Hipótesis sobre la organización política

 

Martín Mosquera y Tomás Callegari

Introducción a una problemática

 

Este texto pretende ser una introducción a un trabajo teórico de largo aliento sobre la cuestión de la organización política en la historia del movimiento socialista y la tradición marxista. Intentaremos avanzar con cautela y precaución en un terreno sedimentado por un siglo de polémicas y donde se anudan algunos de los dilemas más significativos de la estrategia socialista.

 

Las actuales discusiones sobre la “forma-partido”, la crítica a las organizaciones burocráticas y el rechazo a la centralización, no son una novedad en el movimiento socialista. Más allá de lo abusivo de ciertas críticas, éstas señalan dificultades reales de la práctica política y puntos ciegos de la teoría marxista a atender cuidadosamente por parte de cualquier intento serio de renovar las aspiraciones emancipatorias. Es recurrente en la historia del movimiento obrero que en paralelo a la degeneración burocrática de organizaciones políticas o experiencias revolucionarias surjan como reacción concepciones ingenuas que, apelando a algún tipo de unificación espontánea de las luchas sociales, buscan volver superflua la mediación estrictamente política. Aparece, entonces, la siempre renovada tentación de proponer una vinculación directa, inmediata, entre el sujeto social y su praxis política, cultural y productiva, como simple solución a la “cuestión burocrática”, reactivando el tópico idealista de la reabsorción de lo político en lo social.  De este modo, en rigor no se resuelve el grueso problema teórico y político que constituye el fenómeno de la burocracia para toda perspectiva emancipatoria, sino que se anula el terreno en el que cobraba sentido como problema.

 

El activismo surgido durante la última década desarrolló una fuerte desconfianza respecto a la lógica partidaria. Este rechazo es previsible si reparamos en los rasgos sectarios y burocráticos de la izquierda tradicional, así como el impacto del fracaso de las experiencias del “socialismo real”, con sus partidos únicos y sus lógicas autoritarias. Frente al progresivo desencanto con este espontaneismo, que lleva a cuestas la frustración de las ilusiones más ambiciosas que surgieron al calor de la movilización de 2001-2002, se corre el riesgo de pretender volver a un “centralismo puro”, sin beneficio de inventario. Las mieles de la centralización “redescubierta” por el nuevo activismo puede recaer en una subestimación de los perpetuos riesgos del vanguardismo, el burocratismo y el sustituismo del movimiento de masas. 

 

Si bien es comprensible el recelo ante la organización partidaria, resulta excesivo responsabilizar a la “forma-partido” como tal del devenir burocrático de las tentativas revolucionarias del siglo pasado. La tendencia a la burocratización se asienta, más bien,  en fenómenos de largo alcance histórico, como son la autonomía del campo político, la dinámica de la división social del trabajo y la creciente complejidad de las sociedades modernas.  Su imbricación con los procesos sociales generales, donde encuentra en la inercia de la vida social su complemento necesario, vuelve impensable el diseño de una ingeniería organizativa que permita desterrar de antemano los riesgos del sustituismo.  Las organizaciones sin estructuras estables no están más a salvo de las cristalizaciones burocráticas que los partidos políticos[1]. Esto no significa que las formas organizativas de las que se doten las clases subalternas sean neutras respecto a sus resultados. Luego de un siglo de miserias burocráticas surgidas desde el seno de las tentativas revolucionarias, debemos advertir que la más amplia democracia y la auto-actividad popular han de ser el fundamento de cualquier proyecto de emancipación. Partiendo de este suelo común, nuestro problema consiste en identificar el lugar, el rol y la fisonomía de la, o mejor dicho, las organizaciones políticas que intervienen en todo proceso de construcción anticapitalista.

 

A los fines de aportar a la actualización de la teoría sobre la organización política retrocederemos hacia algunos de los momentos que establecieron las coordenadas fundamentales de la concepción del partido y su relación con los movimientos de masas en la tradición marxista (Marx, Kautsky, Lenin, Luxemburgo, Gramsci). Un juego de oposiciones atraviesa este largo debate: espontaneidad/conciencia, clase/partido, movimiento/institución. Estas oposiciones suelen proyectarse hacia dos concepciones organizativas diferentes: el partido como auto-organización política del conjunto de la clase y el partido como destacamento de vanguardia de los obreros más conscientes y los intelectuales socialistas. Estas “dos almas” de la teoría marxista del partido político, por supuesto, conllevan sus estrategias revolucionarias correspondientes.

 

Sin ninguna pretensión de síntesis ecléctica, en el presente trabajo intentaremos reexaminar críticamente ambas concepciones para lograr desplazarnos hacia un terreno donde se debilite la polaridad excluyente entre ambas propuestas organizativas. Intentaremos mostrar que reconocer la multiplicidad y complementariedad de los instrumentos organizativos de las clases subalternas resulta decisivo para una estrategia socialista que sea, a la vez, estrategia de desgaste y de enfrentamiento. Y en esta multiplicidad tanto los movimientos amplios, transitorios y laxos como las organizaciones centralizadas de cuadros cumplen un rol, no necesariamente contrapuesto o excluyente. También intentaremos mostrar, en algunas de las experiencias más decisivas de la lucha de clases del siglo pasado, que la historia del movimiento socialista presenta, al revés de las interpretaciones canónicas, momentos de articulación entre ambas formas organizativas.

 

No buscamos acercarnos a ninguno de estos temas, autores o experiencias con una pretensión de análisis exhaustivo. Más bien queremos comenzar a dar forma a algunas hipótesis que permitan repensar la cuestión de las herramientas organizativas en las condiciones sociales y políticas actualmente existentes.

 

Marx y las organizaciones obreras. Espontaneísmo y partido-clase

 

Las concepciones espontaneístas  tienen una larga historia en la filosofía política y el marxismo, y pueden remitir a dos fundamentos diferentes: o bien se considera que una determinación objetiva externa a la acción política de los hombres (como las anónimas fuerzas productivas) “hacen todo el trabajo”,  o se postula cierta armonía preestablecida de las relaciones humanas, cierta disposición originaria inhibida del sujeto social, de modo que para alcanzar la emancipación sólo hace falta despojarse de las instituciones que, rousseneanamente, estropean la bondad natural, el “comunismo” espontáneo de las masas. Como veremos, en la obra de Marx podemos encontrar ambas versiones de este razonamiento que soslaya el lugar diferenciado de la política como un campo autónomo e irreductible. Desde un enfoque hegeliano, la concepción de lo político como mera forma expresiva de lo social impone a Marx la tendencia a reducirlo a resultado pasivo de un proceso que le es exterior.  En ambos casos, la “emancipación humana” se identifica con la extinción del Estado y la desaparición de la política como tal[2].

