Javier Sáez
Artículo publicado en la revista Viento Sur nº 146 (junio 2016)
Los diversos feminismos (marxistas, decoloniales, de la diferencia, lesbianos, queer, etcétera) han aportado una revisión profunda de las prácticas políticas, demostrando que la transformación social solo es posible si implica la igualdad entre hombres y mujeres como un punto central del proceso, introduciendo el análisis de género en los movimientos de emancipación.
No obstante, las diferentes izquierdas habían relegado las cuestiones de género y de etnia a un segundo plano, confiando en que la desigualdad entre hombres y mujeres o el racismo se resolverían con la igualdad socioeconómica, poniendo la lucha de clases en un primer plano. Hoy en día temas como la igualdad entre hombres y mujeres, o el racismo y la discriminación que sufren las minorías étnicas (gitanos/as, inmigrantes, afrodescendientes, etcétera) o las personas LGBT, siempre quedan en la cola de la agenda política o del programa y del discurso, como algo secundario, como algo “meramente cultural” (Butler, 2000). Además, la representación política española sigue estando copada por hombres, como hemos visto en estas recientes elecciones 2015-2016, donde todos los líderes candidatos a la presidencia eran hombres. Lo mismo ocurre entre los sindicatos. Incluso movimientos populares como el 15M tuvieron sus problemas para entender la importancia de la reivindicación feminista cuando retiraron la única pancarta feminista que había en la Puerta del Sol.
El movimiento feminista es imprescindible para llevar a cabo una política nueva y subversiva; pero en este proceso, ¿dónde se han quedado los hombres? La masculinidad tradicional sigue marcando los espacios de poder y de comunicación de las izquierdas. Apenas se ha dado un ligero baño “de género” (“compañeros y compañeras”), pero los hombres no hemos cuestionado nuestro lugar de enunciación, ni nuestros valores y privilegios. La masculinidad como valor prevalece, y ello tiene efectos políticos
Nuevas masculinidades
Un malentendido muy común al abordar este tema es considerar que la igualdad de género es un tema “de mujeres”. O que el feminismo es algo que solo concierne a “las mujeres”. Los hombres que comparten esta perspectiva, cuando quieren mostrarse abiertos, explican que ya les “dejan” (a ellas) un espacio en la agenda o programa, para que “ellas” incluyan “sus” reivindicaciones (de ellas). O bien se incluye la palabra “feminismo” en eslóganes varios, pero sin que en la práctica esto se refleje en cambios reales en la política. En todo caso, el objetivo de este artículo no es tanto denunciar las carencias feministas de los movimientos sociales y políticos (y digo “sociales” porque el mundo de las ONG tiene el mismo problema: casi todos sus presidentes y directores son hombres, aunque el 80% de sus trabajadoras son mujeres). Lo que me interesa destacar es que por debajo de estos debates hay algo que permanece fuera de las críticas, sin ser apenas cuestionado, y eso es la identidad masculina. Muchas organizaciones y líderes no han entendido que el feminismo no es cosa de mujeres, sino de todos y todas, y especialmente de hombres. O algunos lo han entendido, pero no se va más allá, al fondo de la cuestión: que incorporar una perspectiva feminista supone cuestionar nuestras masculinidades, cómo se ejercen, cómo se viven en nuestros discursos, cuerpos, relaciones afectivas, sexualidades, cómo marcan los espacios de representación e incluso los espacios físicos.
Desde hace unos años existen ya en nuestro país diversas asociaciones y activismos que plantean la necesidad de promover “nuevas masculinidades”. Se trata de un paso importante en la igualdad, ya que este movimiento cuestiona la mirada androcéntrica, enseña a los hombres a reflexionar sobre los privilegios que tienen en la sociedad heteropatriarcal y plantea la necesidad de un cuestionamiento en la forma de vivir la masculinidad. Asimismo son grupos que potencian una mayor solidaridad de los hombres en la lucha contra la violencia de género, y una mayor implicación en la igualdad en la vida cotidiana (vida en familia, cuidados, conciliación, equidad, relaciones afectivas, etcétera).
