Martín Mosquera [1]

“Y si se trata de alcanzar resultados, hay que ser consecuente y flexible a la vez, aferrarse inexorablemente a los principios y estar con los ojos abiertos ante el cambio que trae cada nuevo día.”
Georg Lukács

 

Asistimos a la emergencia de una nueva izquierda en nuestro país. Luego de décadas de retrocesos de los sectores populares, a finales de los años noventa se inició un proceso de lenta recomposición social y política de las clases subalternas que tuvo como su hito fundamental a las jornadas de diciembre de 2001. En este proceso, fueron surgiendo una multiplicidad de experiencias organizativas que se situaron, al menos intuitivamente, en un horizonte de rearme político-estratégico, en discusión con la orientación, los métodos y las formas de construcción de la izquierda tradicional. Actualmente, el nivel de maduración de estas experiencias comienza a situar en el centro de los debates la preocupación por intervenir más directamente en el plano político – y no solo sectorial o reivindicativo – y por articular en una herramienta política a un conjunto de movimientos sociales, corrientes políticas y agrupamientos multisectoriales que vienen dando pasos en común. Se trata de encarar la tarea de la etapa que se inicia, esto es, la construcción de una alternativa política antiimperialista, anticapitalista y socialista en las circunstancias sociales y políticas actualmente existentes.

Estamos dejando atrás toda una etapa de la lucha social. El nuevo activismo fue surgiendo en un periodo marcado, o bien, por una descomunal despolitización durante la época de la hegemonía arrolladora del neoliberalismo, o bien, luego del 2001, en una fase de ascenso de las luchas pero marcadas por una fuerte ausencia de los debates propiamente político-estratégicos. Durante esa etapa, el espacio hoy denominado, un tanto equívocamente, “izquierda independiente” tuvo el acierto de volcarse decididamente hacia la militancia social (en el barrio, la universidad, el lugar de trabajo en algunos casos) para partir de lo más elemental y específico con el objeto de reconstruir una cultura de lucha, solidaridad y organización entre los sectores populares. Este emergente espacio político desarrolló, entonces, una política que se adecuaba inteligentemente a las características del periodo. La disputa sobre la especificidad de cada territorio, la centralidad del trabajo de base, la búsqueda de nuevas formas organizativas, la revalorización de las conquistas reivindicativas parciales, constituyeron las coordenadas generales de la intervención política de este espacio durante esos años. Ahora bien, desde el conflicto del campo del 2008 y, principalmente, a partir del 2010 con la muerte de Kirchner y la aparición de amplios sectores de la juventud militando en las filas de las organizaciones oficialistas, se está cristalizando una nueva etapa, caracterizada por la creciente centralidad de las cuestiones estrictamente políticas, es decir, las cuestiones relativas a proyectos de país y alternativas políticas en disputa. En la actualidad resulta cada vez más difícil sostener nuestro trabajo de base si no lo acompañamos por una propuesta política que proyecte una alternativa propia.

El texto de Martín Ogando (Marea  Popular) “Una incitación a la incomodidad”[2] abordó algunas de estas cuestiones en relación, fundamentalmente, a la necesidad de la intervención electoral e institucional[3]. Con independencia de los distintos aspectos políticos que compartimos con el texto, es preciso señalar que las menciones al PSUV y al Gran Polo Patriótico[4] venezolanos como referencias a la hora de pensar la herramienta política, o la reivindicación del sentido original de Proyecto Sur, marcan una orientación en la que el afán de superar el sectarismo lleva a jerarquizar la tendencia a acuerdos con sectores de centro izquierda, reformistas o nacionalistas populares de un modo que bien puede conducir a devaluar la perspectiva anti-capitalista que se pretende impulsar.

La larga trayectoria de la militancia socialista está repleta de organizaciones, núcleos y corrientes políticas que no pudieron pasar la prueba de salir de la marginalidad y tener una presencia real en la vida de las masas. Debemos actuar con audacia e inteligencia para poder tener éxito allí donde fracasaron el grueso de los agrupamientos de la izquierda revolucionaria. Pero nuestra historia también conoce sobradamente de organizaciones que, con la intención de superar la marginación, terminaron adaptándose a expresiones políticas reformistas o nacionalistas, quedando reducidos a los estrechos márgenes del posibilismo.  Debemos manejar virtuosamente esta tensión entre sectarismo y adaptación donde se juega, en buena medida, la suerte y la perspectiva histórica de esta nueva izquierda[5] que está emergiendo en nuestro país.

Nueva izquierda y disputa electoral

La perspectiva político-estratégica en la que se sitúa el texto de M. Ogando es la de apostar a un proceso de acumulación contrahegemónica a largo plazo, rechazando las concepciones instrumentales del poder propias de la izquierda tradicional, según las cuales bastaría en lo substancial con que un nuevo grupo político se haga de los resortes fundamentales de la sociedad (instituciones políticas, poder militar) para iniciar un proceso de transición hacia el socialismo. En cambio, en una perspectiva contrahegemónica: “las disputas parciales, las modificaciones moleculares en la correlación de fuerzas, las acumulaciones y conquistas, es decir las batallas de una ‘guerra de posiciones’, son posibles y necesarias”[6]. En este punto, el autor rechaza toda interpretación “gradualista” o reformista de la lucha contrahegemónica. Sostiene: “esto no implica pensar que el estado capitalista será desarmado desde adentro, que de a poco lo iremos infiltrando, o que la conquista paulatina de reformas irá cambiando gradualmente su carácter sin necesidad de momentos insurreccionales o choques violentos”. 

Estas consideraciones estratégicas son, probablemente, patrimonio común del conjunto de las agrupaciones de la nueva izquierda y marcan el núcleo de ruptura con el universo político de las organizaciones partidarias tradicionales orientado hacia la “lucha por la dirección” y el asalto a las instituciones dominantes.