 

Ya tempranamente Marx, tal como lo enuncia explícitamente en el Manifiesto comunista, fue contrario a la idea de fundar o participar de lo que hoy denominaríamos, después del bolchevismo, un “partido revolucionario” en sentido estricto. No se preocupaba por crear organizaciones que se ajustaran a sus ideas, sino que se unía a las organizaciones obreras existentes con el objeto de influirlas y ganarlas para las posiciones del socialismo científico. La determinación del ser social contenía por sí misma el acceso consciente, más o menos demorado, a la opción política por el comunismo. Por tanto, la tarea política de los comunistas consistía en mezclarse entre los trabajadores, en las organizaciones más dinámicas, con cierta independencia de su programa explícito, facilitando la expansión de las posiciones revolucionarias aun en el seno de las organizaciones con direcciones pequeño burguesas o reformistas. Complementariamente, no puede encontrarse en la obra de Marx una teoría sistemática y articulada sobre el partido o la organización política. Como han señalado sucesivos autores, la cuestión del partido se enmarca en el déficit más general relativo a la inexistencia de una teoría marxista específica sobre la política (es decir, sobre el Estado, la representación, el derecho, la organización), que acompaña la subestimación del lugar propio de la mediación partidaria.

                                                                

En el joven Marx, el ser genérico, de raíz feuerbachiana, le permite identificar la realidad social como el reflejo dialéctico, alienado, de una unidad desgarrada: ya no la Idea especulativa de Hegel, sino la naturaleza humana como sociabilidad armónicamente libre. Dice Marx en los Manuscritos de París: “El hombre es un ser genérico, no sólo porque práctica y teóricamente convierte en objeto suyo al género, tanto al propio como al de las restantes cosas, sino también (…) porque se relaciona consigo mismo como con un ser universal y, por ello, libre.”[3]. Cada hombre individual es un ser que lleva en sí la totalidad de la esencia humana, ya plenamente constituida; en razón de lo cual se entiende que lleve también en sí, ya plenamente constituidas, las condiciones necesarias y suficientes para la redefinición de sus relaciones sociales de manera espontáneamente armónica, autónomamente libre, y esencialmente universal.

 

Una vez identificado el momento de la unidad (el ser genérico) y su “ruptura” (su objetivación alienada en la sociedad de clases), se puede proyectar el nivel superior de la “recomposición” que lleve a cabo la “negación de la negación”, es decir, una sociedad plena que se ajuste cabalmente a la naturaleza del hombre, una realidad social que se atenga íntegramente a su verdad. “Marx llama, en la Cuestión judía, “democracia” a este punto de partida, modelo-esencia que sirve de referencia antitética de lo realmente existente (el “Estado abstracto”): un régimen de convivencia igualitaria donde los nexos interhumanos se universalizan directamente, sin necesidad de la mediación artificial de la política, donde el hombre se refleja sin contradicción”[4].  El hombre de la “democracia”, o el comunismo, no necesita de la política ni del Estado, porque en tanto puede expresar su esencia sin contradicciones, ha retornado a su unidad perdida, a la vinculación plenamente armónica con la sociedad universal sin mediaciones.  Lo político en la “sociedad transparente” se reduce, en la línea del positivismo saintsimoniano, a la dimensión técnico-administrativa de la “gestión de las cosas”, entendida como la antítesis superadora de lo político como “dominio de los hombres”. 

 

El Marx maduro, que deja atrás en buena medida el lenguaje humanista feuerbachiano, parte de una fuerte previsión sociológica que lo conduce a conclusiones similares por otros medios. Marx supone que el propio desarrollo capitalista iría haciendo madurar naturalmente al proletariado en su constitución como sujeto social y político. En la medida en que se profundizara el desarrollo capitalista se simplificaría la estructura social y se unificaría la clase obrera, facilitando la toma de conciencia y la organización. La transparente continuidad entre la posición social y la opción política garantizaba la espontánea convergencia revolucionaria del proletariado unificado por el programa común de sus verdaderos intereses. Un fuerte “optimismo del intelecto” dictaba que el desarrollo industrial estaba conduciendo a una crisis económica, a la par que crecían exigencias en el seno del capitalismo incompatibles con él, según la fórmula de que el desarrollo de las fuerzas productivas chocaría y superaría a las relaciones sociales burguesas de producción en una contradicción última y definitiva. De esta forma, el proletariado se expresaría inmediatamente como fuerza revolucionaria, sin la ayuda de una mediación política “exterior”.

 

Con estos presupuestos, Marx aborda la cuestión del partido político. Es así que el partido no puede tener para él  carácter alguno de exterioridad respecto de la clase misma. Por el contrario, para Marx el partido es el mismo proletariado organizado políticamente en la medida en que asume sus intereses y se eleva al nivel de sus tareas históricas. El significado del término “partido” indicaba, en este sentido, no una determinada organización instituida, sino el rol histórico y político que la clase tenía por sí misma, dado su ser social específico: una u otra organización política surgida de su seno podía ser la expresión contingente y variable de ese partido. Del mismo modo en que la nueva sociedad no segregaría un Estado propio, por fuera de su ser social inmediato, el proletariado en lucha tampoco produciría una institución aparte, distinta de su existencia inmediata. “Si en Marx, por consiguiente, no hay una teoría del partido, es porque en su teoría de la revolución no existe necesidad de ella ni espacio para la misma”.[5] 

 

Marx diferencia entre el “partido efímero”, las diversas organizaciones políticas del proletariado, y el “partido histórico”, la clase obrera en su devenir sujeto, a la vez que casi los vuelve indistinguibles. El primero es la forma provisoria y transitoria del segundo.  Así, con Marx se inicia una concepción del partido que piensa a éste como el movimiento hacia la auto-organización política de toda la clase obrera, en base a una virtual indistinción entre la fuerza social (la clase) y el agente político (el partido).

 

Una lógica común en la concepción de lo político (y por tanto del partido) subyace a las orientaciones estratégicas que primaron en las experiencias de la I y II Internacional, a pesar de los evidentes desplazamientos organizativos y programáticos. Ambas basaron sus estrategias en una visión del partido como expresión inmediata de la lucha de clases y del estadío vigente del capitalismo.  Según este modelo, el rol del partido tiende a reducirse a tareas pedagógicas, de propaganda, de acompañamiento y sistematización de la experiencia de las masas y de las múltiples luchas en curso. De esta manera, los grandes partidos socialdemócratas europeos del siglo XIX encaran tareas educativas e ideológicas en el seno de la clase trabajadora que los convierten en fuerzas de masas e inmensos aparatos políticos, casi indistinguibles del movimiento obrero mismo, tanto en su extensión como en su heterogeneidad ideológica. El marco estratégico social-demócrata no pasaba por la búsqueda de la confrontación directa con el Estado burgués sino por un gradual desgaste de sus condiciones de posibilidad. Decía Kautsky, “la socialdemocracia es un partido revolucionario, no un partido que hace revoluciones”.[6]

 

A tal punto el partido es concebido a lo largo de todo este período como la cáscara residual del desarrollo espontáneo e inmanente del agente real de la historia que Engels llega a preguntarse en 1891 si la clase obrera alemana no podría prescindir del Partido Socialdemócrata, si no haría mejor en deshacerse de esa “banda de burócratas” que integraban la dirección del partido y arreglárselas por su cuenta, liberada de su jurisdicción y su guía[7].

