos casos para plantear que el capitalismo surge de la mano de formas de dominación diversas, que son irreductibles a la dominación de clase o al fetichismo de la mercancía, pero que están asociadas social e históricamente al capitalismo.

El Estado y la política

Vamos a cerrar esta presentación con una mínima presentación sobre una mirada marxista en torno al Estado y la política. Son necesarios tres niveles de análisis para comprender el Estado capitalista. 1) La forma-Estado como garante de la dominación social en el capitalismo. 2) La diversidad de “formas de Estado” condicionadas por la lucha de clases y los ciclos de acumulación de capital. 3) El rol del Estado como agente, que interviene en la correlación de fuerzas entre las clases sociales.

1) La forma-Estado. Hemos presentado una lectura de Marx que no pretende construir una teoría general de la historia y se limita, con más modestia, a analizar las relaciones sociales en el capitalismo en términos históricamente determinados. Esto exige también pensar una teoría específica del Estado capitalista. El marxismo tradicional, a partir del trabajo de Engels El orgien de la familia, la propiedad privada y el Estado, tendió a pensar el Estado como un instrumento de la clase dominante, que existiría por lo tanto en todas las sociedades de clase. Se construye entonces una teoría transhistórica del Estado (que englobaría los Estados modernos en continuidad con las formas feudales de poder, el Estado romano, el Estado griego, etc.). Esta teoría, sin embargo, no presta atención al carácter históricamente único de la dominación de clase en el capitalismo. Esto lleva al reduccionismo de considerar al Estado como un mero instrumento de dominación. El argumento reza: puesto que la sociedad está dividida en clases, no puede organizarse un verdadero interés común, en virtud de los antagonismos estructurales que la dividen. Luego, la clase dominante necesita crear una herramienta de poder, que aparezca separada de la sociedad y garantice exteriormente la unidad, en buena medida en forma coactiva. El Estado, como unidad impuesta desde arriba a la sociedad, es por lo tanto un instrumento de la clase dominante. Una sociedad sin clases no poseería antagonismos estructurales, por lo que no necesitaría un Estado que le dé unidad desde arriba. Luego, el Estado es función de la división de la sociedad en clases y opera como instrumento de la clase dominante.

Frente a la concepción instrumentalista, proponemos pensar el Estado a partir de las formas de interacción social en el capitalismo. No pensar el Estado en general en toda sociedad de clase, sino en particular el Estado moderno o capitalista. Vimos que el capitalismo se caracteriza por un retroceso de las formas de dominación personal a favor de la dominación plasmada en estructuras anónimas y fetichizadas. La burguesía como clase dominante, por lo tanto, no domina en forma directa a la clase trabajadora. Formalmente, burgueses y proletarios son iguales ante la ley e independientes. La clase capitalista no gobierna inmediatamente, no goza de una jerarquía estamental sancionada jurídicamente ni tiene a disposición directa el aparato represivo. Esto condiciona la forma de poder capitalista. Una sociedad dividida en clases, pero donde las clases se definen en forma puramente económica (con independencia de jerarquías jurídicas o políticas), por fuerza debe tener una organización política que sancione el derecho igual y que deje la esfera económica librada a la interacción independiente de los particulares.

La especifidad del Estado moderno se monta sobre las peculiares formas de interacción social en la modernidad. Por un lado, este Estado (a diferencia de todas las formas de poder preexistentes) sanciona la igualdad jurídica de los ciudadanos. No es el aparato de coacción directa de un grupo sobre otro, sino que garantiza la igualdad formal entre particulares. Por otro lado, este Estado se funda en la separación entre lo político y lo económico, entre un ámbito donde priman los intereses colectivos y la sociedad se define como un todo; y un ámbito de intereses individuales en competencia, donde también aparece la desigualdad. Este Estado es condición para la explotación de la fuerza de trabajo en su forma capitalista, que se hace a partir del contrato jurídico entre iguales y del trabajador “libre”. En efecto, la explotación capitalista sólo puede ocurrir si el trabajador es, además de un desposeído, el propietario “libre” de su fuerza de trabajo, capaz de venderla en el mercado, cosa que estaría vedada a un siervo o un esclavo. El Estado moderno como garante del derecho igual está por lo tanto presupuesto en la explotación de los trabajadores, y se asienta sobre la peculiar forma de poder de la burguesía, que es la clase dominante pero no ostenta de modo inmediato el poder político.

Lo anterior significa, también, que el Estado moderno es capitalista antes que burgués. Esto significa que es el garante estructural de la reproducción de las relaciones sociales capitalistas, antes que –como en una visión instrumentalista algo ingenua– una mera “herramienta” de la burguesía. El matiz es importante porque implica que, sin poner en duda su carácter global capitalista, el Estado garantiza la reproducción de todas las clases sociales, incluyendo a lxs trabajadorxs. El Estado moderno, por su particularidad como Estado capitalista, está imbricado con la dominación de clase de la burguesía pero no responde de modo directo ni inmediato a la clase dominante.