La Red de Hombres por la Igualdad, la Asociación de Hombres por la Igualdad de Género, las Ruedas de Hombres Contra la Violencia Machista, la Plataforma por Permisos Iguales e Intransferibles de Nacimiento y Adopción, son iniciativas importantes y valiosas que nos pueden servir para difundir valores diferentes sobre la masculinidad entre los niños y jóvenes y para cambiar y cuestionar la forma de vivir de los hombres adultos. Pero por ahora estas redes son limitadas, no tienen un gran alcance en los sistemas educativos o en los medios de comunicación, ni mucho apoyo de los partidos políticos. Por el contrario, lo que vemos reflejado en los estudios sociológicos recientes (Vilaseró, 2005) es un aumento del control de los adolescentes varones sobre sus novias y el resurgimiento de agresiones homofóbicas y transfóbicas en los colegios e institutos y en las calles. Y la violencia machista sigue arrojando cifras terribles cada año. Por no hablar del auge de micromachismos y macromachismos en medios de comunicación y en redes sociales contra las activistas feministas. Indicadores todos ellos de que la masculinidad tradicional y machista no es cosa del pasado. Los tiempos de la “masculinidad obligatoria” no han terminado, ni mucho menos.
Marica el último
En realidad podemos plantear que no se trata de producir “nuevos hombres”, sino de ver cuáles son los dispositivos que hacen que solo se pueda “ser hombre” de una manera. Esos hombres a los que se dirigen las redes por la igualdad ya estaban ahí, pero nuestra cultura machista, homófoba, cisexista, transfóbica, socializa a los niños siempre de la misma manera: los hombres no lloran, sé fuerte, sé un hombre “de verdad”, ligar con chicas te hace más hombre… Y lo que es peor, se trata de una masculinidad que vive siempre pendiente del pánico a la posibilidad de ser marica. Cualquier deslizamiento de género que tenga un niño en los gestos, la vestimenta, la forma de hablar, los intereses, en seguida es reprimido por una policía del género que se ejerce desde muchos frentes: el acoso homófobo escolar, las expresiones de insulto cotidianas (“no seas maricón”, “marica el último”, “nenaza”, etcétera), los medios de comunicación, la televisión, algunos padres, las agresiones físicas a jóvenes gays y trans (y a lesbianas, a veces justo por lo contrario, por vivir su masculinidad con naturalidad y libertad), etcétera.
Este pánico es tan fuerte que podríamos proponer la idea de que la masculinidad no es tanto algo positivo, una esencia, algo que sepamos qué es, sino una reacción, que consiste en hacer todo lo posible para no parecer marica. La masculinidad, desde esta perspectiva, es una identidad negativa, un lugar vacío. Es una batería de gestos, posturas, actitudes, y estéticas, que los niños y adolescentes incorporan inconscientemente en sus vidas, para demostrar a la comunidad que no son gays. Del mismo modo que el piropo de un albañil a una mujer no va dirigido a ella, sino a los demás compañeros de obra; el mensaje es: “miradme, soy heterosexual, muy heterosexual”.
Este proceso muestra que la identidad masculina es algo muy frágil, algo que necesita reafirmarse continuamente, y que es muy sensible cuando se siente amenazada: eso explica en parte el odio homófobo (esos hombres que no pueden soportar a un hombre afeminado, ¿por qué?), o la reacción desmesurada de algunos hombres cuando les abandona su mujer (entonces se sienten “menos hombres”, y ello a veces les conduce a reacciones violentas contra sus exparejas). La masculinidad de los hombres se basa en no poder expresar o negociar emociones: de ahí que algunos hombres solo saben reaccionar a la frustración o el abandono con violencia. Todos los líderes políticos reconocen que en esta sociedad tenemos un problema muy grave, que es la violencia machista. Pero las medidas que proponen las administraciones recaen siempre sobre la víctima (denuncia, empodérate, fórmate, no salgas de noche, autodefensa), nunca sobre los agresores. Se intenta (poco y mal) informar a las mujeres sobre cómo evitar agresiones, pero no se enseña a los hombres a no agredir. No hay un cuestionamiento serio de la masculinidad, ni una formación en el sistema educativo sobre feminismo e igualdad (“ideología de género”, como gusta llamarlo a la jerarquía de la iglesia católica).