 

Innumerables veces cuando se quiso encontrar un refugio o un punto de referencia para una concepción socialista de la organización alternativa a las formas dominantes (al paradigma leninista de partido, ante todo) se creyó encontrarla en el retorno a los mismos textos del viejo y buen Marx (Luxemburgo, Pannekoek, Hal Draper). ¿Quedan, sin más, comprometidas estas concepciones fuertemente centradas en la auto-actividad de la clase obrera, críticas de todo sectarismo o sustituismo, en tanto parte orgánica de un cuadro general donde no se identifica el lugar diferenciado de la política?

 

Para Marx las organizaciones políticas particulares del proletariado siempre son instrumentos transitorios, que en ciertas coyunturas permiten apuntalar el avance de la clase obrera, “el partido histórico”. Nunca una organización política particular constituye una forma acabada, un modelo organizativo consumado, sino expresiones circunstanciales del movimiento real de la clase obrera. Incluso, la idea misma de una forma organizativa consumada sería, para Marx, un oxímoron, un artificio anti-histórico. Los partidos obreros son la forma de expresión, siempre parcial e imperfecta, del sujeto social emergente. De allí la furibunda crítica de Marx a los sectarios y utopistas, a los que pregonan verdades eternas al margen del movimiento vivo de las luchas reales, aquellos “alquimistas de la revolución”.

 

Más allá de la ingenua tendencia a la identificación entre el partido y la clase, entre lo político y lo social, encontramos poderosas intuiciones que alertan respecto a los peligros del vanguardismo y el sustituismo. La organización revolucionaria debe considerarse permanentemente al servicio de una lucha que tiene “sus momentos propios, sus niveles políticos autónomos”[8]. Esto vale tanto para la autonomía del movimiento social, como para la relación entre los núcleos ideológicos del marxismo revolucionario y los movimientos políticos amplios. El partido debe aspirar a establecer formas de relacionamiento con las organizaciones y movimientos en los que participa que no se reduzcan a la instrumentalización y la subordinación para no devaluar su propio programa basado en el creciente protagonismo democrático de las clases subalternas. Esto implica superar el modelo de la separación necesaria entre el momento puramente reivindicativo de la lucha social y el momento político como responsabilidad exclusiva del partido, para pensar la politización como un proceso multifacético, sin centros monopólicos. Estas advertencias constituyen una valiosísima referencia para evitar el desplazamiento del sujeto histórico de la clase a una vanguardia política externa que se erija a sí misma como único principio de evaluación y regulación del proceso de masas.

 

El carácter imperfecto y transitorio de la organización política permite pensar en base a una ductilidad y apertura organizativa más radical que las frecuentes versiones jacobinas del partido-vanguardia cerrado sobre su propio auto-discurso. La lucha política puede adoptar formas muy diferentes, según los contextos y las características sociales y nacionales. En etapas defensivas, de repliegue y recomposición, la dimensión política bien puede, por ejemplo, casi indistinguirse con la construcción social. La mejor continuación de este concepto difuso, dúctil y procesual que Marx forja sobre la organización política la realiza Hal Draper en su crítica al sectarismo. “La alternativa [a la forma-secta] era actuar como una corriente en el movimiento de clase. Debe distinguirse claramente entre estas dos formas de organización. El movimiento de clase está basado y cementado por su rol en la lucha de clases. La secta se basa y se cementa en sus ideas especiales o programa. La historia del movimiento socialista comenzó en la mayoría de los casos con sectas (continuando la tradición de los movimientos religiosos). Fue el continuo desarrollo de la clase trabajadora lo que posibilitó llegar a partidos de masa que también procuraban representar y reflejar a toda la clase-en-movimiento. El ejemplo del movimiento de clase, en contraposición a la secta, fue dado por la Primera Internacional: ésta quebró las líneas sectarias (incluso inicialmente no incluyó el socialismo en su programa). Los estatutos, presentados por Marx, procuraban organizar el movimiento de la clase obrera en todas sus formas. Muchas de sus características fueron continuadas por la Segunda Internacional, a la cual sólo los sindicatos no estaban afiliados”[9].

 

Haciendo un balance de las experiencias partidarias de la posguerra que se consideraban herederas del bolchevismo, sostiene Draper: “hay una falacia fundamental en la idea de que el camino de la miniaturización (imitando un partido de masas en miniatura) es el camino al partido revolucionario de masas. Si se intenta crear una miniatura de un partido de masas, no se consigue un partido de masas miniaturizado, sino un monstruo. La razón básica es la siguiente: el principio vital de un partido revolucionario de masas no es simplemente su programa completo, que puede copiarse sin más que un activista mecanógrafo y puede ser ampliado o reducido como un acordeón. Su principio vital es su involucramiento integral como una parte del movimiento de la clase obrera, su inmersión en la lucha de clases no por la decisión de un Comité Central, sino porque vive en ella. Este principio vital no puede imitarse o miniaturizarse; no se reduce como un dibujo animado ni se encoge como una camisa de lana. Como una reacción nuclear, este fenómeno se produce únicamente cuando existe una masa crítica, por debajo de la cual el fenómeno no es menor, sino que desaparece”.[10]

 

Rosa Luxemburgo es otra continuadora de la lógica organizativa propuesta por Marx, fundamentalmente a partir de su  concepto de partido-proceso. Pese a cierto arrastre de resabios hegelianos – donde el proceso se identifica con la exteriorización evolutiva de las determinaciones que la clase conlleva “en si”[11]  -, hay en Luxemburgo una penetrante intuición crítica respecto a las concepciones organizativas que consideran que lo que separa un pequeño núcleo político de una dirección revolucionaria de masas es una mera cuestión cuantitativa. El partido-proceso involucra sus aspectos cualitativos más íntimos en el transcurso histórico y en la coyuntura específica de la lucha de clases. Despojado de todo concepto “universal” de organización política, se arma de una amplia ductilidad táctica y organizativa, por la cual puede transformarse en partido amplio o estrecho, puede convertirse en un grupo de propaganda o indistinguirse con el movimiento social, según las presiones y las características de la etapa.  

 

Nuestra historia reciente brinda un ejemplo paradigmático de esta lógica en el proceso de recomposición organizativa de las clases subalternas que se inicia a fines de los noventa. La primera fase de ascenso de las luchas debió lidiar con un contexto marcado por el más amplio desarme político y organizativo de los sectores populares, producto de la derrota histórica que había sufrido la clase trabajadora en las últimas décadas del siglo. En tal etapa, el surgimiento de las luchas sociales más elementales, de movimientos reivindicativos sin mayor elaboración programática, constituyeron una  genuina forma de lucha política para un momento en que lo prioritario pasaba por la regeneración del tejido social y organizativo, requisito elemental para una posible reconstrucción política del movimiento socialista.

