El 25 de septiembre obtuvo dictamen favorable en la Comisión de Presupuesto de la Cámara de Diputados el proyecto de ley que busca gravar por una única vez a las personas físicas que cuenten con un patrimonio superior a los 200 millones de pesos en bienes declarados. Esta formulación ya implica una primera ventaja para los millonarios de este país, especialistas en maniobras evasivas, subdeclaración de bienes, utilización de testaferros o registro de propiedades personales a nombre de las empresas.
Más allá de esto, es importante recordar cómo llegamos a esta formulación. Desde el comienzo de la pandemia del Covid-19, que obligó a los diferentes gobiernos del mundo a tomar medidas de cuarentena y distanciamiento social, la crisis económica nunca cesó de escalar. El parate temporal de muchas industrias y la suspensión permanente de sectores como el turismo, la gastronomía y los pequeños comercios, generaron un brutal impacto laboral y social, además de un desplome recaudatorio. En simultáneo, los Estados se vieron obligados a multiplicar sus inversiones en el sistema sanitario y, a distintos niveles según el país, en el sostén del sistema productivo.
En ese contexto comenzó a discutirse a nivel global la necesidad de gravar las grandes fortunas, esos patrimonios que no paran de crecer exponencialmente desde hace décadas, en una dinámica que no se frenó ni siquiera en el marco de la crisis. Un informe de hace unos meses del banco suizo UBS y de la consultora británica PwC mostraba que en julio de este año, después de 5 meses de pandemia, seguían sumándose miembros al club de los “ultraricos” (2189 personas con más de 1000 millones de dólares), cuya riqueza total supera los 10,2 billones de dólares, un 27% más que en 2017. Esto mientras todos los pronósticos económicos globales dan cuenta de una recesión mundial posiblemente más importante que la de 1930.
Casi desde el mismo inicio de la crisis sanitaria también en nuestro país se planteó la necesidad de avanzar con medidas en este sentido. Según encuestas de aquél momento, la iniciativa contaba con un amplísimo apoyo social, ante la evidencia de los gastos extraordinarios que estaba afrontando el Estado y los enormes sacrificios que estaban realizando los sectores trabajadores y populares. Así, aparecía como justo y razonable que los multimillonarios realizaran un aporte ante la emergencia. Pero las vacilaciones del gobierno de Alberto Fernández aplastaron las expectativas en este sentido y abrieron camino para el constante avance de los sectores de derecha (tanto desde el discurso de sus representantes parlamentarios como desde sus voceros mediáticos y sociales), que no dudaron en usar los más ridículos argumentos contra la propuesta.
Finalmente, luego de meses de cajoneo, el Frente de Todos presentó un proyecto de ley donde ya no se habla de impuesto sino de un aporte “solidario y extraordinario”, por única vez. Las fortunas mayores a los 200 millones pagarían un 2%, en una escala variable que llega hasta un 3,5% para los patrimonios de más de 3 mil millones. Más allá del debate acerca de si esta propuesta lavada era el objetivo final o apenas el resultado de las tensiones de una alianza heterogénea en el poder, entendemos que en este momento de crisis es imperioso avanzar con esta iniciativa que podría recaudar alrededor de 307 mil millones de pesos (cerca del 1% del Producto Bruto Interno). Por supuesto que esto es insuficiente y debería avanzarse con un impuesto permanente, porque las carencias sociales son previas a la epidemia, que sólo las agudizó, y seguirán dolorosamente vigentes en el futuro inmediato. Pero aún con todas sus falencias, la aprobación del proyecto implicaría un avance contra la profunda desigualdad social de nuestro país y además un importante triunfo contra el discurso de los sectores reaccionarios.
Más allá del aporte extraordinario, es evidente que Argentina mantiene como una de sus más importantes deudas la necesidad de una profunda reforma impositiva que apunte a que paguen más impuestos aquellos que obtienen ganancias incalculables a costas del trabajo de los sectores populares. Es inconcebible que quien paga la categoría mínima del monotributo por una facturación de menos de 18 mil pesos mensuales deba pagar el 11% de esos ínfimos ingresos cada mes, mientras que un megamillonario se resiste con uñas y dientes a pagar un 2% por única vez. Desde la izquierda anticapitalista debemos hacer nuestro aporte, instalando esta demanda en todos nuestros espacios de militancia, además de comenzar a discutir una reforma radical de este sistema impositivo en el que pagan más los que menos ganan mientras que los millonarios se consideran exceptuados.