En el fondo la masculinidad se basa en un profundo sentimiento machista, la idea de que ser una mujer “es malo”, o “es peor” que ser un hombre. Parte del odio homófobo viene de identificar al gay con una mujer y de penalizar ese deslizamiento “traidor”: no es un hombre “de verdad” y lo que es peor, se aproxima a “la mujer”. ¿Por qué molesta tanto a algunos hombres la posibilidad de ser tomados por una mujer? Este mecanismo machista se ve mucho más claro en los casos de transfobia: cientos de mujeres transexuales son asesinadas cada año en el mundo. Asesinadas siempre por hombres. Este transgenocidio/1 silencioso parece no alarmar a las autoridades, que además no entienden que esa violencia tiene mucho que ver con la masculinidad. A este dato debemos añadir el componente racista: muchas de estas mujeres eran negras. Solo en EE UU en 2015 fueron asesinadas 25 mujeres trans negras.
¿Abandonar la masculinidad?
Hasta ahora hemos planteado la necesidad de ese replanteamiento de las masculinidades, vivirlas de diferente forma, ser más igualitarios, solidarios, feministas. Pero hay algo más complejo que subyace en este debate. A pesar de esas buenas intenciones, los hombres nos seguimos identificando como hombres, mantenemos una “masculinidad”, aunque sea reformada o igualitaria o progresista. Y mientras eso sea así seguimos disfrutando de una serie de privilegios y manteniendo una serie de valores (que hay hombres y mujeres, por ejemplo). Además, esos privilegios están por encima de nuestros deseos o voluntades individuales, son estructurales en un sistema patriarcal como el nuestro. Podemos hablar en femenino en nuestras reuniones de hombres gays o de activistas de izquierdas, pero finalmente en la entrevista de trabajo volvemos al masculino ante el jefe de personal de la empresa. Podemos ejercer ese privilegio cuando queramos, volver a ser hombres y masculinos cuando las cosas se ponen feas. O podemos dar un beso a nuestro compañero de escaño, pero al final quien habla en la televisión o quien dirige el partido es un hombre heterosexual. O soy ascendido en la empresa por ser hombre, aunque nuestra compañera, que aspiraba al mismo puesto, valga lo mismo o más que yo para ejercerlo. Igual ese hombre no ha reivindicado su condición masculina para el ascenso, le viene dado “de serie” por un sistema machista que promociona a los hombres “inconscientemente”. Pero no inocentemente.
¿Es posible mantener posiciones de igualdad y a la vez identificarse como hombre? ¿O la única solución subversiva posible sería la de abandonar la masculinidad y la categoría de hombre? Las políticas queer que se han desarrollado en los últimos treinta años van en esta dirección; la fuerza política de las luchas queer es su resistencia a la normalización. Se trata de cuestionar cómo conceptualizamos las relaciones sociales y sexuales, y activar sus efectos polí- ticos. Una lucha que mantenga la identidad “hombre” sin cuestionarla radicalmente, o cuyos activistas mantengan una identificación con “ser hombres” y lo masculino, no permite un cambio social radical. Precisamente el binarismo sexual y las identidades sexuales fijas son la base del contrato social. El contrato social no es solamente la heterosexualidad, como ya explicó Monique Wittig (2005). El sistema capitalista puede soportar un contrato homosexual, siempre que consuma y que sus miembros mantengan el binarismo (dos hombres “hombres” se casan, todo bien). Desidentificarse de ser hombre y de la masculinidad es una apuesta mucho más difícil; eso sí supondría una subversión de los valores y de lo político, pero como en toda subversión, cuando algo es necesario e imposible, tenemos que cambiar las reglas del juego.
1/ Entre 2008 y 2015 fueron asesinadas 2.016 personas trans en el mundo, ver http://transrespect.org/en/ tdov-2016-tmm-update/.
Javier Sáez es sociólogo y activista gay, especialista en teoría queer y en psicoanálisis.
Bibliografría citada
Butler, J. (2000) “El marxismo y lo meramente cultural.” New Left Review, n. º 2, mayo-junio.
Vilaseró, M. (2005) “Los jóvenes son más machistas que sus padres en el control de la pareja”. El Periódico, 28/1/2015. Disponible en: http://www.elperiodico.com/es/noticias/sociedad/ los-jovenes-son-mas-machistas-que-sus-padres-control-pareja-3887918.
Wittig, M. (2005) El pensamiento heterosexual. Barcelona. Ed. Egales.