 

“Un paso del movimiento real vale más que mil programas”, va a ser la sentencia que expresa la prioridad estratégica que toda organización debe fijar en aquello que la trasciende. Esta es el “núcleo racional” de la intuición de Marx que hay que desgajar de la “corteza mística” de la identificación del ser social y la conciencia política, y la derivada pretensión de extinción del Estado. Por su parte, será justamente aquella indistinción entre clase y organización política lo que cuestionará Lenin, enfatizando la necesidad de introducir los vectores de la ciencia socialista “desde afuera” del ser inmediato de la clase trabajadora. Sin embargo, tan fuerte es la influencia de aquellas visiones espontaneístas que incluso Lenin, el primer político del marxismo, elabora una concepción del Estado y la política que se mueve íntegramente en el campo idealista de la reabsorción de lo político en lo social, retrocediendo sobre sus mejores intuiciones politicistas. En efecto, a la hora de delinear los trazos gruesos de su teoría del Estado en el pasaje de la fase socialista a la comunista, Lenin acude acríticamente en El Estado y la revolución a los planteos gradualistas y economicistas de Engels sobre la extinción natural del Estado. Una vez abolida la “contradicción principal” de la explotación del trabajo, destruida por tanto la ideología que la clase capitalista hacía pesar sobre los trabajadores, el optimismo de Lenin reposará en la capacidad de la clase obrera para apropiarse progresivamente del Estado, volviéndolo tendencialmente indistinto respecto de su ser social. Ninguna necesidad de una táctica específica para la clase trabajadora en el terreno particular del Estado y la compleja cuestión de la “contradicción política” sino, nuevamente, la vieja confianza en la espontaneidad del curso de las cosas, desembarazadas de los obstáculos que encorsetaban su potencia transformadora.

 

Tan pesado es el acervo teórico espontaneísta legado por las tradiciones revolucionarias, que la fuerte intuición política de Lenin no basta para despejar el misticismo de una teoría que guardaba mayor coherencia y cohesión con el marco estratégico de la socialdemocracia que con la ruptura que significaba el concepto leninista del partido. Este lastre idealista no será inocente en la subestimación por parte de Lenin del problema burocrático, que recién va a comenzar a advertir en sus últimos meses de vida, cuando se vuelve crecientemente sensible a los “peligros profesionales del poder” mientras observaba la emergencia a su alrededor del vasto fenómeno burocrático que conoceríamos como estalinismo.

                                             

La ruptura de Lenin: el partido-vanguardia

 

Hacer un balance serio y recuperar críticamente el legado teórico de Lenin supone partir de una fuerte delimitación respecto de las corrientes mayoritarias en la izquierda revolucionaria que, considerándose herederas directas del bolchevismo, redujeron la rica y multifacética obra teórica y práctica del revolucionario ruso a la fórmula del hiper-centralismo y el monolitismo organizativo. Para estas concepciones, al igual que para los anti-leninistas tout cour, la imagen construida de Lenin es la de quien, al estilo blanquista, propone una organización política alejada de las masas a las que pretende dirigir. “Un grupo de especialistas profesionales colocados ‘afuera’ del movimiento de masas real, unido por una completa coherencia de doctrina, homogénea en sus procedimientos, absolutamente centralizado en sus acciones, que procede de manera conspirativa y que se ha venido arrogando la propiedad indiscutida de los intereses históricos de la clase trabajadora”[12].

 

¿Cuál es el núcleo de ruptura que aporta Lenin a la teoría socialista del partido? En la famosa discusión con Martov sobre los estatutos[13], que divide a bolcheviques y mencheviques, “Lenin está llevando a fondo, y por primera vez de manera explícita, su ruptura con la concepción del «partido-clase» (esto es, partido de toda la clase), presente hasta el momento en toda la literatura marxista”[14]. Para Lenin únicamente deben ser miembros del partido los obreros más conscientes, junto a la intelectualidad socialista proveniente de la pequeña burguesía. La clase puede despojarse de su subordinación a la burguesía, puede convertirse en sujeto, sólo a través de la mediación del partido. Éste no debe limitarse a acompañar y esclarecer la experiencia de las masas, sino que debe anteponerse a esa experiencia: poseer un análisis general de la coyuntura y la situación relativa de los distintos conflictos particulares, llevar una evaluación permanente de las correlaciones de fuerza, agitar consignas adecuadas a un determinado momento político y ser capaz de señalar el rumbo a tomar. “La idea es la de un partido estratega, un partido que organiza las luchas proponiendo sus objetivos y que puede, por otra parte, organizar y limitar las derrotas, preparando la retirada cuando fuera necesario”[15].

 

Si el partido-clase acompaña y esclarece la experiencia de las masas, el partido-estratega combate los elementos burgueses, reformistas y conservadores arraigados en la propia clase obrera, a los fines de articular una estrategia de confrontación directa con el poder. Esta concepción de la política y el partido por parte de Lenin supone el reconocimiento del carácter inevitablemente heterogéneo de la clase obrera. En contraste con la influencia romántica del marxismo donde se piensa lo social como una unidad sólo temporalmente desgarrada, desde el momento en que se afirma que partido y clase no se confunden  emerge el terreno de lo político, cuya mediación se vuelve ahora un paso obligado. Pero, por esto mismo, engendra nuevos peligros, consustanciales a la delicada cuestión de la organización política “externa”.

 

El planteo de Lenin en el ¿Qué hacer? parte del supuesto, simétricamente contrario al paradigma del partido-clase, de que la clase obrera es incapaz de alcanzar espontáneamente conocimiento cabal de su situación real, elevarse hacia el plano político y tomar conciencia de sus tareas históricas. En su combate contra la dominación del capital, por muy contundentes que sean sus enfrentamientos, el obrero está incapacitado para rebasar justamente la conciencia dominante, que lo ubica como un vendedor de esa mercancía muy especial que es su fuerza de trabajo y lo ciñe, por tanto, a los límites del nivel de conciencia tradeunionista o economicista. Así, la tarea del partido consiste en una operación externa de sustracción de la influencia de la ideología burguesa sobre la clase obrera. La conciencia “de clase” en sentido estricto, el punto de vista revolucionario a la altura de su rol histórico, ha de ser indefectiblemente aportada por el influjo de la ciencia marxista, lejos de la fábrica y al margen de los sindicatos, separada de los ámbitos de sociabilidad inmediatos del proletariado y encarnada por el partido.

 

El concepto de la “introducción de la conciencia socialista desde el exterior” a las luchas obreras tiene su antecedente directo en el pensamiento de Kautsky  y, todavía antes, en los “conspiradores” que Marx critica por su secretismo sectario. Lenin utiliza esta concepción para apuntalar la novedad de un partido de combate que debe tomar en sus manos la tarea de preparar la revolución, descartadas las expectativas de que el curso natural de las cosas se oriente en esa dirección. Lenin en el ¿Qué hacer? sólo puede fundar este nuevo desafío a condición de despojarse de la ilusión de una clase obrera esencialmente revolucionaria, pero funda su necesidad en un nuevo esencialismo: el de una clase obrera naturalmente incapaz de superar por si misma el plano reivindicativo. La externalidad, como momento irreductiblemente político, que se separa de la inercia de las cosas para actuar sobre ella y darle forma, asume por tanto en 1902 las características de un Iluminismo jacobino en base a la intelligentsia socialista, de militantes profesionales del partido, erigido como epicentro de la auténtica actividad revolucionaria.