En este marco, el texto se dispone a argumentar contra concepciones ingenuamente anti-electorales, todavía fuertemente arraigadas en los nuevos movimientos. Para el autor la participación electoral o institucional sirve para:

“retroalimentar las experiencias de institucionalidad alternativa que vamos pariendo, para disputar sentidos y recursos, para construir referencias públicas y hechos culturales, para consolidar como anillos defensivos que protejan nuestras organizaciones, etc. Los ejemplos son muchos y variados: obtener leyes o reglamentaciones que permitan mejores condiciones de vida (y de lucha) para nuestro pueblo; conseguir recursos (que el enemigo hegemoniza) para pertrechar nuestras respuestas contrahegemónicas; aprovechar los intersticios legales y cada terreno de institucionalidad parcialmente favorable o contradictorio.”[7]

Este planteo, en lo fundamental, no es ni más ni menos que la recuperación de los argumentos “clásicos” por los que una porción mayoritaria de las corrientes socialistas, desde el siglo XIX, se resolvieron a dar una disputa en el terreno parlamentario. En este aspecto, no podemos más que acordar con estas líneas que sitúan al capitulo electoral como un momento interno del proceso más amplio y multifacético de acumulación contrahegemónica y construcción de poder popular. Compartimos también la definición de que la lucha parlamentaria es una tarea a abordar en la presente etapa. Sin embargo, el núcleo político de la cuestión no se agota aquí. Se trata de encarar la cuestión del marco de alianzas, sobre la relación a tener con sectores reformistas y la orientación política de la lucha en el terreno electoral.

Revolución en la revolución

Tal como sostiene acertadamente Aldo Casas en un texto reciente[8], recuperando la obra de István Mészáros[9], la reconstrucción de la estrategia socialista requiere de la elaboración, teórico-práctica, de una “teoría de la transición”. Abandonando el supuesto ingenuo de que con la “toma del poder” se corta en lo fundamental con la sociedad burguesa, István Mézsáros, citado por Casas, sostiene que:

“para convertir al proyecto socialista en una realidad irreversible tenemos que efectuar muchas ‘transiciones dentro de la transición’, al igual que, bajo otro aspecto, el socialismo se define como una constante auto-renovación de ‘revoluciones dentro de la revolución’”. [10]

Desde nuestra perspectiva, esta concepción supone considerar, en la línea del Marx que concebía a los sindicatos como “escuelas de socialismo”, que la transición se inicia, en algún sentido, en el seno mismo de la sociedad burguesa, prefigurando en el presente las relaciones sociales, los valores y la institucionalidad de la nueva sociedad. Esto corresponde a una concepción del proceso de transformación radical como un vasto movimiento social y cultural, y no solamente como una revolución “política”.

Esta perspectiva de “transición larga”, donde conviven múltiples situaciones político-gubernamentales junto al desarrollo independiente de líneas de poder popular, obliga a analizar complejamente los fenómenos políticos que atraviesan a países latinoamericanos como  Venezuela y Bolivia. Estas experiencias abonan la tesis de que posiblemente un proceso de transición hacia el socialismo en las condiciones actuales pase por una etapa en la que un auge de masas sea capitalizado por una dirección reformista que se imponga en un contexto de crisis de hegemonía.  Esta situación puede dar lugar a un escenario donde la institucionalidad democrático-burguesa se vuelva el marco inestable donde se manifieste la radicalización política de las masas y los ascendentes enfrentamientos de clase.  Estos procesos parecieran relativizar la tesis clásica de que los gobiernos “bonapartistas” tienen indefectiblemente un rol histórico regresivo al verticalizar y neutralizar el movimiento de masas, ajustándose más adecuadamente a la caracterización gramsciana del “cesarismo”, donde queda abierta la posibilidad de cierto carácter progresivo dependiendo de su capacidad para impulsar la experiencia política de las masas y la organización popular. En procesos de esta naturaleza, se hace evidente la improcedencia del vanguardismo sectario que acomete directamente contra los gobiernos reformistas, desprendiéndose del desarrollo subjetivo de los sectores populares. Se torna prioritario allí acompañar la experiencia política de las masas, participar de instancias de frentes único anti-imperialista, oponerse a los embates golpistas de las derechas y apuntalar cualquier tendencia que permita radicalizar el proceso político.

Sin embargo, para el desarrollo de una política emancipatoria resulta tan ineficaz el sectarismo vanguardista como la adaptación y el seguidismo hacia las direcciones reformistas o nacionalistas. La necesidad de una delimitación estratégica respecto del reformismo y el nacionalismo hace a un debate fundamental para la izquierda latinoamericana. La actual coyuntura, donde en Venezuela se dirime la continuación o no del proceso bolivariano luego de la muerte de Chávez y en Bolivia el Gobierno del MAS se está enfrentando represivamente a las movilizaciones obreras de la COB, visibilizan la importancia de este debate. Para no transformar la táctica en estrategia y volverse funcional a los límites gubernamentales, resulta determinante mantener la iniciativa política crítica y la independencia organizativa. Dicha independencia es decisiva para apuntalar la movilización autónoma de las masas y el desarrollo de organismos de poder popular, en la perspectiva de sedimentar las condiciones para una ruptura decisiva con el régimen burgués. No se trata solamente de no sectarizarse frente al desarrollo subjetivo de los sectores populares, apoyando y apostando a profundizar los mejores elementos del proceso político, sino también de construir organismos de masas con capacidad de radicalizar el proceso más allá de los límites de la política gubernamental (y contra ella, cuando fuera necesario). Reconocer que entre los nuevos gobiernos y los movimientos populares se ha trabado, en los mejores momentos, una dialéctica abierta y progresiva no justifica que el “socialismo desde abajo” que pregonamos se detenga ante las “razones de Estado” de los gobiernos reformistas[11].

Intervención electoral y tareas de la nueva izquierda

Una caracterización de los procesos latinoamericanos tendiente a disipar la delimitación respecto a sus direcciones nacionalistas o reformistas puede impactar sobre la propia estrategia de un modo que resignifique cualitativamente el sentido de la intervención electoral. En esta línea puede explicarse que se establezca una reiterada vinculación entre la necesidad de una política electoral y – en palabras de Ogando –  “las características que han adoptado los principales procesos de cambio en nuestro continente”[12]. Estas consideraciones no sólo pueden dar un tono diferente a la posible intervención electoral sino que, asimismo, pueden resignificar las prioridades de la etapa y las tareas que se desprenden de ella. “Una construcción política de la izquierda se hace posible en el marco del largo plazo”, señala Omar Acha en un texto que comenta críticamente los planteos de Ogando[13]. Acha identifica allí el peligro de suponer una excesiva fortaleza de las clases subalternas o de la propia acumulación organizativa y el problema derivado de pretender acelerar los tiempos propios de una nueva construcción política.

