socialismo

 Por Andreu Coll i Blackwell, militante de Izquierda Anticapitalista (Estado Español)

(revista Viento Sur, n.90, , 2007)

Es muy oportuno el debate que ha lanzado Chávez en Venezuela sobre el socialismo del siglo XXI en un momento en el que las luchas altermundialistas conocen un cierto estancamiento y una creciente necesidad de clarificación. Hoy, para evitar que la prometedora consigna “otro mundo es posible” acabe reduciéndose a un triste “otro gobierno es posible” es urgente profundizar en las grandes preguntas: ¿Qué mundo queremos? ¿Cómo tiene que funcionar la sociedad por la que luchamos? ¿Qué criterios y valores deben presidir las relaciones sociales de una sociedad en ruptura con el capitalismo? ¿Cómo fundamentar ecológicamente unas nuevas  relaciones  de  producción?  ¿Cómo  asegurar  que  la  abolición  de  la  explotación capitalista garantice una auténtica emancipación individual y colectiva y acabe con opresiones específicas y discriminaciones seculares?

El primer paso para encontrar respuestas satisfactorias a los problemas políticos es saber plantear correctamente las preguntas. Y son estas las preguntas que deben orientar a la izquierda revolucionaria a la hora de discutir con todas las sensibilidades de los movimientos populares.

Intentar aportar respuestas coherentes a partir de la experimentación en las luchas sociales y del trabajo intelectual crítico es lo que los clásicos llamaban “desarrollar el programa”.

Si admitimos que es el programa el que define las tareas y el tipo de organización política a construir y no a la inversa, hoy la nueva generación militante del Estado español necesita plantearse estas preguntas con la convicción de que no forman parte de un ritual sectario o de una liturgia grandilocuente, sino que constituyen la razón última que orienta la lucha por otro mundo y que, si bien nunca se han respondido en un laboratorio o una biblioteca, tampoco se resuelven espontáneamente en las luchas sociales.

Mirando hacia atrás con ira

Una de las características de nuestro tiempo es que nuestros problemas individuales y colectivos para definir proyectos y alternativas de futuro son directamente proporcionales a nuestra escasa comprensión del pasado y a la disolución de nuestra experiencia en la inmediatez de un presente perpetuo sin horizontes. No podemos atisbar el futuro sin sumergirnos en los dilemas y bifurcaciones del pasado. Ciertamente, apropiarse del pasado y del abanico de posibilidades que albergó no es condición suficiente, pero sin duda sí es condición necesaria para ser verdaderamente contemporáneos de nuestro tiempo. Esta constatación es cierta en diversos planos: el estratégico, el programático y el que Bensaïd llama mesiánico1. Decía Marx que la revolución extrae su poesía del futuro, de las enormes potencialidades de desarrollo humano que desataría una sociedad desarrollada que se liberara de las cadenas del capital. A mi juicio, esta metáfora es fundamental: la capacidad de imaginar cómo podría ser el mundo actual –con las enormes fuerzas productivas que ha liberado, con sus avances tecnológicos y sus comunicaciones, con la gran productividad del trabajo que conocemos– si, en lugar de estar encadenado a la búsqueda del máximo beneficio privado – que comporta desigualdades, crisis, guerras y destrucción ambiental–, se orientara a la lucha contra las desigualdades, a la reducción radical de la jornada laboral, a una reconversión ecológica de la economía, a la transformación general de las relaciones humanas en un mundo liberado del fetichismo de la mercancía… En fin, tener esa capacidad de imaginar un mundo socialista y de percibir su apremiante factibilidad actual debe estar siempre presente en tod@ revolucionari@ como una motivación militante central.

A su vez, sumergirse en el pasado, en ese campo de ruinas que es la Historia, es un ejercicio fundamental para saber quiénes somos, quién es el enemigo, quiénes son los nuestros y cómo podemos redimirles. Como decía Benjamin2, “el enemigo no ha dejado de vencer”… por eso hay que concebir la lucha por la revolución como un doble acto: una promesa de emancipación que mira al futuro y como un acto de justicia histórica de redención y rehabilitación de nuestros derrotados del pasado.
Finalmente, la Historia también debe ser un gran campo de batalla contra el determinismo retrospectivo de los vencedores y de sus intelectuales a sueldo. En el terreno estratégico, pero también  programático,  hay  que  volver  sobre  los  grandes  acontecimientos  del  movimiento socialista del siglo XX para retomar sus debates y entender que las opciones que triunfaron no fueron siempre las únicas posibles y que los desenlaces que conocemos no fueron inevitables3.
 
¿Qué lecciones extraer de las experiencias del siglo XX?
 