 

Por el contrario, como muestran distintas experiencias históricas concretas de la clase trabajadora, en momentos de alta conflictividad, ésta es capaz de alcanzar niveles de politización que superan largamente el nivel tradeunionista. Una amplia variedad de movimientos, surgidos directamente del seno de la clase trabajadora, demostraron tener un carácter superior al economicista, como fueron las jornadas de junio de 1848, la comuna de París, las revoluciones de 1905 y febrero de 1917, las de las repúblicas húngara y bávara de los soviets en 1918 y 1919[16]. Lenin mismo reconocería que estos fenómenos desmentían su distinción concluyente. En rigor, tal como el mismo Lenin reclama que se entienda su folleto, las tesis del ¿Qué hacer?, lejos de postular un modelo general de partido universalmente válido, responden a urgencias de una coyuntura atravesada por fuertes debates con tendencias espontaneistas del POSDR y en un contexto marcado por la clandestinidad.

 

Varios autores – como Norman Geras, Daniel Bensaid, Slavoj Zizek o, en nuestro medio, Rolando Astarita[17] – han intentado rescatar el desplazamiento, imperceptible para el propio Lenin, que su planteo realiza frente a la posición estrictamente positivista e intelectualista de Kautsky. Mientras este último entiende la conciencia política como “exterior a la lucha de clases” como tal, Lenin está refiriéndose a  la conciencia socialista exterior “a la lucha económica de la clase”. Mientras que Kautsky establece efectivamente el asiento preferencial en los cerebros de los intelectuales pequeño burgueses que tienen la función de ilustrar a las masas inconscientes, el escrito de Lenin se refiere a la conciencia política elaborada por un partido obrero (del cual son miembros intelectuales socialistas burgueses, así como trabajadores que, en tanto militantes de partido, cumplen una función intelectual). Este señalamiento semántico es correcto, pero no alcanza para desmentir la tendencia sustituista y excesivamente partido-céntrica del concepto de “introducción desde afuera de la conciencia socialista”.

 

A más de un siglo de la redacción de este documento de polémica, no es difícil, ni significa un gran hallazgo teórico, criticar ciertas fórmulas toscas allí elaboradas. Sin embargo, el ¿Qué hacer? no deja de plantear – con sus elementales recursos a la mano y recurriendo a la autoridad del teórico marxista más reconocido de su época – un tema que sobrevive a la inflexión jacobina del texto y que plantea un corte definitivo en la teoría marxista del partido: la cuestión de la externalidad. La organización política de los trabajadores siempre es externa al ser social, pero no como portadora iluminada del conocimiento científico que ellos no pueden alcanzar por sí mismos, sino en el sentido de que no le es natural. La organización política es necesariamente un medio artificial, en el sentido estricto de la palabra, exterior a los ámbitos de sociabilidad natural de la clase trabajadora. Es una construcción de la que se dotan sectores siempre parciales de las clases populares. En este sentido, cualquier pretensión de “interioridad” del partido a la clase o al movimiento social es una ilusión que disimula el fenómeno real e impide actuar frente a los riesgos reales de esta exterioridad. De la misma manera en que el plano político no puede ser absorbido plenamente en lo social, las organizaciones de la clase guardan siempre su carácter de opacidad y refracción respecto del ser social inmediato del conjunto de los trabajadores, primordialmente porque se fundan como resistencia a la inercia hegemónica de la ideología burguesa.

 

Que lo político no sea continuidad homogénea de lo social nos enfrenta a una dificultad real e irreductible que se mostró en toda su crudeza en las experiencias burocráticas del siglo pasado: la representación de unos por otros pierde armonía y se expone a los riesgos del burocratismo y el verticalismo autoritario. Las concepciones del partido como representante inequívoco de la clase trabajadora, depositario de la ciencia marxista y Sujeto Absoluto de la emancipación social, son los términos de la degeneración burocrática que conocimos como estalinismo. Si bien resultaría equivocado identificar la revolución bolchevique con su contra-revolución burocrática, no podemos desconocer que algunos de los dispositivos organizativos y de las decisiones tomadas en situación de “emergencia” por los bolcheviques tuvieron continuidad y facilitaron la concepción autoritaria y policial del partido del estalinismo. Lejos de cualquier idealización de la experiencia bolchevique, no podemos desconocer momentos burocráticos y sectarios en la profusa obra teórico-práctica de Lenin que, hipostasiada ésta y unilateralizados aquellos, han dado lugar a una concepción de la organización política que es un obstáculo mayor para las actuales experiencias emancipatorias.

 

La experiencia rusa y el partido orgánico

 

La interpretación que hace el leninismo “oficial” de la revolución rusa y del papel dirigente de Lenin refiere a la aplicación escrupulosa de las fórmulas centralistas del ¿Qué hacer? por parte de los bolcheviques, quienes, por la corrección de su programa y la disciplina de su metodología, pudieron pasar en cuestión de meses de ser una “insignificante minoría” a encabezar la primera revolución obrera triunfante. Sin embargo,  la historia de la socialdemocracia rusa, la ruptura bolchevique y la insurrección de octubre poco tienen que ver con esta imagen simplificada, hecha a la medida del sectarismo de la izquierda tradicional.

 

La extendida pertenencia de la corriente bolchevique al Partido Obrero Socialdemócrata Ruso no es un hecho que pueda menospreciarse como efecto de un déficit o error convenientemente corregido. Su convergencia en la organización más representativa de las masas trabajadoras fue, por el contrario, la condición de su inserción en la vida política del proletariado, habilitada precisamente por la heterogeneidad ideológica, la incesante proliferación de debates y la conformación permanente de tendencias internas que caracterizaron a la socialdemocracia rusa. Sin esa convivencia perseverante y sin esa imbricación con la pluralidad de elementos existentes al interior del partido de la clase trabajadora no sería posible concebir su carnadura en las masas rusas. Ninguna corrección programática ni política de delimitación habrían valido como sustituto de ese arraigo en la cultura popular que, aun tras periodos de incidencia minoritaria, le permitió ganar la confianza de las mayorías y terminar erigiéndose en dirección del proceso revolucionario.

 

Es pertinente el concepto de partido orgánico que algunos autores utilizan para describir la trayectoria del bolchevismo, desde ala izquierda del POSDR a partido independiente que encabeza la insurrección y conquista la mayoría en los soviets[18]. Permite visibilizar la diferencia sustancial entre un núcleo militante con vocación abstracta de conducción de un proceso revolucionario pero recortado del movimiento social real, y un partido o tendencia que parte de tradiciones arraigadas en los sectores subalternos para construir una hegemonía revolucionaria. El concepto de partido orgánico recupera un aspecto decisivo que el planteo del partido-clase originalmente proponía, pese a sus limitaciones teóricas. La organización política, aunque no puede dejar de ser una organización particular y, por tanto, con su grado de “externalidad” respecto de la vida social, debe lograr un alto nivel de conexión con las tradiciones, la cultura, la sensibilidad, el estilo de vida y las aspiraciones de las clases subalternas de modo que el hiato irreductible entre lo social y lo político no se convierta en un abismo. La “continuidad” entre lo social y lo político, así, se vuelve una aspiración de cara a la conquista de las masas.