2) En función de lo anterior, es preciso comprender el Estado en un nivel más histórico (no sólo a nivel estructural), donde éste despliega su relativa autonomía con respecto a las clases sociales. En este plano, aparecen diversas “formas de Estado” asumidas en diversos momentos o contextos históricos particulares. Las formas de Estado son condicionadas por el ciclo del capital y los patrones de acumulación, pero responden también a las variaciones en la correlación de fuerzas entre clases y a la conformación del bloque en el poder. El Estado no representa directamente a la burguesía sino que cristaliza una situación general de la lucha de clases. Así, en períodos donde por diversas razones la clase trabajadora tiene una posición ofensiva, se organiza, lucha, etc.; la forma de Estado suele volverse más porosa a sus intereses. En cambio, en períodos de fuertes ofensivas capitalistas, los Estados suelen consolidarse como más visiblemente capitalistas, respondiendo de manera más directa a los intereses de la burguesía. Estas variaciones no responden solamente a la lucha de clases sino también al ciclo del capital (los ciclos a la baja condicionan la acción del Estado de modo diferente con respecto a los ciclos de alza). En cada forma de Estado, finalmente, se estructura un bloque en el poder, una alianza de clases o fracciones de clase (incluyendo las disputas interburguesas) que prima sobre las demás. Así, el rol del Estado en su relativa autonomía con respecto a las clases sociales consiste en cristalizar, expresar y sintetizar la situación de la lucha  de clases más general.

3) Por último, el Estado opera como “agente” en la lucha de clases. No es un reflejo pasivo del ciclo económico ni de la lucha social, sino que participa en ellas. No sólo cristaliza correlaciones de fuerza sino que puede modificarlas. En este nivel aparece la eficacia relativa de la política estatal, que está condicionada por límites objetivos (el ciclo del capital) y subjetivos (la lucha de clases), pero que dentro de esos límites posee un margen de iniciativa propio.

Sobre la base de lo anterior, es posible repensar parcialmente el rol que podría tener el Estado en un proceso de transición al socialismo. Al romper con la concepción del Estado como instrumento, cae la idea de que un súbito “asalto al cielo” por un partido de la clase trabajadora pudiera cambiar el signo de clase del Estado de manera brusca. El Estado no es una mera herramienta en manos de una clase, sino que se vincula estructuralmente con el capitalismo (antes que con la burguesía). Su relativa autonomía y eficacia propia, sin embargo, también implica una capacidad para representar parcialmente los intereses de la clase trabajadora. De esto se sigue, también, a título de hipótesis; que una ruptura con el capitalismo podría darse sobre la base de posiciones conquistadas por los trabajadores en el seno del Estado. Esto no significa que sea posible la construcción del socialismo a partir de acumular reformas progresistas, sino que la preparación de una ruptura revolucionaria puede darse tanto desde el interior del Estado como desde la lucha social, en lugar de gestarse únicamente en un contra-Estado paralelo. En otro nivel de análisis, de esta comprensión del Estado permite dar cuenta de su capacidad hegemónica sobre la clase trabajadora y los sectores subalternos. Puesto que no es una herramienta pasiva de la clase dominante, sino que trata de sintetizar al conjunto de la sociedad, el Estado moderno ha desarrollado grandes capacidades para integrar a las clases subalternas, limando su vocación de oposición y ruptura. El Estado, por lo tanto, tiene importantes capacidades para intervenir en el conflicto de clases, y puede a veces cumplir un rol regresivo (subordinar a lxs trabajadorxs mediante procesos de integración capitalistas) y a veces uno progresivo (propulsar o preparar rupturas).

La idea de emancipación

Hoy podemos reinterpretar las contradicciones sociales en términos de la disputa entre democracia y capitalismo. El capitalismo aparece como una forma fundamentalmente “no política” de regular la vida social. En efecto, la compulsión a acumular constituye coacciones cosificadas fetichizadas que se imponen a las personas. Esto incluye a la clase dominante, que se ve obligada por la competencia y la presión del proceso social a explotar a los trabajadores, desarrollar las fuerzas productivas, etc. También constriñe seriamente los márgenes de la política, tanto estatal como por fuera del Estado, pues ambas se ven atravesadas por las formas cómo el capitalismo limita y coarta las capacidades de las personas para la autonomía. El capitalismo aparece por todas partes como un “totalitarismo de los mercados”, que no sólo genera injusticias y desigualdades sino que también limita las posibilidades de la sociedad para auto-determinarse.

El horizonte socialista es, podemos decir, la ampliación radical de la democracia a todos los ámbitos de la vida social, incluyendo la esfera de la producción, donde el capitalismo se revela más profundamente antidemocrático. Esto es importante, en parte, a partir de la deriva totalitaria o autoritaria experimentada por la mayoría de los intentos socialistas a lo largo del siglo XX. Hoy, tras los desastres del siglo pasado, pensamos que el proyecto socialista debe concebirse como superador de la democracia, en términos de ampliar las posibilidades de las personas para la autonomía individual y colectiva.

El proyecto de ampliación de la democracia supone, creemos, complementar formas de participación directa de tipo consejista o soviético, con formas pluralistas de representación política. Creemos que la crítica del capital no debe solaparse, como quisieron muchos movimientos autónomos en los últimos años, con la búsqueda ingenua de la horizontalidad. Las ideas autónomas u horizontalistas tienden a recaer en una visión ingenua de la sociedad emancipada como una sociedad totalmente transparente y homogénea, donde la política colapsó en lo social. Frente a esas visiones ingenuas, reivindicamos la necesidad de una política democrática, entendida como combinación de democracia directa y representación.