No hay socialismo sin democracia, ni democracia sin socialismo
Quizás la lección fundamental que nos ha legado el drama del estalinismo es que, sin caer en el fetichismo de sus formas parlamentarias, la democracia a todos los niveles y el pluralismo político deben ser a la vez medios y fines en la construcción de una sociedad sin clases. La confiscación burocrática de la Revolución de Octubre y la conversión del movimiento comunista internacional en un instrumento de la realpolitik de Moscú –y, posteriormente, de Pekín– ha sido quizás uno de las peores tragedias del siglo XX. La ruptura que supuso la consolidación del estalinismo dejó un vacío político terrible en la izquierda y destruyó lentamente las esperanzas de millones de explotad@s en todo el mundo. Sin embargo, estas primeras experiencias de sociedades no capitalistas han sido un fértil campo de pruebas para el futuro. Fenómenos como la burocratización, la destrucción totalitaria de las libertades políticas, los límites de las experiencias autogestionarias y los estragos socioambientales de la planificación burocrática autoritaria deben ser estudiados en profundidad para hacer un balance de lo que no debe repetirse en las experiencias socialistas del futuro4. Todas las corrientes provenientes del movimiento comunista que han rehuido esa tarea han acabado engrosando, de un modo u otro, las filas del campo gestionario  y abandonando  el proyecto revolucionario. Sin un análisis marxista de estas experiencias no se puede hacer un balance racional de sus errores y sus aciertos y se acaba lanzando al niño con el agua sucia. De lo que no hay duda es que la falta de democracia política y de pluralismo que se consolidó en la Unión Soviética a partir de 1927 favoreció el desarrollo de la burocracia como casta parasitaria y usurpadora del poder político de los sectores populares y como principal obstáculo a largo plazo para el desarrollo de las fuerzas productivas y de la productividad del trabajo5. La fragilidad que demostraron las experiencias de democracia directa de tipo soviético también obliga a imaginar unas formas más complejas de democracia socialista que las que creó la Revolución rusa, capaces de constituir frenos eficaces a la tendencia intrínseca de las sociedades modernas hacia la burocratización (que, a fin de cuentas, hunde sus raíces en la escasez –en particular en los países más atrasados– y en la división del trabajo bajo el capitalismo, que son heredadas, al menos en una primera etapa, por las sociedades de transición)6. Una combinación de democracia directa pluripartidista en los lugares de trabajo y los territorios –barrios y localidades– con formas de democracia representativa a nivel nacional podría ser un sistema capaz de limitar el peligro de burocratización mediante un sistema bicameral y una cierta división  de  poderes7.  De  lo  que  no  cabe  duda  es  de  que  la  democracia  socialista  es incompatible con el mantenimiento de la propiedad privada de los medios de producción y del aparato coercitivo que la sustenta: el Estado capitalista8.
 
Ni socialismo en un solo país… ni autogestión en una sola fábrica
Evidentemente, la burocratización en la URSS de los años veinte hundía sus raíces en una realidad objetiva muy difícil: los bolcheviques tomaron el poder político en un país atrasado, predominantemente campesino,  con  pocas tradiciones  democráticas  y tras la devastadora guerra civil que sucedió a la Primera Guerra Mundial. La incapacidad de la Internacional Comunista de extender la revolución a los principales países europeos –y en particular a Alemania–, mantuvo en pie un cerco capitalista que condenó a la URSS a un largo período de aislamiento político y económico. Este fue el escenario y la base objetiva que favoreció una salida reaccionaria a la situación. Sin embargo, la apuesta por la industrialización acelerada y la colectivización forzosa en la URSS y por abandonar la política revolucionaria en la arena internacional tuvo que acabar con la resistencia del ala más revolucionaria del Partido Bolchevique y de la Internacional Comunista: la Oposición de Izquierdas. Esta fue la única corriente que defendió en ese contexto una orientación política alternativa factible. Consistía en combinar una política de industrialización progresiva desde el Estado financiada con un incremento de la presión fiscal sobre los campesinos enriquecidos por la NEP, una colectivización progresiva en el campo, la restauración de una democracia soviética pluralista y una política internacional de apoyo a los movimientos revolucionarios como única salida a largo plazo al atolladero en el que se encontraba sumida la URSS a mediados de los años veinte. La Oposición de Izquierdas fue derrotada por la incipiente burocracia estalinista tras una batalla política despiadada. En parte, por la debilidad de la base social con la que aquella contaba: los cuadros obreros más politizados del Partido que, en buena media, habían sido laminados durante la Guerra Civil. Este “gran debate” todavía es decisivo para entender la evolución posterior, el declive y la caída del primer Estado obrero de la Historia, proceso que ocupa un lugar privilegiado para entender las grandes contradicciones del siglo XX9. Sin embargo, el desenlace no estaba inscrito en una lógica irresistible de los hechos y, de haberse seguido la línea de la Oposición de Izquierdas, la Historia podría haber sido muy distinta10.
Otra experiencia de la que se pueden extraer algunas conclusiones de gran actualidad es la “autogestión” yugoslava. En los años sesenta, entre sectores significativos de la izquierda anticapitalista, se popularizó la consigna de la autogestión como elemento central de una sociedad socialista diferenciada de las dictaduras burocráticas estalinistas. Efectivamente, la autogestión de la producción es una precondición de la desaparición progresiva de la división del trabajo entre trabajo manual e intelectual, entre dirigentes y ejecutantes11. Sin embargo, a menudo se ha querido oponer la consigna de la autogestión a la de la planificación democrática de la economía o enarbolarla para esquivar el problema central de la propiedad12. En experiencias   tan   apasionantes   como   la   Revolución   española   de   1936-37   –y   muy particularmente en Catalunya–, la lucha de la fábrica de relojes LIP en Francia en los años setenta o las que están teniendo lugar en la Argentina actual con las fábricas recuperadas –que tan bien retrata la película de Naomi Klein “La toma”– se ve que existe un enorme potencial creativo y organizador entre los trabajadores cuando toman en sus manos la gestión de su lugar de trabajo. Sin embargo, las experiencias de autogestión en luchas obreras bajo el capitalismo se topan con dos grandes límites objetivos: el mantenimiento de la propiedad privada por parte de los patronos y la presión del mercado capitalista, que obliga a los trabajadores a competir entre si. Estos límites hacen necesario relacionar dialécticamente las luchas por la autogestión generalizada en los puestos de trabajo con la puesta en cuestión del mercado capitalista, la propiedad privada y las instituciones que la garantizan.
Volviendo  al caso Yugoslavo, hay que  recordar que la iniciativa de la dirección titista de fomentar desde arriba la autogestión en las empresas fue acompañada de una cierta liberalización de los mercados, que fomentó un fenómeno muy característico, por lo demás, de las economías capitalistas: un incremento de las desigualdades entre asalariados y entre regiones y una competencia entre empresas del mismo sector, que se desprende de las dinámicas ciegas de la ley de la oferta y la demanda. Ya conocemos el desenlace de estas crecientes desigualdades sociales y regionales en la exYugoslavia. Por eso hay que esforzarse en imaginar qué opciones político-económicas podrían haberlo evitado. Quizás la combinación apropiada  de  economía  de  mercado  para  incrementar  la  producción  de  los  artículos  de consumo básico que más escaseaban y una economía democráticamente planificada en los sectores estratégicos, en la que las poblaciones hubieran participado activamente a la hora de definir las grandes prioridades económicas, podría haber contrarrestado las fuerzas centrífugas que ocasionaba la autogestión  no coordinada de las empresas. Hoy, ante experiencias y debates como los que están teniendo lugar en Venezuela, es útil volver sobre la experiencia yugoslava13.
 