 

No puede soslayarse el hecho de que los esfuerzos argumentativos leninistas a favor del centralismo y la homogeneidad partidaria, correctos en numerosas ocasiones, se daban en un contexto diametralmente inverso, con el objeto de “enderezar la vara” en una cultura política caracterizada por un amplio pluralismo político y un excesivo federalismo organizativo. El partido bolchevique, muy lejos de la imagen convencional de una organización íntegramente compacta, en sus momentos de cierta masividad nunca fue más que una red de células militantes, con muchos márgenes de autonomía, y poca comunicación horizontal  y vertical.  En muchos casos, los círculos de bolcheviques y mencheviques se mantenían unificados, o con muchísimo intercambio y convivencia militante, aún después de la ruptura de la socialdemocracia. Si el “centralista” partido bolchevique admitía en los hechos tamaña promiscuidad organizativa, la socialdemocracia apenas representaba un vago movimiento político. Estas concepciones, protagonizadas por quienes son considerados los fundadores del monolitismo partidario, se encuentran muy alejadas de las formas organizativas y la cultura política de nuestra época. De hecho, se encuentran más cerca del “movimientismo” de Marx y los orígenes de las organizaciones obreras que del encierro sectario y el centralismo burocrático característico de buena parte de la izquierda tradicional.

 

La búsqueda organizativa de nuestro siglo

 

Una teoría de la organización se halla íntimamente vinculada con una hipótesis estratégica sobre la revolución y no puede ser abstraída de ella. El partido-vanguardia de Lenin, así como el partido-clase de Marx y la socialdemocracia europea, se enmarcan en hipótesis estratégicas disímiles. Para la socialdemocracia, la lucha anticapitalista se basaba en un desarrollo social y político gradual, donde el partido se concentra en desarrollar tareas culturales, educativas e ideológicas en la clase trabajadora, al calor de la conquista de reformas sociales, con la aspiración de que el capitalismo terminaría por caer como fruto maduro luego de un extendido proceso histórico. En una época donde los mecanismos de integración de la clase trabajadora al sistema social apenas estaban comenzando, esta estrategia dio lugar a inmensas construcciones culturales y sociales por parte del movimiento obrero. La socialdemocracia alemana y el laborismo inglés son las mayores expresiones de esta “sociedad dentro de la sociedad” que significó el socialismo europeo a comienzos del siglo XX. La vida del trabajador se desarrollaba casi completamente en  ámbitos de distinto tipo pertenecientes o vinculados al partido (el sindicato, la biblioteca, la cooperativa, la casa de cultura, el club, etc.), dando lugar a un riquísimo espacio público de la clase trabajadora. La traición social-demócrata ante la “gran guerra”, en el marco de una estrategia gradualista, reformista y progresivamente conservadora, suele obliterar la mirada sobre el fenómeno global más significativo. La experiencia de 1917-1921 – con procesos revolucionarios atravesando a la mitad de Europa, protagonizados por fracciones revolucionarias que rompían con el reformismo de la socialdemocracia para embarcarse en una estrategia de enfrentamiento directo con el Estado – resultaría impensable sin el precedente de aquel inmenso y largo trabajo cultural (de hegemonía política y moral, diría Gramsci). Este trabajo previo, protagonizado por el socialismo europeo, requirió de otras formas organizativas, más laxas, más abiertas, que las propias del enfrentamiento directo con el Estado, que después se generalizarían y podrían demostrar también su eficacia. Aún en sociedades con un escaso desarrollo de las instituciones de la sociedad civil, no puede dimensionarse la efectividad de las estrategias de enfrentamiento y de los partidos de combate sin reconocer las décadas de construcción social y política que la socialdemocracia venía desenvolviendo desde el siglo XIX.

 

Una cuestión de método es importante para captar el fenómeno global que estamos queriendo señalar. Cuando se identifica el valor de cierta intervención (por ejemplo los esfuerzos por “enderezar la vara” de Lenin contra el excesivo federalismo y movimientismo ruso) haciendo abstracción de las características del medio social de su aplicación, se comete el error de perder la esencia misma del gesto en cuestión. Cuando se reivindica el duro centralismo que pregona Lenin, ignorando que su contexto de aplicación era el de un amplísimo pluralismo ideológico, se pierde la razón de ser y la eficacia de dicho centralismo. Lo mismo puede afirmarse en relación al partido-vanguardia, del cual sólo puede estimarse cabalmente su valor y eficacia como dispositivo organizativo si se lo integra al cuadro del ambiente social y cultural construido por la social-democracia. Para utilizar una metáfora hegeliana, el centralismo leninista es una unidad que “contiene” la inmensa multiplicidad previa del pluralismo ideológico y organizativo, una unidad que “supera y conserva” la diferencia. En cambio, cuando se aplica el férreo centralismo “en el vacío” sólo nos queda la unidad indiferenciada, monolítica. Esta unidad monolítica abstracta, que hoy es mayoritaria en el amplio espectro de la izquierda revolucionaria, es en rigor invención del estalinismo (con el antecedente de los excesos centralistas de Lenin, como las 21 condiciones de ingreso a la Comintern).

 

El partido-monolítico era para ese entonces absolutamente extraño a las tradiciones organizativas del socialismo, donde estaba naturalizada la existencia de tendencias, la intensa vida interna y las múltiples influencias ideológicas. Comparemos la rica producción teórica del movimiento socialista de principios de siglo (desde Karl Koch y Pannekoek al mismo Lenin o Trotsky, del austro-marxismo al debate Berstein-Kautsky, desde Rosa Luxemburgo a Hilferding, de Plejanov a Bogdanov), contra el silencio de la ortodoxia que recorrió el marxismo hasta entrados los años ’60. Como los camellos en el Corán según Borges, a nadie se le ocurrió teorizar lo que era el hábitat natural del movimiento socialista, el pluralismo, el debate ideológico, la heterogeneidad organizativa. Luego, cuando el prestigio de Lenin y la revolución de Octubre, se hipostasió en sus fórmulas ultra-centralistas y, mucho peor, se lo pasó por la traducción que el estalinismo hizo de él, se consumó la defunción de toda una cultura democrática característica de los movimientos anti-capitalistas hasta ese momento.

 

Cuando se quiso replicar el centralismo bolchevique, desconociendo sus condiciones históricas de posibilidad, se reprodujeron esqueletos sin carne, artificios organizativos aislados de las masas y con fuertes tendencias burocráticas. El centralismo leninista es un proceso orgánico, no administrativo[19]. No puede decretarse sino que debe conquistarse. Y el proceso de adquisición es un trayecto complejo y multifacético, imposible de reducir a la lógica de evolución lineal del mini-partido. El “movimientismo” de cierto periodo puede ser la condición del centralismo del siguiente. O mejor, más que precederlo, puede ser su complemento permanente. La articulación de un momento unitario, de centralización y homogeneidad ideológica, junto a la construcción de movimientos de masas amplios, tiene una larga trayectoria en la tradición organizativa de las clases subalternas. Además de la historia de la social-democracia de principios de siglo y sus alas revolucionarias, podemos pensar al mismo Partido Bolchevique y su intensa vida interna, al caso del POUM español, o incluso a la breve experiencia del FAS argentino como ejemplos de articulación virtuosa de un momento centralista y otro “movimientista”. En la actualidad los partidos anticapitalistas amplios de la izquierda radical europea recuperan parte de esta tradición organizativa. Y en nuestro país, los variados procesos de estructuración de organizaciones sociales en diversas formas de corrientes políticas también expresan parcialmente una lógica similar.