Un rasgo característico de la nueva izquierda ha sido la delimitación frente a los diagnósticos catastrofistas de la crisis capitalista, propios de buena parte de la izquierda tradicional. El “catastrofismo” conduce a una lógica de corto plazo que cree encontrarse siempre ante oportunidades y coyunturas decisivas y, por tanto, pretende de modo persistente acelerar infructuosamente los procesos. Al mismo tiempo, la  supuesta inminencia de la crisis lleva a colocar la prioridad política en la acumulación partidaria y en la “lucha por la dirección” antes que en la consolidación de las organizaciones populares, de los frentes de masas, de las conquistas reivindicativas parciales, etc. En cambio, definir la etapa como de acumulación de fuerzas y recomposición del movimiento popular, conduce a resignificar el universo de cuestiones fundamentales de la estrategia de la izquierda tradicional. Se invierten o minimizan ciertas jerarquías, como la prioridad de las disputas de coyuntura por sobre el trabajo de base, la exacerbación competitiva de la “lucha entre tendencias” antes que la confluencia unitaria, la prioridad de la organización política sobre el frente de masas, o la sobreexigencia acerca de cuestiones programáticas antes que el lento avance en materia reivindicativa, ideológica y organizativa del movimiento real. A su vez, se vuelven prioritarias y adquieren un valor estratégico cuestiones “metodológicas”, relativas a las formas de construcción y prácticas políticas. El trabajo de base, la puesta en tensión de la distinción entre dirigentes y ejecutantes, la lucha contra la burocratización de las organizaciones políticas y gremiales, la interpelación al conjunto social como necesario protagonista de un tentativo proceso de cambio, son algunas de las tareas que se vuelven fundamentales.

En este sentido, así como la tarea actual no pasa por organizar la insurrección, tampoco se trata de establecer una alternativa electoral de gobierno en el corto-mediano plazo. Llevar a tal punto las pretensiones políticas expresa la disposición a trabar alianzas en un sentido correlativo, al riesgo de resignar la independencia política y la perspectiva anticapitalista. El alcance de la hegemonía política del kichnerismo, la debilidad de las nuevas experiencias organizativas, la extendida sensación de escepticismo entre las masas respecto a las posibilidades de cambios sociales radicales y la situación de “crisis de alternativa” – para utilizar la expresión de Perry Anderson [14]- en la que está inmersa la militancia anticapitalista, nos obligan a ser muy cautos en la definición de las tareas de nuestra coyuntura. Esto no significa desconocer la necesidad de intervenir electoralmente en un futuro próximo, es decir, desaprovechar las posibilidades que abre el terreno electoral para la interpelación al conjunto social. Por eso mismo, hay que evitar el lugar común reduccionista extendido en el nuevo activismo, de considerar que solo luego de un largo proceso de militancia social se va a poner en evidencia, naturalmente, la necesidad de dar el salto al plano electoral. Este preconcepto, fuertemente arraigado, desconoce las potencialidades contrahegemónicas de una retroalimentación entre las experiencias populares y la construcción político-electoral. Pero se debe concebir al terreno electoral no como el inicio de una disputa gubernamental a mediano plazo (a la manera de Venezuela o Bolivia), sino como una instancia de propaganda y agitación política, construcción de referentes populares, cobertura simbólica y discursiva para las luchas sociales, y como un terreno para impulsar algunas reformas progresivas de la mano de la movilización popular (como fue el caso de la jornada laboral de seis horas en el subte).   Tal perspectiva es la que se dio en sus orígenes el movimiento socialista y permitió apuntalar la consolidación de los partidos socialdemócratas del siglo XIX como fuerzas de masas.

Estar inmersos en un proceso de rearme político-organizativo de la izquierda radical establece algunos rasgos comunes entre la actual etapa y el origen de las grandes organizaciones socialistas. Podríamos considerar que posiblemente estemos frente a los inicios de la reconstrucción del movimiento socialista, donde el centro de la actividad pasa por profundizar la lucha sectorial y reivindicativa, apostar a (re)construir una ideología y una cultura socialista en el seno de las clases subalternas, y, fundamentalmente, avanzar en la construcción de un espacio político anticapitalista que de la disputa en todos los terrenos, incluyendo el parlamentario, y pueda convertirse en una realidad efectiva en la vida de los sectores populares.

Centroizquierda, reformismo y socialismo

La relación de las corrientes clasistas y revolucionarias con los sectores políticos reformistas, normalmente hegemónicos, obviamente no es una temática nueva sino que recorre la literatura, las polémicas y la experimentación política de los movimientos socialistas desde sus orígenes. Más aún, este dilema se relaciona con la problemática estructural de la relación con las masas que, cuando empiezan a romper con las ilusiones del capitalismo “realmente existente”, caen con “naturalidad” en la pretensión de reducir sus injusticias y costos sociales a través de reformas parciales y sin rupturas ni convulsiones radicales.

Es evidente que una verdadera fuerza social y política emancipatoria va a verse nutrida de rupturas provenientes de corrientes del nacionalismo popular,  el reformismo de izquierda e, incluso, de sectores vinculados al cristianismo revolucionario o la teología de la liberación. Más aún, es necesario reconocer que estas rupturas, fundamentales para la construcción de una alternativa política de masas, no se van a generar por la simple radicalización de la situación política en un contexto de crisis económica y pauperización de los sectores populares. Es necesario un trabajo previo, generar vasos comunicantes y establecerse, anticipadamente a los momentos decisivos de la lucha de clases, como una referencia intelectual y moral para un conjunto de corrientes políticas.