El socialismo no se decreta, se construye
Nada ha creado más confusión y desorientación en la izquierda que la proclamación de que el socialismo se había realizado en la Unión Soviética. Los clásicos entendían que la plena realización del socialismo –el comunismo– no era posible más que a escala planetaria, tras un largo proceso de superación de los antagonismos sociales y de las opresiones específicas heredadas y tras una progresiva extinción del Estado. La perspectiva era que la transición al socialismo  sería  un  largo  proceso  histórico  en  el  que  las  transformaciones  políticas, económicas, sociales y culturales permitirían la socialización de las funciones del Estado y su abolición como aparato coercitivo separado. El estalinismo supuso el proceso inverso: una estatización generalizada de la sociedad y la liquidación total de cualquier atisbo de autonomía política de la sociedad civil y de autoorganización social independiente. Las experiencias actuales nos obligan de nuevo a retomar las reflexiones clásicas sobre la transición al socialismo14.
 
Rescatar a Marx de las bibliotecas
Más allá del estudio de las experiencias del pasado, resulta obvio que no es posible avanzar elementos constituyentes de un programa socialista sin actualizar el análisis marxista clásico del capitalismo actual. Entre otras cosas, hay que volver a estudiar a fondo la teoría del valor- trabajo, aun siendo conscientes de que no resuelve todos los problemas teóricos que tenemos planteados. Ante el marxismo clásico pueden darse dos grandes actitudes nocivas que se alimentan mutuamente: la de los eternos superadores, que se apresuran a enterrar a los clásicos cada diez años gracias a sus genialidades de aprendices mal leídos, y la de los devotos que se sientan sobre los libros sagrados para ahorrarse el esfuerzo de intentar comprender los cambios en curso. Creo que el enfoque correcto es el de dialogar con los clásicos con actitud crítica, pero desde la modestia, para buscar en ellos ideas y enfoques metodológicos que nos ayuden a conocer las lógicas internas del capitalismo actual y las palancas que nos permitan derrocarlo.
Por otro lado, tampoco podemos avanzar decisivamente en la definición de un programa socialista sin desarrollos significativos de la lucha de clases y sin la construcción de una fuerza anticapitalista y revolucionaria capaz de aportar el momento de la verificación práctica a los esfuerzos teóricos. Estos tres terrenos –desarrollo de la teoría marxista, impulso de luchas sociales y construcción de partidos revolucionarios– deben alimentarse mutuamente y relacionarse dialécticamente. En efecto, los límites de la práctica también son, a fin de cuentas, los límites de la teoría. A su vez, la inexistencia de una fuerza revolucionaria imposibilita los puntos de encuentro entre la militancia social y la elaboración teórica, entre el proletariado y la ciencia, que se decía antes. Y, en fin, una pequeña organización revolucionaria no puede desarrollar más que una orientación programática muy general. Es su progresiva implantación social y sectorial lo que le permite ir concretando, desarrollando, verificando, corrigiendo sus ejes programáticos. Dicho esto, en el apartado siguiente voy a proponer algunas líneas de reflexión en este sentido.
 