 

En cierto modo, todavía estamos bajo la égida de los debates programáticos de la Internacional comunista en sus III y IV congresos cuando, tras el fracaso del Levantamiento Espartaquista en Alemania, se identificó una insuficiencia estratégica fundamental de cara a la nueva situación mundial y a las características de las sociedades desarrolladas. Lenin se enfrentaba al fracaso de la revolución en Europa con poderosas intuiciones, dimensionando la complejidad de las sociedades occidentales, las fuertes identidades de sus clases trabajadoras, sus mecanismos de integración, su resistencia a una confrontación rápida “a la rusa”. Nuestro pensamiento estratégico debe comenzar por retomar los conceptos fundamentales que surgen del balance realizado al calor de esa derrota de alcance histórico: las tesis del “frente único” y la hegemonía, el “ir a las masas” y la táctica del “gobierno obrero”[20]. Este nuevo punto de partida estratégico – que entrevió Lenin y Gramsci profundizó genialmente en sus Cuadernos de la cárcel – fue abortado primero por el izquierdismo del VI congreso y su consigna “clase contra clase” e, inmediatamente después, por la estrategia de los frentes populares.

 

La “conquista de la mayoría” en nuestras sociedades es inseparable de un largo proceso de construcción de una nueva hegemonía. No podemos prever una identificación extendida de las masas con un proyecto de cambio radical sino en la medida en que tiendan a sentirlo como efectivamente posible y no sólo como racionalmente pensable. Y esto será viable en tanto los sectores populares, en alguna medida, se hayan adelantado al cambio y experimenten los “prototipos” de una nueva sociedad. El partido, los movimientos, las reformas sociales conquistadas, las organizaciones gremiales, la cultura popular, deben estar atravesados – aunque parcial y contradictoriamente – por elementos de la sociedad futura, como una alternativa presente en la sociedad burguesa. Para esta construcción contra-hegemónica, “la organización es la instancia transitoria que permite su realización inacabada y que es pues, también aquí, una «prefiguración» de la sociedad socialista y de la revolución”[21].

 

A diferencia del pasaje del feudalismo al capitalismo, donde la burguesía pudo desarrollar su poder económico en paralelo a la sociedad feudal, la transición al socialismo no puede gozar de esa ventaja. Las limitaciones estructurales que impone el capitalismo a la expectativa de construir una sociedad comunista en su propio seno, ya fueron señaladas por Marx en su famosa discusión con los cooperativistas. Esto da lugar al dilema fundamental de la lucha anticapitalista, el carácter constitutivamente inmaduro de la transición al socialismo en base a la asimetría fundamental entre la dimensión “política” de la revolución y la profundidad de las aspiraciones sociales, culturales y subjetivas de la transformación. Sólo una inmensa construcción social y cultural previa a la revolución política permite que el “peligroso salto” que significa la ruptura revolucionaria no sea nuevamente ocasión para la conformación de una casta burocrática que crezca en base a las limitaciones subjetivas y organizativas de las clases subalternas, en los intersticios que deja la inmadurez de todo proceso de transición al socialismo. La guerra de posiciones en el ámbito social es una condición necesaria para la conquista del poder político y el inicio de una transición factible al socialismo.

 

Una estrategia socialista no puede ser otra cosa que, simultáneamente, estrategia de desgaste y de enfrentamiento. Despojada de sus ingenuas connotaciones espontaneístas, debemos entonces recuperar y actualizar las mejores intuiciones de la concepción del partido-clase: la apertura y ductilidad organizativa, el fomento de instancias de auto-organización, el enraizamiento en las tradiciones e identidades culturales de los sectores subalternos. La posición del viejo Marx nunca hubiera sido, en nombre del centralismo, simplemente denunciar como centristas o reformistas a los nuevos movimientos que surgen acarreando sus confusiones y contradicciones, al tiempo que sus propias preguntas e innovaciones. Una articulación “movimientista”  de corrientes del marxismo revolucionario, junto a movimientos sociales y las nuevas camadas de activistas combativos, es fundamental para encarar un proceso de recomposición organizativa de las clases subalternas. A su vez, un concepto de la organización política como estratega y vanguardia, lejos de todo jacobinismo, es indispensable para enfrentar al Estado capitalista, resistir las presiones reformistas y oportunistas propias de la sociedad burguesa, y articular una estrategia y un programa global. 

 

Estableciendo énfasis diferentes y con sus correspondientes limitaciones teóricas, tanto Marx como Lenin parecían ser sensibles a esta pluralidad organizativa de la clase trabajadora. Marx funda la concepción del partido-clase, pero, a su vez, considera necesario la organización diferenciada de los comunistas como destacamento político de avanzada, tal como queda señalado en las últimas páginas del Manifiesto. Para Lenin – como señala Astarita – “la clave de la organización es un partido de revolucionarios rodeado de un amplio «movimiento obrero socialdemócrata». No se trataba de una «suma de conspiradores», como decían sus críticos, sino de crear organizaciones «del» partido del más diverso tipo, hasta las más amplias: círculos de lectores, círculos de actividad sindical, sindicatos dirigidos o influidos por el partido”[22].

 

Despojados de sus fundamentos espontaneístas, por un lado, y preparados frente a los riesgos sustituistas, por otro, las “dos almas” de la teoría marxista de la organización suavizan su oposición para manifestarse como momentos internos del amplio y multifacético proceso de construcción organizativa que requieren las condiciones actuales. En sociedades crecientemente complejas – con una extendida institucionalidad inmersa en la sociedad civil, con múltiples puntos de conflicto y contradicciones que no se reducen automáticamente a la “cuestión obrera” –  el complemento entre una multiplicidad de formas organizativas resulta palmariamente necesario. En la articulación inteligente entre la apertura organizativa y la homogeneidad política se juegan las posibilidades de avanzar en la construcción de un nuevo bloque histórico emancipatorio. Estas son las coordenadas fundamentales que estructuran el terreno desde el cual pueden emerger las formas organizativas para las revoluciones de este siglo. Nuevamente retomamos las intuiciones de Marx y Lenin para, subidos a los hombros de gigantes, convertirnos en contemporáneos de nuestro tiempo.