Pero hay que tener presente el riesgo de que una vocación hegemónica y una política activa hacia esas corrientes, para atraerlas hacia una fuerza social emancipatoria, pueda confundirse con el seguidismo en la expectativa de que funcionen como un atajo hacia la inserción en las masas. Aunque necesaria, la intervención electoral ha funcionado en múltiples casos para diluir la perspectiva independiente y socialista detrás de direcciones reformistas o nacionalistas, antes que para acercar la izquierda a las masas. Por eso la delimitación estratégica con todas las variantes de centro-izquierda es fundamental en un continente que experimentó la transformación de poderosos movimientos políticos de izquierda, como el PT brasilero y el Frente Amplio uruguayo, en cabezas de gobiernos social-liberales. Nuestro país también ha visto la sucesión de fracasos de proyectos de esta naturaleza: desde la histórica política de los frentes populares del estalinismo, hasta los más recientes casos del Partido Intransigente durante los años ochenta, el posterior Frente Grande/FREPASO, la experiencia reciente de Proyecto Sur e incluso la tempranamente abortada “Constituyente social” de la CTA hoy integrada devaluadamente al FAP.

Es preciso reconocer, como señalamos antes, que no se alcanza una construcción política de masas a través del simple crecimiento vegetativo de la propia organización política. No existe fuerza social y política que pueda seriamente amenazar al régimen capitalista si no integra hegemónicamente a vastos sectores sociales, fuerzas políticas y sensibilidades culturales. No se trata de embestir directamente contra las identidades existentes en las clases subalternas, sino de radicalizar los elementos progresivos que existen contradictoriamente en el sentido común popular. Los anhelos de justicia e igualdad social de la clase obrera peronista, la opción por los pobres de sectores vinculados a la Iglesia, la crítica contra-cultural de sectores juveniles o, incluso, la sensibilidad republicana y democrática de sectores medios, pueden recuperarse en una aspiración anticapitalista.

Superar la lógica sectaria y autoproclamatoria nos confronta a uno de los puntos dilemáticos de nuestro espacio político: determinar cuál es la amplitud o el marco de alianzas que dará lugar a una nueva construcción política. Y en este punto, existe un error simétrico al sectarismo que se suele criticar en la izquierda tradicional, esto es, pretender abreviar la larga marcha necesaria para desarrollar una inserción genuina en el movimiento de masas con la ayuda de alguna referencia político-electoral que implique desdibujar las diferencias entre la izquierda socialista y el nacionalismo popular o el reformismo. Esto no quita que si estuviéramos frente a la existencia de gobiernos nacionalistas de izquierda (como es el caso de Venezuela y Bolivia), o si existiera algún tipo de fuerza política de masas de orientación populista o reformista, posiblemente una construcción política anti-capitalista no pueda desarrollarse al margen de los procesos organizativos que se den al calor y bajo la influencia de esas expresiones.

No es posible resolver por anticipado la difícil cuestión de evitar los problemas simétricos del oportunismo y el sectarismo. Sólo en un desfiladero estrecho es que puede situarse una aspiración anticapitalista racional, que articule virtuosamente amplitud táctica y organizativa con firmeza estratégica. No hay formula universal, ni cerrojo programático, que nos inmunice a estos riesgos perpetuos de la estrategia socialista. Sin embargo, es posible establecer criterios hipotéticos y analizar diferentes procesos históricos.

La experiencia reciente, en Latinoamérica y Europa fundamentalmente, muestran ejemplos significativos para examinar críticamente. La extensión de gobiernos de centro-izquierda en países europeos desde fines del siglo pasado, que continuaron las medidas neoliberales de sus predecesores, fue abriendo un creciente espacio político a la izquierda de la socialdemocracia. Así fue que durante las últimas décadas fue emergiendo en Europa una “nueva izquierda radical”, surgida de la confluencia de sectores revolucionarios con desprendimientos reformistas de los partidos tradicionales. La coalición Respect, en Gran Bretaña, y Refundación Comunista, en Italia, fueron dos ejemplos paradigmáticos. Aun cuando la aparición de estas formaciones significaba un paso adelante para los sectores populares en ruptura con los partidos laboristas o socialistas, estas nuevas fuerzas sufrieron una enorme presión reformista. Muchos de los sectores desencantados con la deriva neoliberal del socialismo europeo, migraban a nuevos espacios políticos pero con la expectativa de encontrar una defensa real del enorme “Estado social” europeo desprotegido por la socialdemocracia[15]. A su vez, las recurrentes disputas electorales entre la centroizquierda y las opciones neoliberales presionaban sobre la izquierda radical hacia la participación en coaliciones de colaboración de clase junto a la socialdemocracia. Tanto la base electoral de esos partidos que reclamaban acuerdos contra la derecha, como las camarillas reformistas de esos partidos, que veían la posibilidad de capitalizar políticamente lo construido a la “izquierda de la izquierda”, se conjugaban para ofrecer una atracción enorme hacia la participación gubernamental. Finalmente, procesos como el apoyo a Prodi por parte de Refundación Comunista, para tomar un ejemplo paradigmático, significaron un retroceso político enorme para la izquierda anticapitalista y llevó a la desmoralización de las nuevas camadas de militantes.

Sin embargo, estas experiencias no permiten concluir, simplemente, en la necesidad de establecer un cordón higiénico definitivo entre las corrientes revolucionarias y reformistas. La reciente experiencia de Syriza en Grecia es demostración de ello (como también podría serlo, evidentemente, el chavismo en nuestra región). En un contexto de enorme crisis política y social, Syriza aparece súbitamente como alternativa posible de gobierno, ante el derrumbe de los partidos tradicionales, incluida la socialdemocracia (PASOK). Syriza propone un programa reformista de izquierda, que implicaría una ruptura parcial, pero efectiva, frente a las políticas de austeridad y ajuste que impulsa la “troika” (FMI, Banco Europeo, Comunidad Europea) en todo el continente. Dirigida por sectores reformistas, Syriza está conformada también por sectores anticapitalistas y revolucionarios. En un contexto de fuerte movilización social y radicalización política, un gobierno que pretenda confrontar, aunque fuera tímidamente, con las políticas neoliberales apoyado en la organización popular, puede significar un enorme impulso a la experiencia política de las masas. Los sectores revolucionarios podrían apostar a radicalizar el proceso, apoyar sus aspectos progresivos, y disputar con las corrientes reformistas a importantes franjas de masas. Todo esto en un contexto donde las relaciones de fuerza le podrían permitir a los revolucionarios hacer pagar cierto costo político al gobierno antes sus vacilaciones y concesiones a los sectores dominantes.