Algunos ejes programáticos centrales
 
El proletariado se invisibiliza y se transforma, pero no desaparece
Con la ofensiva de la restauración conservadora de los años noventa y con el avance del “pensamiento  débil”  en  la  izquierda,  muchos  militantes  desencantados  se  apresuraron  a mandar  a  la  clase  obrera  al  basurero  de  la  historia  para  justificar  su  alejamiento  del compromiso político. Para muchos, el desengaño que subyacía a ese adiós al proletariado era directamente proporcional a su idealización en sus momentos de apogeo militante.
Las  transformaciones  en  curso  en  el  mundo  del  trabajo  son,  sin  duda,  profundas:  la globalización ha profundizado la división internacional del trabajo, ha transformado los sistemas de organización de la producción, ha fragmentado dramáticamente las condiciones de trabajo y de vida y ha buscado una estratificación creciente de los asalariados. Su resultado es conocido: la correlación de fuerzas entre capital y trabajo es hoy mucho más desfavorable que hace tan solo veinte o treinta años, y el movimiento obrero organizado ya no es un referente político tan claro, ni una vanguardia social tan indiscutible, como fue en el pasado. Esto se traduce en el imaginario colectivo de la población, para la cual “la condición obrera” no es algo tan visible y evidente como antes. Otra cosa muy distinta es sentenciar que ya no existe la clase obrera. Asistimos hoy a una situación paradójica: la proletarización del mundo nunca había avanzado tanto15       y,  a  su  vez,  la  conciencia  de  clase  en  muchos  países  imperialistas  nunca  había retrocedido tanto en tan poco tiempo. Sin embargo, aunque no sea evidente, estos fenómenos son recurrentes en los largos procesos históricos de recomposición del  movimiento obrero como el que estamos viviendo en la actualidad. No obstante, a pesar de que sea la principal víctima momentánea de la situación actual, nunca podemos perder de  vista que la acción colectiva es el punto de contacto entre el factor subjetivo y las condiciones objetivas que permite alterarlas con cambios bruscos y saltos cualitativos.
Siguiendo a Gramsci, hay que concluir que, si la sociedad que queremos transformar no genera los sujetos, las contradicciones, las formas de organización y las instituciones embrionarias capaces de cambiarla, de invertir las relaciones sociales, todo esfuerzo en este sentido sería utópico. A este respecto, de lo que no cabe duda es que el reverso de la globalización del capital  es  justamente  la  globalización  de  la  condición  salarial.  Y,  por  consiguiente,  el capitalismo sigue generando un colectivo social facultado para enterrar al sistema que lo produce y reproduce. Si, como se ha visto en el siglo XX, sectores sociales tan atomizados como el campesinado, gracias a direcciones políticas decididas y audaces, han sido capaces de protagonizar revoluciones socialistas triunfantes, ¿qué nos hace pensar que el nuevo –y no tan nuevo– proletariado precarizado16    y crecientemente mestizo17    de la industria y los servicios no pueda convertirse, en determinadas circunstancias, en un sujeto revolucionario  capaz de defender  sus  intereses  inmediatos,  de  derrocar  el  sistema  capitalista  y  de  reorganizar  la sociedad sobre bases socialistas?
En fin, creo que volver a orientarse hacia el mundo del trabajo para reconstruir su autoorganización, defender sus intereses, elevar su nivel de conciencia política y, finalmente, volver a poner en marcha un trabajo sindical de izquierdas y un combate contra las burocracias es una tarea ineludible de una organización revolucionaria.
 