 

 


[1] Ver Freeman, J., “La tiranía de la falta de estructuras” en El Rodaballo, n° 15, Bs. As., 2004 
[2] Existe en Marx, es cierto,  una concepción embrionaria de lo político que late, sobre todo, en sus textos históricos. Podríamos decir que Marx entrevió a la lucha política como “guerras y revoluciones”, como intervención intempestiva de las fuerzas sociales en el plano político, alterando el funcionamiento normal e “inmanente” de la sociedad. Podríamos decir, en lenguaje contemporáneo, que se acercaba a entender a la lucha política como “acontecimiento”. (Ver al respecto la entrevista a Bensaid, “Actualidad del marxismo”, en este mismo número.) Sin embargo, esto no desmiente la ausencia en la obra de Marx y Engels de un análisis de la autonomía irreductible del campo político y sobre las posibles formas institucionales y políticas de un tentativo Estado de transición (más allá de las referencias genéricas a la Comuna de París, en algunos casos, o a la “república democrática”, en otros, como la forma política de la “dictadura del proletariado”). Todas estas cuestiones resultaban oscurecidas por el mito de la extinción del Estado y la desaparición de la política que Marx y Engels nunca abandonan.                   
[3]             Marx, K., Manuscritos económico-filosóficos de 1844, Colihue, Bs.As., 2006, p. 111
[4]             Dotti, J., Dialéctica y derecho, Hachette,  Bs. As., 1985, p. 247
[5] Rossanda, R., “De Marx a Marx: clase y partido” en Teoría marxista del partido político/3, Cuadernos de Pasado y Presente, Siglo XXI, Bs. As., 1973, p. 5. 
[6]    Kautsky, K.,  El camino del poder, Ed. Grijalbo, México D.F., 1968, p. 65.
[7] Fay, V., “Del partido como instrumento de lucha por el poder al partido como prefiguración de una sociedad socialista” en Teoría marxista del partido político/3, Cuadernos de Pasado y Presente, Siglo XXI, Bs. As., 1973, p. 34.
[8] Il Manifiesto/Jean Paul Sartre., “Masas, espontaneidad, partido” en Teoría marxista del partido político/3, Cuadernos de Pasado y Presente, Siglo XXI, Bs. As., 1973, p. 28. 
[9]    Draper, H., “El mito del “concepto de partido” de Lenin. Qué hicieron con el ¿Qué hacer?”, en Revista Herramienta, n° 11, Bs. As., 1999.
[10] Draper, H. “Hacia un nuevo comienzo… por otro camino”, en Marxist Internet Archive, 2001. En su justa crítica a la forma-secta y el mini-partido Draper saca conclusiones desmedidas, al reducir la organización política a tareas de propaganda y descartando que las definiciones programáticas justifiquen delimitaciones orgánicas. El afán de superar todo rasgo sectario lo conduce a una solución terminante, muy similar al planteo de Marx, donde la delimitación ideológica sólo justicia centros de propaganda y no también organizaciones para la intervención política.
[11] Ver Daniel Bensaïd & Alain Nair, “El problema de la organización. Lenin y Rosa Luxemburgo”,   en Teoría Marxista del Partido Político (Problemas de Organización), Cuadernos de Pasado y Presente, Siglo XXI, Bs. As., 1975.
 [12]  Sanmartino, J., “Pasado y presente de la teoría socialista de partido”, en Revista Corriente Praxis, Número especial, Buenos Aires, octubre 2005, pág. 12.
[13]El debate sobre los estatutos del partido en el II congreso del POSDR que enfrentó a Lenin con Martov, consistía en definir quiénes eran considerado miembros del partido: todos los adherentes al programa socialdemócrata (Martov) o quienes formaban parte disciplinadamente de alguna de sus organizaciones (Lenin). En Un paso adelante, dos pasos atrás (Ediciones en lenguas extranjeras, Pekín, 1977, p. 91), Lenin se detiene nuevamente en la fórmula de Martov, que dice “nuestro partido es el intérprete consciente de un proceso inconsciente”, y concluye : “esto está bien porque es un error querer que cada huelguista pueda titularse miembro del partido; puesto que si cada huelga no fuera la expresión simple y espontánea de un poderoso instinto de clase, sino la expresión consciente del proceso que lleva a la revolución social., entonces nuestro partido se identifica inmediatamente de un solo golpe, con toda la clase obrera, y en consecuencia terminaría de un solo golpe con toda la sociedad burguesa”. Citado en Daniel Bensaïd & Alain Nair, “El problema de la organización. Lenin y Rosa Luxemburgo”,   en Teoría Marxista del Partido Político (Problemas de Organización), Cuadernos de Pasado y Presente, Siglo XXI, Bs. As., 1975.

[14] Garmendia, O. (seudónimo de Rolando Astarita), “La importancia de la teoría leninista del partido”, en Debate marxista, n° 7, Bs.As., 1996, p. 10

[15]    Bensaid, D., Estrategia y partido: un curso de formación, disponible en http://danielbensaid.org/Estrategia-y-partido?lang=fr.
[16] Ver Víctor Fay, “Del partido como instrumento de lucha por el poder al partido como prefiguración de una sociedad socialista”, en Teoría marxista del partido político / 3, Cuadernos de Pasado y Presente N° 38.
[17] Ver Geras, N., “Lenin, Trotsky y el partido” en Masas, partido y dirección, Fontamara, Barcelona, 1980. Bensaid, D., Strategie et Partie, La Bréche, Montreuil-sous-Bois, 1987.  Zizek, S., A propósito de Lenin, Atuel, Buenos Aires, 2004.  Garmendia, O. (seudónimo de Rolando Astarita), “La importancia de la teoría leninista del partido”, en Debate marxista, n° 7, Bs.As., 1996.
[18] Ver Sanmartino, J., “Pasado y presente de la teoría socialista de partido”, en Revista Corriente Praxis, Número especial, Buenos Aires, octubre 2005, pág. 20.
[19] El mismo Lenin afirmaba, en este sentido: “El bolchevismo existe como corriente del pensamiento político y como partido político desde 1903. Sólo la historia del bolchevismo en todo el periodo de su existencia puede explicar de un modo satisfactorio por qué él pudo forjar y mantener, en las condiciones más difíciles, la férrea disciplina necesaria para la victoria del proletariado”.  Lenin, V.I.: “El izquierdismo, enfermedad infantil del comunismo” en Obras escogidas, Editorial Progreso, Moscú, 1961, vol. 1, pp. 353-354.
[20] La táctica del “gobierno obrero” es una fórmula adoptada por la Internacional Comunista que se aplicó frente a los gobiernos de Sajonia y Turingia dominados por sectores reformistas de izquierda. La táctica consistía en habilitar la participación de los revolucionarios en gobiernos parlamentarios encabezados por corrientes obreras reformistas, en condiciones de aguda crisis social y política pero donde las instituciones burguesas no habían sido destruidas.  La IC entendía esta política como la posibilidad de establecer un gobierno “intermedio”, que facilitara el desarrollo político de los trabajadores, quebrara la resistencia de la burguesía y sedimentara las condiciones para una ruptura definitiva con el estado burgués. No se trataría de la “dictadura del proletariado”, pero tampoco de un funcionamiento normal de las instituciones “democrático liberales”. Para una posible actualización de la “táctica del gobierno obrero” en las actuales condiciones sociales y políticas, ver Bensaid, D., Sobre el retorno de la cuestión político-estratégica en:http://www.vientosur.info/articulosweb/noticia/index.php?x=1565.
[21] Castoriadis, C.: “Proletariado y organización II (frag.)”, en Políticas de la memoria, n° 8/9, Bs. As., 2008/2009, pp. 92-93.
[22] Garmendia, O. (seudónimo de Rolando Astarita), “La importancia de la teoría leninista del partido”, en Debate marxista, n° 7, Bs.As., 1996, p. 11.
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