Sin ninguna pretensión de agotar la cuestión, estos ejemplos simplemente buscan establecer los términos de la dificultad. Podríamos recorrer y analizar otros ejemplos, visibilizando los riesgos a un lado y otro del péndulo:  el PT brasilero, el chavismo, Die Linke de Alemania, el NPA y el Front de Gauche en Francia, la Unidad Popular Chilena, etc. No es ese el objeto del presente texto. Lo importante para nuestro propio debate es establecer las coordenadas y las caracterizaciones de etapa que nos permitan orientarnos en nuestra coyuntura nacional.

Luego de un periodo de descrédito por la reconversión neoliberal del grueso de la centroizquierda latinoamericana (el PT, el Frente Amplio, el Frente Grande en nuestro país, entre otros), la expectativa en coaliciones sociales y políticas amplias y ambiguas estratégicamente se reestableció a partir del fenómeno del chavismo y, en menor medida, de los procesos en Bolivia y Ecuador. Se vuelve importante, entonces, identificar algunos características de nuestra situación política que la vuelven insensible, en el corto-mediano plazo, a la “vía venezolana”.

Como afirmamos más arriba, es probable que los futuros procesos de transición al socialismo en nuestros países no vayan a repetir los términos de los modelos “clásicos” (Rusia, China, Vietnam, Cuba). La consolidación de las democracias capitalistas, la creciente complejidad de la sociedad civil en las sociedades actuales, el retroceso subjetivo y organizativo de las clases subalternas y el escepticismo generalizado respecto a las posibilidades de transformaciones sociales radicales, minimizan la posibilidad de que se concreten rupturas tajantes y definitivas entre la institucionalidad “democrático-burguesa” y el poder popular emergente, como las que caracterizaron, por ejemplo, al proceso ruso. Sin embargo, son muy precisas  y singulares las condiciones que permiten que se constituyan fenómenos democráticos y anti-imperialistas que no oficien simplemente de desvío y contención de la movilización popular.  Cuando emergen procesos de este tipo, los revolucionarios se enfrentan a situaciones equivalentes a la que experimentó la Internacional Comunista cuando formuló la denominada táctica del “gobierno obrero”, luego del fracaso de la revolución europea. Dicha política consistía en habilitar la participación de los revolucionarios en gobiernos parlamentarios encabezados por corrientes obreras reformistas, en condiciones de fuerte crisis social y política pero donde las instituciones burguesas no habían sido destruidas.  La IC entendía esta política como la posibilidad de establecer un gobierno “intermedio”, que facilitara el desarrollo político de los trabajadores, quebrara la resistencia de la burguesía y sedimentara las condiciones para una ruptura definitiva con el estado burgués. Daniel Bensaid esquematiza las condiciones que podrían actualizar la táctica del “gobierno obrero” para la actual etapa. “Sería irresponsable – dice Bensaid – resolverla por un modo de empleo válido para toda situación ; podemos sin embargo despejar tres criterios combinados de modo variable de participación en una coalición gubernamental en una perspectiva transitoria : a) que la cuestión de tal participación se plantea en una situación de crisis o al menos de subida significativa de la movilización social, y no en frío ; b) Qué el gobierno en cuestión se haya empeñado en iniciar una dinámica de ruptura con la orden establecida (por ejemplo – más modestamente que el armamento exigido por Zinoviev – reforma agraria radical, « incursiones despóticas » en el dominio de la propiedad privada, la abolición de los privilegios fiscales, la ruptura con las instituciones – de la V República en Francia, los tratados europeos, los pactos militares, etc.) ; c) finalmente que la relación de fuerza permita a los revolucionarios si no de garantizar el cumplimiento de los compromisos al menos de hacer pagar un fuerte precio frente a posibles incumplimientos”[16].

En nuestro país, la crisis de hegemonía de fin de siglo no alcanzó para derrumbar el sistema político. Sobrevivió nada menos que el PJ, convertido en único partido del orden para los sectores dominantes. El kirchnerismo conformó un fenómeno político que, pese a estar fuertemente comprometido con el núcleo del agronegocio y el desarrollo de un modelo neo-desarrollista con fuertes rasgos extractivos,  ha tenido la capacidad de realizar algunas concesiones sociales y democráticas en un tiempo histórico donde garantizar la gobernabilidad requiere mayores esfuerzos por parte de las clases dominantes que en décadas anteriores. Con este recurso, y en el contexto de la disputa con la oposición derechista, el kirchnerismo ha sabido ganar una importante adhesión en los sectores populares que depositan en él sus expectativas de reformas sociales progresivas.

En el país del peronismo, no están dadas, ni mucho menos, las condiciones para constituir una alternativa de gobierno, ni existen las relaciones de fuerza para vincularse con capacidad hegemónica con sectores socialdemócratas o nacionalistas, ni ha emergido una alternativa popular reformista que oficie de referencia inevitable para los luchadores y el activismo (como fueron el PT o el Frente Amplio en sus orígenes). En un contexto de debilidad relativa del “progresismo” y donde la nueva izquierda que proviene del movimiento social se está mostrando como un actor dinámico y con perspectiva de crecimiento, constituiría un retroceso político integrarse subordinadamente a una formación con hegemonía de sectores reformistas o populistas, que podría resentir todo un periodo de recomposición organizativa[17].

 

Construyendo una alternativa política de nuevo tipo[18]

La constitución de un instrumento electoral, más allá de su relevancia en tanto momento necesario de la lucha contrahegemónica, no puede confundirse ni subordinar la tarea prioritaria de construir una alternativa política estratégica, actualmente inexistente. El nuevo activismo y los movimientos sociales surgidos a partir de 2001 tuvieron, en su mayoría, la tendencia inicial de rechazar toda dimensión propiamente política de la lucha anti-capitalista, cayendo en la ilusión de que podía transformarse la sociedad sin pasar por el “traumático” momento de la disputa por el poder. Esta concepción “autonomista” se expresó en el afán estrictamente micro-político, el auto-encierro en localismos, la crítica a toda forma de representación política, entre otros aspectos. Estos planteos no pasaron la prueba de la reconstrucción de la hegemonía capitalista iniciada a partir del gobierno de Duhalde y, fundamentalmente, a través del kirchnerismo. El espacio político vacante dejado por los sectores en lucha fue aprovechado por nuevas alternativas burguesas que hegemonizaron el descontento social pero desviando el proceso y restaurando la institucionalidad en crisis.