“El mundo no es una mercancía”…o sobre cómo satisfacer las necesidades básicas más allá del mercado
El movimiento altermundialista se funda en esta idea-fuerza. Por otro lado, la mercantilización de cada vez más esferas de la vida social ha sido una constante del desarrollo del capitalismo. Ante ello, desde los tiempos de la I Internacional, el movimiento obrero ha luchado por dos grandes objetivos centrales: la subida de los salarios –tanto directos, en rentas monetarias, como indirectos, en prestaciones sociales financiadas con una parte de “salario diferido” – y la reducción de la jornada de trabajo18     –para conseguir las famosas ocho horas de trabajo, ocho de sueño y ocho de vida social. Estas dos grandes reivindicaciones han orientado la lucha del movimiento obrero por reducir la explotación del mundo del trabajo e imponer una redistribución de la riqueza entre capital y trabajo. Hoy, con la generalización del paro y la  precariedad, ciertos sectores de la izquierda han teorizado “el fin del trabajo” y han apostado por el objetivo central de instituir una Renta Básica Universal. Estas concepciones  consideran definitiva la existencia de un paro masivo y contribuyen a perpetuar la división  entre los que tienen un empleo y los que no lo tienen y entre empleados y “asistidos” que no contarían más que con los medios de la pura subsistencia. A mi juicio, esta visión es una capitulación política e ideológica ante el neoliberalismo y un reflejo de la profunda crisis de orientación y de identidad en que está sumido el movimiento obrero y la izquierda actuales. Lo que es más preocupante es que la izquierda alternativa haya tendido a incorporar esta demanda acríticamente sin un debate serio en sus filas. Un proyecto anticapitalista que merezca el nombre debe ser mucho más ambicioso y buscar la creación masiva de empleos  socialmente útiles y ecológicamente sostenibles – fundamentalmente  los  relacionados  con  la  sanidad,  la  protección  del  medio  ambiente,  la educación, la asistencia social y los cuidados a las personas vulnerables– que se financien con una redistribución real de la riqueza –basada en impuestos directos progresivos que graven las grandes  fortunas  y,  en  particular,  las  amasadas  gracias  a  la  especulación  financiera  e inmobiliaria19. Es, justamente,  expandiendo el ámbito de la gratuidad en la satisfacción de necesidades básicas fuera  del  mercado como se avanza en la desmercantilización de las relaciones  sociales,  y  no   monetarizando  la  subsistencia  de  los  sectores  sociales  más vulnerables.
A  este  respecto,  hay  que  recordar  que  el  movimiento  altermundialista  acostumbra  a  dar prioridad  a  los  debates  sobre  alternativas  globales  y  sobre  pequeñas  iniciativas  locales, relegando a menudo a un segundo plano la lucha por defender conquistas fundamentales de la izquierda en el marco del Estado-nación –que algunos, como Negri, asimilan al “reformismo” o a  una  regresión nacionalista  y  nostálgica  de  la  izquierda. Sin  embargo,  a un capitalismo neoliberal que en buena medida basa su modelo de acumulación en la “desposesión”20     de los sistemas públicos de bienestar y de las empresas estatales –lo cual, en gran parte, es  un saqueo  del  salario  social  indirecto  de  millones  de  trabajadores–  hay  que  oponerle  una resistencia encarnizada cada vez que se pretende privatizar –de un modo abierto o encubierto– alguna     empresa             o              servicio        público   y   la    exigencia   de   renacionalizar    y   gestionar democráticamente los servicios y bienes públicos privatizados en el pasado. A mi juicio, es vital entender que si no somos capaces de defender las conquistas del pasado, será imposible pasar a la ofensiva en el futuro.
 Trabajar para vivir, no vivir para trabajar…cambiar los tiempos, transformar la sociedad
La pulsión capitalista por maximizar las ganancias aumentando la explotación de los trabajadores siempre se ha traducido en una presión por alargar la jornada de trabajo. Como apuntaba más arriba, uno de los objetivos centrales del movimiento obrero ha sido históricamente reducir drásticamente la jornada laboral y liberar tiempo para la vida y la acción colectiva. Hoy, la ofensiva neoliberal no solamente ha pulverizado la reivindicación de las 35 horas, sino que está generalizando el pluriempleo y jornadas de trabajo resultantes de 8, 10 e incluso 12 horas, no sólo en países dependientes, sino incluso en los países capitalistas desarrollados. Pero el capitalismo no solamente explota la fuerza de trabajo que emplea a cambio de un salario, sino que, indirectamente, se apropia gratuitamente del trabajo doméstico necesario para reproducir a esa fuerza de trabajo asalariada. Aquí es donde llegamos a un punto nodal: luchar por la socialización y el reparto del trabajo doméstico, por la incorporación con igualdad de derechos de las mujeres al mercado de trabajo y por la reducción de la jornada de trabajo asalariado debe formar parte de un único combate. De ahí se desprenden algunas conclusiones prácticas: no es posible fortalecer las posiciones del trabajo asalariado desentendiéndose de la discriminación salarial (y no sólo salarial) de las mujeres en los centros de trabajo y de su reclusión en el hogar, no podemos luchar por reducir la jornada laboral sin asumir el reparto del trabajo doméstico y, a su vez, no es posible combatir eficazmente la opresión específica de la mujeres si estas se retiran del movimiento sindical y de la lucha política21.
A pesar de todo, la reducción drástica de la jornada laboral sin disminución del salario real es una condición ineludible para reducir substancialmente el paro y la precariedad, fomentar la autoorganización de los sectores populares, posibilitar formas de autogestión en las empresas y estimular su participación política. Y la participación es, a fin de cuentas, el principal antídoto contra la burocratización de las organizaciones sociales y políticas. Por otro lado, luchar por expandir el tiempo de ocio es uno de los pilares que deberán posibilitar un florecimiento cultural sin precedentes en una sociedad en transición hacia el socialismo. Así pues, de lo que se trata es de utilizar la creciente productividad del trabajo  para cambiar la vida y transformar la sociedad… y no para incrementar los obscenos beneficios de especuladores y capitalistas.
¿Por qué no proponer que los foros sociales mundiales y regionales asuman como horizonte la reivindicación de la jornada laboral de… por ejemplo 30 horas semanales, al igual que lo hicieron las internacionales obreras en el pasado? Esta reivindicación podría orientar muchas luchas a escala nacional hacia un objetivo común. A fin de cuentas, en muchos países se tardó más de un siglo en crear la correlación de fuerzas necesaria para conquistar la jornada de 8 horas… que hoy el neoliberalismo nos ha vuelto a arrebatar…
 