El rechazo de la lucha política puede explicarse en buena medida por el impacto del fracaso de la experiencia de los “socialismos realmente existentes”, con sus partidos únicos y sus deformaciones autoritarias, pero también por las prácticas de la izquierda durante las últimas décadas, con sus marcados rasgos sectarios, aparatistas y facciosos. La experiencia de los últimos años está permitiendo superar las marcas de ingenuidad y romanticismo propias de la “etapa infantil” de la nueva izquierda, lo cual explica que actualmente adquiera centralidad la discusión sobre la alternativa política.

Asumir la tarea de construir una herramienta política obliga a encarar un debate profundo acerca de las limitaciones que impidieron que la izquierda revolucionaria desarrolle una inserción genuina en el movimiento de masas. Los nuevos movimientos tienden a concebir la política en términos de construcción de hegemonía, es decir, de creación colectiva de una constelación intelectual, moral y cultural, con sus propios valores y prácticas, relaciones sociales e instituciones políticas, en contraposición y disputa con las actualmente dominantes. En este sentido, la nueva izquierda tiene mucho por recuperar de las viejas tradiciones socialistas de fines de siglo XIX y principios del XX, como la centralidad de la lucha ideológica y las lentas tareas educativas en la clase trabajadora y los sectores populares[19]. De este modo, puede aportarse a la elaboración de una contrahegemónica ideología de masas, entre capas significativas de las clases subalternas y la juventud. Esta tarea sólo puede desarrollarse propiamente si no se reduce la propaganda a una actividad teórica sobre la vanguardia. La construcción de una ideología de masas cobra plausibilidad en el contexto de una amplia lucha cultural desarrollada en experiencias organizativas tales como los bachilleratos populares y los emprendimientos productivos al igual que los viejos anarquistas y socialistas hacían lo propio en bibliotecas populares y cooperativas. Entender la política en términos de construcción de hegemonía supone un cambio de enfoque en la concepción acerca de cómo se construye una fuerza política y social de masas. Debemos abandonar el mito de que un férreo núcleo partidario con el “programa correcto” va a tener un crecimiento vegetativo y va a convertirse súbitamente, por la intermediación de una crisis económica, en una vanguardia efectiva. Como señalamos antes, hemos de superar las lógicas sectarias del mini-partido[20] que apuestan a que el simple crecimiento cuantitativo de su propia organización va a dar lugar a una alternativa política de masas (a la manera de las ligas de militantes trostkystas que no pasan, durante décadas, de un escaso número de adherentes). Para estar en condiciones efectivas de dar una disputa por la hegemonía, la izquierda socialista, clasista y antiburocrática tiene que constituirse como tendencia[21] dispuesta a ligarse en instancias unitarias con vastas experiencias sociales y políticas progresivas y tendencialmente anti-capitalistas, sin resignar su independencia programática y organizativa. Una herramienta política tal como la entendemos no se mide solamente por la justeza del programa que encarna de modo explícito sino por el carácter dinámico en relación al desarrollo subjetivo y organizativo de las clases subalternas, dentro del cual sólo uno de sus aspectos es el programático. Esta perspectiva recupera la concepción del comunismo como movimiento real, aquel del que Marx decía que un paso hacia delante suyo vale “más que mil programas”. En este marco, el “partido”, núcleo o tendencia política no es el único protagonista, ni el prioritario necesariamente, sino que hay que reconocer la multiplicidad y la complementariedad de las organizaciones de las clases subalternas. En la actual etapa resulta fundamental avanzar en la construcción de un amplio movimiento social y político anti-capitalista, que adquiera su forma e importancia estratégica en tanto prefiguración de instituciones autónomas y políticamente unitarias de los sectores populares. La disputa de tendencias dentro de un movimiento socialista es el mecanismo que posee una organización anticapitalista para asimilar sus errores y exponer a la experiencia de la práctica social los diferentes planteos y perspectivas; evitando, a su vez, el fraccionalismo propio de las concepciones que sostienen que una organización revolucionaria debe tener posiciones uniformes[22].

Debemos apostar a un movimiento socialista con aspiraciones de influencia de masas, que pueda integrar a los nuevos movimientos sociales, a la intelectualidad de izquierda, a los luchadores sindicales clasistas, a las nuevas camadas de militantes combativos independientes y albergar en su interior los diversos matices, puntos de vista y discrepancias que se presentan inevitablemente en una herramienta política viva y anclada en las luchas sociales actuales. Una confluencia política de esta naturaleza exige, a su vez, forjar una cultura militante dispuesta a la convivencia sana entre tendencias y el cuidado de los espacios unitarios. Los nuevos movimientos no están exentos de la auto-proclamación y el “narcisismo de las pequeñas diferencias”, característico de la izquierda tradicional, por los cuales se establecen fronteras orgánicas insuperables y se justifica indefinidamente la existencia independiente de los grupos.

Una construcción política de estas características va a amplificar el campo de intervención de nuestras organizaciones de cara a la disputa por la juventud y los sectores populares que hoy depositan expectativas en el Gobierno Nacional. La actual coyuntura, marcada por el impacto de la crisis económica internacional y cierto desgaste de las variables internas del modelo de acumulación, abre el espacio para que una nueva izquierda socialista pueda superar cierta influencia sectorial que actualmente ha conquistado y empezar a proyectarse como una alternativa política para las clases subalternas.