Bajo la explotación: las opresiones
Antes me he referido a la necesidad de recomponer el mundo del trabajo para actualizar el proyecto socialista. Sin embargo, hay que pensar en el proletariado realmente existente y evitar idealizaciones heroicas. La clase obrera tiene distintos sexos, edades, nacionalidades, etnias, orientaciones sexuales… y está atravesada por una serie de contradicciones y antagonismos internos que debe intentar superar si pretende erigirse en clase dominante y dirigir los destinos de la sociedad. Esta realidad añade una creciente complejidad a la lucha de clases, una complejidad que debe ser entendida y abordada por la izquierda.
El  obrerismo  estrecho  y  las  distintas  variantes  del  reformismo  acostumbran  a  negar  la existencia de opresiones específicas o, en todo caso, las ven como algo ajeno a la lucha de clases que aparta a la izquierda de su camino…¿Cuántas veces hemos oído que el feminismo y la lucha de las mujeres es algo extraño al movimiento obrero? ¿O que la lucha por la emancipación nacional divide a la clase obrera? Hoy, como en otros contextos de crisis y reflujo del movimiento obrero, estos prejuicios reaccionarios afloran decididamente entre los sectores populares más despolitizados y entre las burocracias más conservadoras, prejuicios y fobias que la derecha siempre ha explotado hábilmente para garantizarse una base de masas. Esquivar los problemas es la garantía de no resolverlos. Sin que la izquierda anticapitalista asuma   y   luche   activamente   contra   las   opresiones   específicas,   sin   acabar   con   las discriminaciones que refuerzan la explotación, que crean insolidaridad y generalizan prejuicios y desconfianzas entre l@s explotad@s… será incapaz de construir un bloque social alternativo.
Por otro lado, tampoco podemos caer en el error simétrico de las políticas de identidad posmodernas. La lucha de clases no puede disolverse en una agregación de afirmaciones identitarias de colectivos oprimidos.  Saber relacionar esas luchas contra las opresiones y conseguir que enriquezcan y refuercen nuestro combate común contra la explotación capitalista es la única garantía de no ceder ante repliegues comunitaristas, neurosis identitarias y relativismos posmodernos. Permite luchar contra la opresión nacional sin deslizarse hacia el nacionalismo, impulsar la lucha de emancipación de las mujeres sin abandonar la lucha de clases, defender los intereses de las minorías oprimidas sin crear ghettos-refugio… ya que la resistencia a la explotación capitalista constituye el único hilo de inteligibilidad que relaciona a los distintos sectores populares, constituyendo, por consiguiente, un punto de apoyo racional indispensable para alcanzar una alternativa de sociedad con pretensiones de universalidad22. A su vez, puesto que la independencia económica es la precondición de la autonomía personal y colectiva, cualquier degradación de la correlación de fuerzas entre capital y trabajo refuerza las opresiones específicas y fragiliza en primer lugar a los sectores más vulnerables. Esa es la razón por la cual la globalización neoliberal ha acelerado la feminización de la pobreza; ha aumentado  la opresión de ciertos pueblos y de las poblaciones de origen inmigrante; ha agudizado la persecución de las minorías sexuales y ha propiciado el resurgimiento de fundamentalismos religiosos caracterizados por su misoginia y su homofobia.
 
No habrá humanidad que emancipar sin supervivencia del planeta: atajar la crisis ecológica
A principios del siglo XX la disyuntiva que se perfilaba ante el desarrollo del capitalismo era, según la célebre fórmula de Rosa Luxemburg, “socialismo o barbarie”. Hoy, la barbarie no es ya una temible posibilidad, sino el rasgo predominante de nuestro tiempo. Y la crisis socioambiental que vivimos es, con las hambrunas, la guerra y el militarismo, su manifestación más dramática. Esto significa que la lucha por el socialismo ecológicamente fundamentado no es un deseo piadoso, sino un imperativo de supervivencia de la especie cada vez más urgente. Si bien, como decía Mandel23, los aspectos progresivos del capitalismo predominaron globalmente sobre su vertiente destructiva hasta aproximadamente la Primera Guerra Mundial, desde entonces el precio que está pagando la humanidad por no haber creado un orden socialista mundial no deja de crecer.
Hoy, problemas como el efecto invernadero y los trastornos climáticos que estamos viviendo, la escasez de agua y energía, la desertización, las hambrunas, la generalización de la agricultura industrial   y   del   uso   de   transgénicos,   las   catástrofes   tecnológicas…   comprometen   la supervivencia de la especie a corto y medio plazo. De hecho, muchas de las guerras en curso en el mundo ya están directamente relacionadas con estos problemas y lo estarán cada vez más en el futuro.
La izquierda mayoritaria del siglo XX, tanto de inspiración socialdemócrata como estalinista, ha compartido un optimismo histórico ciego consistente en asimilar el progresismo burgués y su fe en el desarrollo indefinido de la técnica y de las fuerzas productivas, así como en el crecimiento económico indiscriminado, como medio para resolver los problemas sociales24. La izquierda del siglo XXI deberá tener una concepción mucho más dialéctica del problema. Deberá entender que la tecnología nunca es socialmente neutra y que el socialismo no sólo significa la socialización de los medios de producción, sino también su profunda transformación; no se puedrá reducir a un simple modelo económico, sino que deberá ser una civilización regida por lógicas sociales, ecológicas y antropológicas radicalmente distintas25.
Hoy, junto a la erradicación de la pobreza en el mundo, la tarea más urgente que tenemos planteada es una reconversión ecológica radical de la sociedad industrial, capaz de potenciar nuevas tecnologías menos contaminantes, de desarrollar las energías alternativas, de extender los sistemas públicos de movilidad, de alcanzar una relación más racional entre campo y ciudad, de desarrollar nuevos modelos urbanísticos menos dependientes del coche privado… Nuestra idea-fuerza central debe ser que para combatir las desigualdades no se debe producir más, sino repartir mejor los recursos y la riqueza y crear nuevos sistemas de satisfacción de las necesidades humanas26. También hay que defender enérgicamente la consigna de la soberanía alimentaria de los pueblos –en particular, los de la periferia– para luchar contra los problemas de subsistencia ocasionados por una división internacional del trabajo sometida a los intereses de las principales potencias imperialistas. Aquí llegamos a un problema central: hay que saber defender los intereses de los países del Sur contra las imposiciones del Norte desde la conciencia de que los principales problemas ambientales del planeta son responsabilidad de los países imperialistas. Ahora bien, hay que esforzarse en buscar modelos de desarrollo alternativos que no reproduzcan los mismos modelos insostenibles en el Sur. Aquí también hay que apostar porque la ley del desarrollo desigual y combinado permita a los países del Sur saltarse etapas de crecimiento capitalista ecológicamente insostenible e intentar resolver sus problemas de desarrollo socioeconómico desde paradigmas ecosocialistas (en particular en lo que a modelos agrícolas, energéticos y de movilidad se refiere).
En fin, el criterio del ahorro de recursos naturales y el principio de prudencia tecnológica deberán orientar las grandes decisiones macroeconómicas. El problema, de nuevo, es que las grandes opciones estratégicas escapan al control democrático de la ciudadanía. De ahí que sea absolutamente ineludible inserir la lucha por una reconversión ecológica radical en la perspectiva de la transición al socialismo, ya que los procesos de democratización económica gradual tienen límites bien precisos bajo el capitalismo: la camisa de fuerza neoliberal que imponen las instituciones internacionales de la globalización, la propiedad privada de los principales recursos y empresas y la naturaleza represiva última del Estado capitalista.
 