Nuestra escena contemporánea brinda algunos elementos para un optimismo moderado. La militancia social y las experiencias organizativas que han surgido y madurado en la última década están en condiciones de ser protagonistas de la emergencia de una izquierda que pueda reconstruir una perspectiva socialista y democrática para nuestra época. Cobra actualidad la construcción de una alternativa política que recupere y renueve el proyecto histórico del socialismo que, lejos de los Estados burocráticos que se arrogaron su representación, se proyecte como una sociedad auto-organizada, libertaria, anti-patriarcal y radicalmente democrática. Podría considerarse que luego de las experiencias organizativas de los ´60 y ´70, y del proceso de recomposición del campo popular que comenzó a fines del siglo pasado, recién en la actual coyuntura estamos en condiciones efectiva de plantearnos aspectos de la lucha política, y no sólo local o reivindicativa, con condiciones ciertas de desarrollo e influencia. En la posible constitución de un amplio movimiento político socialista se dirimirá si las nuevas experiencias organizativas efectivamente lograron refundar la izquierda revolucionaria de nuestro país. He aquí la tarea de la generación que está madurando, hablando en nombre propio y haciéndose a los codazos un lugar destacable en la historia política y militante de nuestro país.

 

 


* Una versión preliminar de este texto circulo por las redes sociales bajo el título: “Aportes para un debate estratégico: hacia una alternativa política de nuevo tipo”.
[1]     Militante de CAUCE – UBA en  COB La Brecha (Corriente de Organizaciones de Base La Brecha) y de Democracia Socialista
[2]     Ogando, Martín, Nueva izquierda y disputa institucional: Una incitación a la incomodidad, Revista Batalla de Ideas, noviembre 2011.
[3]     En el  número tres de la revista Batalla de Ideas apareció un dossier de réplicas al texto de Martín Ogando  (donde originalmente iba a publicarse el presente texto pero finalmente no fue posible “por cuestiones de espacio”). Rescatamos especialmente el texto escrito por los compañeros del FPDS, con el cual coincidimos en varios aspectos fundamentales: el énfasis anticapitalista de su estrategia política; la diferenciación entre la herramienta político-social de “síntesis estratégica” respecto de su posible “brazo” electoral; la jerarquización de la tarea de avanzar en mayores niveles de unidad dentro de la “izquierda independiente”; y el reconocimiento, lejos de cualquier ingenuidad basista,  de la posibilidad de encarar la intervención electoral en un futuro próximo según se considere conveniente tácticamente pero sin naturalizar las formas tradicionales de la realpolitik.
[4]    Esta observación no intenta abrir un juicio sobre el papel que encarnan estas formaciones políticas – PSUV, GPP – en el proceso venezolano. Más bien nos referimos críticamente al intento de aplicar abusivamente las características del proceso bolivariano para la construcción de una estrategia socialista en nuestro país, desconociendo las particularidades nacionales y haciendo abstracción del contexto en el cual formaciones de este tipo (amplias, con un programa ambiguo, con participación de sectores vinculados al estado y la burocracia) pueden interpretar un rol progresivo.
[5]          Denominamos “nueva izquierda” (o “izquierda independiente”) a un conjunto de organizaciones surgidas en los últimos lustros y caracterizadas por ciertas coordenadas políticas y metodológicas comunes (formas organizativas anti-burocráticas, prefiguración de nuevas relaciones sociales, crítica del izquierdismo sectario y maximalista, construcción de una nueva cultura militante, aspiración a una política de masas, etc.) Expresión del crecimiento y la confluencia creciente de este espacio político son la corriente político-sindical Rompiendo Cadenas y la construcción del gremio de trabajadores cooperativos, autónomos y precarizados, AGTCAP, en el plano sindical; la Red Nacional de Medios Alternativos, en el frente comunicacional; los foros del ENEOB y el avance de nuevas conducciones en el movimiento estudiantil, a nivel educativo; y la reciente e incipiente conformación de Cultura Compañera en relación a la intervención intelectual y cultural, entre otros ejemplos.  Es decir, agrupamientos como la COB La Brecha, la COMPA, el MIR, el MULCS y el Movimiento Popular La Dignidad, entre otros.
[6]          Ogando, Martín, Nueva izquierda y disputa institucional: Una incitación a la incomodidad, Revista Batalla de Ideas, noviembre 2011, pág. 160.
[7]     Op. Cit.
[8]              Casas, Aldo. Los desafíos de la transición. Socialismo desde abajo y poder popular, Herramienta ediciones/ Editorial El Colectivo, Buenos Aires, 2011.
[9]                Mészáros, István. Más allá del capital, Vadell hermanos editores, Venezuela, 2001.
[10]            Casas, Aldo. Los desafíos de la transición. Socialismo desde abajo y poder popular, Herramienta ediciones/ Editorial El Colectivo, Buenos Aires, 2011, pág. 76.
[11]            Respecto a una estrategia revolucionaria que escape tanto al sectarismo como a la adaptación, es pertinente atender a la experiencia del MIR chileno y su relación con el gobierno de la Unidad Popular. Sin pretender erigirlo como modelo ni desconocer algunas limitaciones, es preciso rescatar la experiencia de una organización que con una orientación decididamente revolucionaria apoyó al gobierno de Allende en sus aspectos progresivos, enfrentando el golpe fascista y apostando a apuntalar los aspectos progresivos del proceso político, a la vez que se mantuvo independiente política y organizativamente, y apostó a desarrollar una movilización autónoma de masas que pudiera romper definitivamente con el estado burgués. Ver: Luchar, crear, poder popular. El MIR chileno, una experiencia revolucionaria, de Andrés Pascal Allende y otros. Ediciones A Vencer, Buenos Aires, 2009
[12]    En varios textos de este espacio político puede encontrarse la aplicación abusiva de las características de ciertos procesos latinoamericanos a nuestra propia coyuntura, sin mayor diferenciación estratégica e insinuando ambiguamente una amplia política de alianzas. Para tomar un ejemplo, Guillermo Cieza (referente del FPDS / COMPA) afirma: “…desde movimientos populares sustentados en genuinas construcciones de base se pueden hacer ensayos de intervención institucional (…) No hay construcción de poder y movimiento popular que no se proponga intervenir en el Estado para transformarlo (…) La mayoría de los pueblos del continente han elegido la vía electoral para disputar el gobierno”. Cieza, Guillermo. Borradores sobre la lucha popular y la proyección política, Editorial El Colectivo, Buenos Aires, 2011. pág. 149. En el mismo sentido, Manuel Martínez, referente de Socialismo Libertario, ahora parte de Marea Popular, sostiene: “…nos parece que lo mejor sería crear un frente o una alianza que pueda postularse en el terreno electoral con una convocatoria amplia (…) superando la práctica de intervenciones marginales que han caracterizado a la izquierda tradicional. Para esto se necesita construir o empalmar con un liderazgo político-social que vaya más allá incluso de nuestra organicidad”. Martinez, Manuel, Sobre la herramienta política, Revista Batalla de Ideas, julio 2012, pág. 141.
[13]    La frase completa de Acha dice: “Una construcción política de la izquierda se hace pensable en el marco de un largo plazo. Es una perspectiva “gramsciana” que reconoce la densidad y complejidad de las mediaciones, demandantes de una teoria del poder diferente a la estatalista. Hoy carecemos de una formación popular consistente. Quizá el mayor problema del planteo de Martín Ogando resida en que supone un pueblo activo, cuando en realidad las clases populares están fragmentadas, carecen de una coagulación ideológica perceptible”.  Acha, Omar, Discutir en la izquierda: algunos comentarios, Revista Batalla de Ideas, noviembre 2011, pág. 150.
[14]    Anderson, Perry. Renovaciones, en http://www.rebelion.org/hemeroteca/izquierda/anderson230601.htm
[15] Callinicos, Alex. ¿Hacia dónde va la izquierda radical?, http://www.enlucha.org/site/?q=node/2176#Alex1
[16] Bensaid, D., Sobre el retorno de la cuestión político-estratégica en: http://www.vientosur.info/ articulosweb/noticia/index.php?x=1565
[17] El probable acuerdo electoral entre un sector de la “izquierda independiente” y la Unidad Popular de De Genaro y Lozano dan pertinencia a estas consideraciones. Más allá de la inmediatez táctica, siempre debatible, se pone en juego el terreno ambiguo entre dos orientaciones divergentes: apostar a  la constitución de una nueva izquierda anticapitalista, con amplitud y sin sectarismos, o participar de una nueva resurrección del “progresismo” en nuestro país.
[18] La referencia a una organización de “nuevo tipo” no conlleva ningún afán de “novedad radical” respecto a las tradiciones revolucionarias y de las izquierdas. Del mismo modo en que Miguel Mazzeo utiliza la expresión “nueva nueva izquierda” para referirse a los movimientos actuales, consideramos que toda organización política socialista de magnitud en la historia fue, de algún modo, de “nuevo tipo”. La construcción de una alternativa anticapitalista siempre supuso adecuar y actualizar la perspectiva organizativa a  sus condiciones sociales y políticas correspondientes, así como realizar un “ajuste de cuentas” propio frente a las cuestiones estratégicas y metodológicas que hacen a la izquierda y la tradición revolucionaria. Así es que los grandes partidos socialdemócratas del siglo XIX, el partido bolchevique o las organizaciones político-militares de los 70, para enumerar algunos ejemplos representativos, fueron organizaciones de “nuevo tipo”.
[19]    Rolando Astarita suele insistir en la necesidad de que la izquierda en la actualidad recupere viejas tradiciones socialistas abortadas por el estalinismo pero también por las corrientes trotskistas que surgieron como su reacción. Ver: “Elecciones, hegemonía y lucha ideológica” en: http://rolandoastarita.wordpress.com/2011/08/23/elecciones-hegemonia-y-lucha-ideologica/.
[20] Sobre la lógica del “mini-partido” y las alternativas a la “forma-secta” para la construcción de una herramienta política puede verse el texto clásico “Hacia un nuevo comienzo” de Hal Draper: Draper, Hal, Hacia un nuevo comienzo…por otro camino, 2001, Marxists Internet Archive.
[21]            En este sentido, es preciso recuperar posiciones de Marx sobre el partido (aunque nunca realizó un desarrollo sistemático sobre la cuestión) donde se considera al “partido comunista” no como un fracción aparte y opuesta al resto de las organizaciones políticas del proletariado, sino como la tendencia más consecuente, con la mirada más global y estratégica, que se involucra como tendencia en conjunto con el resto de los partidos obreros allí donde la clase se auto-organizara políticamente. “Los comunistas no forman un partido aparte – reza el Manifiesto – opuestos a los otros partidos obreros. No tienen intereses que los separen del conjunto del proletariado. No proclaman principios especiales a los que quisieran amoldar el movimiento proletario. Los comunistas sólo se distinguen de los demás partidos proletarios en que, por una parte, en las diferentes luchas nacionales de los proletarios, destacan y hacen valer los intereses comunes a todo el proletariado, independientemente de la nacionalidad; y, por otra parte, en que, en las diferentes fases de desarrollo por que pasa, la lucha entre el proletariado y la burguesía, representan siempre los intereses del movimiento en su conjunto”. Esto no desmiente algunas limitaciones espontaneístas que contenía, embrionariamente, la concepción de Marx, como ser la presunción de que el desarrollo de la crisis del capitalismo y la simplificación de la estructura social, podía tender a volver superfluo el momento estrictamente político de la organización y el movimiento obrero podría expresarse inmediatamente como un movimiento revolucionario. En este aspecto, el aporte de Lenin, y su reconocimiento tácito de la “autonomía de la política”, se vuelve irreductible. En todo caso, se trata de recuperar el largo debate sobre la organización que atravesó al movimiento socialista desde su origen, y que quedó opacado por la insuperable atracción que ejerció el “modelo bolchevique”, o, más bien, la interpretación que realizaron del proceso organizativo ruso las corrientes que se consideraban herederas directas del leninismo.
[22]    Nuestro planteo es diferente de la tesis clásica (fundamentalmente trostkysta) del “partido obrero amplio” que estuvo a la base de la participación de corrientes socialistas en infinidad de organizaciones políticas reformistas, como el PT brasilero, el laborismo inglés y otras organizaciones políticas con base sindical. La construcción de un movimiento político socialista amplio, con libertad de tendencias, difiere de estas experiencias donde los socialistas participaban de organizaciones con cristalizadas direcciones reformistas o nacionalistas burguesas (más allá de la compleja evaluación táctica que se le impone a la militancia anticapitalista cuando se enfrenta a estos fenómenos políticos).