1
Vid. Resistencias. Ensayo de topología general, El Viejo Topo, Barcelona, 2006.
 
22   Walter Benjamin, “Tesis de filosofía de la Historia” (disponible en www.revoltaglobal.net/article526.html).
 
33     A este respecto es muy interesante el libro de Claudio Katz El porvenir del socialismo, Imago Mundi-Herramienta, Buenos Aires, 2004.
 
4   Uno de los mejores esfuerzos teóricos por sistematizar las lecciones de las experiencias de los países del Este y por perfilar algunas opciones alternativas factibles es Ernest Mandel, El poder y el dinero, Siglo XXI, México, 1994. También hay elementos interesantes de reflexión en Robin Blackburn, “‘Fin de siècle’: el socialismo después de la quiebra”, en Robin Blackburn (Ed.), Después de la caída. El fracaso del comunismo y el futuro del socialismo, Crítica, Barcelona,
1993 y en Enric Tello “El socialismo irreal. Bosquejo histórico de un sistema que se desmorona” en  mientras tanto, n.
40, Barcelona, 1990.
 
5   Es justamente en la escasa productividad del trabajo (cuyo reverso era un despilfarro faraónico de recursos por parte de la burocracia y las consiguientes catástrofes ecológicas que provocaba) y en la escasez generalizada de productos de consumo básico que se daba en los países del Este donde  radicaba uno de los puntos más débiles de esas experiencias en relación con el campo imperialista y que, a la postre, junto a la carrera de armamentos impuesta por Occidente, precipitó su hundimiento. A su vez, estos problemas de ineficiencia económica, unidos a la falta de libertades políticas, explican que esos  regímenes dejaran de ser un referente atractivo para amplias franjas del proletariado occidental a partir de los años setenta y que, en los ochenta, aumentara su aceptación pasiva del sistema capitalista. Todavía hoy, la supuesta inviabilidad económica del socialismo que se desprende de la incomprensión de lo sucedido en la URSS y los países del Este constituye un arma ideológica fundamental de las  burguesías occidentales para desacreditar cualquier alternativa global al capitalismo.
 
6   Me remito aquí a algunas reflexiones de Antoine Artous en su artículo “Democracia y emancipación social” (disponible en www.revoltaglobal.net/article499.html) y al texto de François Sabado “La democratie jusqu’au bout” en el número de Les cahiers de Critique Communiste titulado Marxisme et démocratie.
 
7     Para una buena reflexión sobre los problemas y dificultades de construir una democracia socialista  en  un Estado revolucionario, véase el artículo de Rafael Bernabé, “Notas sobre Cuba y la democracia  socialista” (disponible en www.revoltaglobal.net/article503.html). Un texto programático fundamental de nuestra corriente en el que se abordan muchos de estos problemas es la resolución del XI Congreso Mundial de la IV Internacional, “Democracia socialista y dictadura del proletariado”, 1979.
 
8     Esta constatación es un punto de diferenciación clave ante teorizaciones de sectores eurocomunistas de izquierdas que aparecieron en los años 70, como la de Pietro Ingrao, Las masas y el poder, Crítica, Barcelona, 1978. Para una crítica  demoledora  de  los  presupuestos  de  la  corriente  de  pensamiento  que  pregona  la  fusión  de  liberalismo  y socialismo y que, hasta cierto punto, constituyó la cobertura ideológica de la reconversión del Partido Comunista Italiano en un partido demócrata-burgués, véase Perry Anderson, “Las afinidades de Norberto Bobbio”, en Campos de batalla, Anagrama, Barcelona, 1998. Una reflexión inteligente sobre la democracia en la transición al socialismo en Occidente es Geoff Hodgson  Socialismo y democracia parlamentaria, Fontamara, Barcelona, 1980, uno de los pocos textos capaces de problematizar algunas ideas de Perry Anderson recogidas en su formidable obra Las antinomias de Antonio Gramsci, Fontamara, Barcelona, 1978.
 
9   Sobre el lugar que ocupa la Unión Soviética en la historia del siglo XX, véase Justin Rosenberg, “Isaac Deutscher. La historia perdida de las relaciones internacionales” en Viento Sur n. 30, Madrid, 1996.
 
10     Me remito aquí al capítulo “La alternativa socialista: elementos para un debate” de VV.AA.  Elementos  de análisis económico marxista. Los engranajes del capitalismo, Los Libros de la Catarata-Serie Viento Sur, Madrid, 2002. Para una exposición más detallada de la orientación de la Oposición de Izquierdas en ese debate, véase Daniel Bensaïd, Los trotskismos, de próxima aparición en la editorial El Viejo Topo.
 
11     Independientemente de su evolución anticomunista posterior, algunas de las mejores reflexiones en  este sentido fueron las de Cornelius Castoriadis en la revista Socialismo o Barbarie durante los años 50 y 60 que aquí se recogieron en un libro titulado La experiencia del movimiento obrero, Tusquets, Barcelona, 1979 (2 vols.).
 
12   Para una buena crítica de las posiciones autogestionarias puras, véase Ernest Mandel, Alienación y emancipación del proletariado, Fontamara, Barcelona, 1978. Por lo demás, un libro estipendo que resiste muy bien el paso del tiempo. Hay que recordar que, a mediados de los años setenta, ciertas organizaciones y personalidades socialdemocratizantes y/o abiertamente anticomunistas –desde el PSU de Michel Rocard en Francia hasta el PSI de Bettino Craxi en Italia– utilizaron demagógicamente la consigna de la autogestión para encauzar hacia el reformismo clásico a ciertos sectores marxistas y libertarios. Hoy en día la consigna de la autogestión a menudo vuelve a ser una panacea que se invoca con significados bien distintos según el caso.
 
13   Vid. Catherine Samary Le marché contre l’autogestion. L’experience Yougoslave. La Brèche, París, 1988.

14     Un buen punto de partida es el texto de Ernest Mandel “La economía en el periodo de transición”  (disponible en www.revoltaglobal.net/article662.html).

15  “Mientras que en 1900, sumaban alrededor de 50 millones los trabajadores asalariados de una población global de

1000 millones, hoy en día son alrededor de 2000 sobre 6000 millones […]” Daniel Bensaïd, “Teoremas de la resistencia a los tiempos que corren” (disponible en www.revoltaglobal.net/article502.html).

16   Curiosamente, el término “proletariado”, tal como lo utilizaba Marx en el siglo XIX –persona obligada a trabajar por un salario miserable para sobrevivir en condiciones precarias, forzada a cambiar a menudo  de trabajo y de lugar de residencia y cuyas experiencias de acción colectiva eran muy incipientes–,  es mucho más actual que el de “clase obrera”, tal como se entendía en la segunda mitad del siglo XX: grandes concentraciones de trabajadores industriales con un nivel muy elevado de organización y de conciencia de clase.

17     No olvidemos que una fracción creciente del proletariado de las metrópolis proviene de la inmigración (en muchos casos clandestina) y que uno de los retos centrales de la izquierda alternativa es combatir el racismo y la xenofobia entre los sectores populares y luchar por integrar a los trabajadores extranjeros con igualdad de derechos de ciudadanía en las organizaciones de clase autóctonas.

18   Para una serie de reflexiones muy útiles sobre la historia del movimiento obrero en relación con el desarrollo del modo de producción capitalista, véase Antonio Moscato, Il “capitalismo reale”. Origini e storia, Teti Editori, Milán, 1999.

19   A este respecto, véase el interesante artículo de Michel Husson comprendido en este plural.

20   Véase David Harvey, El nuevo imperialismo, Akal, Madrid, 2003.

21   Véase a este respecto el interesante artículo de Lidia Cirillo incluido en este plural.

22   Sobre la compleja dialéctica entre la lucha de clases y la lucha contra las opresiones específicas, véase Daniel

Bensaïd “Teoremas de la resistencia a los tiempos que corren” (Cit.).

23  Cit.

24    Sobre los paradigmas económicos convencionales y de la izquierda tradicional, hay reflexiones muy interesantes en Enric  Tello,  La  historia  cuenta.  Del  crecimiento  económico  al  desarrollo  humano  sostenible,  El  Viejo  Topo/Nous Horitzons, Barcelona, 2005.

25   Vid. Francisco Fernández Buey y Jorge Riechmann, Ni tribunos. Ideas y materiales para una programa ecosocialista. Siglo XXI, Madrid, 1996 y Enric Tello, “El socialismo de cada día”, en Monereo, M. y Chaves, P. (Coords), Para que el socialismo tenga futuro. Claves de un discurso emancipatorio, El Viejo Topo/FIM, Barcelona, 1999.

26   A este respecto véase Joaquim Sempere, L’explosió de les necessitats, Edicions 62, Barcelona, 1992.